Uno de esos raros actos fue la Consagración de nuestro país a Cristo Rey en el aciago año de 1914. Entre el inicio de la mayor revolución social sufrida por México, planeada, azuzada y sostenida por los Estados Unidos de América con la complicidad de las sectas masónicas mexicanas y angloamericanas, apoyadas por el poderío militar de esta potencia, ya plenamente preparada para intervenir en la Primera Guerra Mundial.
El plan secreto era imponer al pueblo mexicano la anarquía, previa a la introducción experimental del Nuevo Orden Mundial; el Comunismo.
La destrucción de la Religión Católica, de toda autoridad civil, de toda la riqueza material acumulada en 30 años de precaria paz porfiriana, así como el robo a los particulares de sus capitales, uniformando a todos en las doctrinas socialistas ateas.
México había sido escogido por la cúpula plutocrática de los EE.UU. para servir de experimento a lo que después, en 1917, fuera aplicado en Rusia por los bolcheviques y en España entre 1933 y 1939 con la llamada Guerra Civil, que produjo, como en México, un millón de muertos. Estas revoluciones y prácticamente todas, desde la Revolución protestante del siglo XVI hasta las guerras del Medio Oriente, pasando por las devastadoras del sudeste asiático, han sido ejecutadas por los agentes del Anticristo.
El plan del presidente Woodrow Wilson y de su rapaz camarilla estaba completo y acabado, solamente esperaba una coyuntura para arrojarse sobre México y expulsar del gobierno al General Victoriano Huerta que insistía, junto a sus consejeros, en no doblegarse ante la prepotencia yanqui;
El eminente historiador don Pedro Sánchez Ruiz en la pag. 765 del segundo tomo de su obra: Nacimiento, grandeza, decadencia y ruina de la nación mejicana” escribe:
“Cuando desde los cuatro puntos cardinales irrumpían las hordas constitucionalistas que amenazaban no solo con la destrucción material de la Patria, sino con la destrucción de su misma identidad nacional, surgió una sorprendente reacción de la adormecida sociedad, proclamando públicamente, en tumultuosas manifestaciones en la Capital y principales ciudades la Realeza temporal de Cristo en México, lanzando a los cuatro vientos el entusiasta y unánime grito de ¡Cristo vive!, ¡Cristo reina!, Cristo impera! Como repudio al laicismo liberal y socialista revolucionario.”
En el editorial del diario La Nación del mes de enero de 1914 apareció este llamado el pueblo católico:
“Es necesario proclamar a Jesucristo por nuestro Rey, públicamente. Y esto lo haremos en imponente manifestación, Os convidamos, católicos mejicanos, a que forméis parte de la gran manifestación pública que se prepara en nombre de Dios y para Su honra. Acudid todos con banderas, y sobre todo con valor. Sepa el mundo que no nos avergonzamos de Dios, y que lo tenemos por nuestro Dios; la paz, el bienestar, la honra volverán a reinar en este pueblo escogido, en este pueblo todo de la Virgen María”
Previamente, el Episcopado Mejicano había acordado que el 6 de enero de 1914 se hiciera una solemne renovación de la Consagración de Méjico al Sagrado Corazón de Jesús, en señal de reparación, sumisión y humilde vasallaje. Los generales don Ángel Ortiz Monasterio y don Eduardo Paz, en uniforme de gran gala, llevaron en regios cojines de seda la Corona y el Cetro que el Ilmo, Arzobispo de Méjico don José María Mora y del Río, pondría a los pies de Jesucristo Rey.
Fue natural que el presidente de Méjico, general Victoriano Huerta, quien públicamente había proclamado su fe en Jesucristo en pleno recinto parlamentario, en un acto en que actuaba con su investidura oficial y que se había negado a ingresar a la masonería y además combatía a la revolución satánica; haya enviado a dos de sus divisionarios al acto solemne en la iglesia de San Francisco el 6 de enero de 1914.
El siguiente 11 de enero de 1914 el la Catedral Metropolitana y reunidos los poderes, religioso, político y social así como con manifestaciones de júbilo en toda la nación, se coronó a Cristo Rey de México proclamando Su realeza temporal.
Las fuerzas enemigas de nuestro país, tanto las interiores; masones, liberales y revolucionarios de toda laya, como las exteriores representadas por sus cómplices los gobiernos yanquis arremetieron a los pocos meses su plan de destrucción de la civilización católica. Después de seis meses de heroica resistencia con la primera potencia mundial y sus agentes los revolucionarios malos mexicanos, el general Huerta presentó su renuncia en 15 de julio de 1914. Viniendo, entonces lo peor; los jefes aparentes de la revolución Carranza, Villa y Zapata, siempre asesorados por los yanquis se dedicaron a la destrucción de la religión católica, la riqueza y la civilización en México.
Por supuesto, que la historia oficial masónica, cumpliendo con la consigna de no escribir la verdad, ha deformado los hechos de esos años (1913-1914). Ha silenciado de tal manera esa gesta de los católicos de entonces que las nuevas generaciones no se han enterado muy bien que nuestro país ha sido consagrado y puesto a los pies de Cristo Rey. Que Jesucristo nos sostiene, sobre la sangre de tantos mártires de la Revolución y de la Guerra Cristera de los años veinte.
Y el presidente que apoyó con toda la fuerza de su fe católica, la Consagración a Cristo Rey y la primera Ermita en el cerro del Cubilete, ha sido infamado con todos los defectos que esa historia oficial es capaz de arrojar sobre quienes odia por no plegarse a sus designios.
http://tierradehistoria.blogspot.com/
Luis G. Pérez de León
BIBLIOGRAFÍA:
Es poca la información que se tiene de esos años, falta mucho por escribir porque casi ningún libro de historia la consigna, solamente escasas revistas y diarios de enero y febrero de 1914 dan cuenta, así como historiadores vetados por nuestros gobiernos.
Don Antonio Gibaja y Patrón; “Comentario a las Revoluciones Sociales de México” 5 tomos, editorial “Tradición”, año 1973.
Don Francisco Regis Planchet; “La cuestión religiosa en México” 1 tomo, editorial Moderna, Guadalajara año 1957.
Don Pedro Sánchez Ruiz; “Nacimiento, Grandeza. Decadencia y Ruina de la nación mejicana” 2 tomos, editorial “Honor y fidelidad”, año 2000
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