sábado, 28 de mayo de 2011

La comunión remedio de nuestra tristeza

OBRAS EUCARÍSTICAS DE SAN PEDRO JULIÁN EYMARD

Insigne apóstol de la eucaristía
 y
 fundador de los religiosos
 y 
de las siervas del Santísimo Sacramento






Qui jucundus eram et dilectus in potestate mea..., ecce pereo tristitia magna, in terra aliena...
"Yo que estaba tan contento y querido en mi reino, he aquí que muero de profunda tristeza en tierra extraña".

I

Nos agobia una profunda tristeza que queda pegada al fondo de nuestro corazón sin que podamos desecharla. No hay alegría para nosotros en la tierra, por lo menos alegría que dure un poco y no acabe en llanto; no la hay ni puede haber. Se nos arroja de nuestra casa, de la casa paterna. Esta tristeza forma parte integrante del patrimonio legado por Adán pecador a su desdichada posteridad.

Lo sentimos sobre todo cuando nos encontramos a solas. A veces llega  a ser espantosa. En nosotros se encuentra, pero no sabemos de donde proviene. Los que no tienen fe acaban desanimándose, se desesperan y prefieren la muerte a semejante vida, lo cual es un crimen horrible y prenda de reprobación.

En cuanto a nosotros, cristianos, ¿que remedio encontraremos contra esta nativa tristeza? ¿La práctica de la virtud tal vez, o el celo de la perfección cristiana? No basta eso. Las pruebas y las tentaciones le darán aún muchas veces el triunfo. Cuando esta tristeza cruel domina a un corazón nada se puede ya hacer ni decir; siéntese uno como abrumado mas allá de sus fuerzas. En el huerto de los olivos Nuestro Señor pensó en morir por ello. Y durante sus treinta y tres años vivió constantemente bajo una impresión dolorosa. Era manso y bueno, pero triste, porque se cargó con nuestras enfermedades. ¡Ved cómo lloraba Nuestro Señor! Lo nota el evangelio, y eso que nunca dice que se riera...

A semejanza de su Divino Maestro, tristes pasaban también la vida los santos, lo cual provenía de su condición de desterrados, del mal que veían en torno suyo, de la imposibilidad en que se encontraban de glorificar a Dios cuanto querían. Pero sobrenaturalizaban su tristeza.

Contra este mal universal hace falta, por consiguiente, un remedio. Consiste en no quedar en sí ni consigo: hay que desahogar la tristeza, si no queremos que ella nos arrastre como un torrente. Pero en esto muchos buscan consuelos humanos y se desahogan con un amigo o un director, y esto no basta; sobre todo cuando Dios nos envía un aumento de tristeza como prueba, ¡Oh! entonces nada hay que valga. Antes al contrario, cáese más profundamente al observar que ni las buenas palabras ni los avisos paternales nos han devuelto la alegría ni disipado las nubes de tristeza, y el demonio se aprovecha de ello para hacernos perder la confianza en Dios; y almas se ven, y de las más puras y santas, huir como Adán en el paraíso, de Dios y tener miedo de hablar con Él. La oración puede aliviar un poco la tristeza; pero no basta para dar una alegría pura y duradera. Nuestro Señor oró por tres veces en el Getsemaní, pero no para su tristeza; no recibió más que fueras para soportarla.

Una buena confesión nos devuelve también la calma; pero el pensamiento de haber ofendido a un Dios tan bueno es muy a propósito para volver a entristecernos.
¿Dónde hallará, pues, el verdadero remedio?

II

El remedio absoluto es la comunión; es éste un remedio siempre nuevo y siempre enérgico, ante el cual cede la tristeza. Nuestro Señor se ha puesto en la Eucaristía y se nos viene para combatir directamente la tristeza. Siendo como principio que no hay una sola alma que comulgue con deseo sincero, con verdadera hambre, y se quede triste en la Comunión. Puede que la tristeza vuelva más tarde, porque es propia de nuestra condición de desterrados; y aún volverá tanto más pronto cuanto mayor prisa nos demos en replegarnos sobre nosotros mismos y no permanezcamos bastante tiempo considerando la bondad de Nuestro Señor, pero estar tristes en el momento en que Jesús entra en nosotros, eso jamás. Es un festín la Comunión; en ella celebra Jesús sus bodas con el alma fiel; ¿cómo, pues, queréis que lloremos? Apelo a vuestra experiencia personal; cada vez que a pesar de haber hecho una buena confesión estabais tristes antes de la Comunión, no habéis visto renacer la alegría al bajar Nuestro Señor a vuestro corazón?

¿No se quedó en el colmo de la alegría el publicano Zaqueo cuando recibió a Jesucristo, por más que tuviese sobrados motivos de tristeza en las depredaciones de que se le acusaba?
Tristes iban por el camino los dos discípulos de Emaús y eso que iban en compañía del mismo Jesús, quien les hablaba e instruía; pero en llegando la fracción del pan, muy luego se sienten poseídos de dicha, el júbilo desborda de sus corazones, y a pesar de la noche, de lo largo del camino y del cansancio, va a anunciar su gozo y compartirlo con los Apóstoles.

Pongamos los ojos en un pecador que ha cometido toda clase de crímenes. Se confiesa, y sus heridas se cierran. Entra en convalecencia; pero está siempre triste, su conversión le hace más sensible, y llora lo que antes ni lo sentía siquiera: la pena causada a Dios. Tanto más profunda resulta su melancolía cuanto su conversión es más sincera y más ilustrada. ¡He ofendido a un Dios tan bueno!, se dice entre sí. Si le dejáis así a solas, la tristeza le oprimirá  y el demonio le sepultará en el desaliento. Hacedle comulgar; sienta en sí la bondad de Dios y su alma se henchirá de gozo y de paz. ¡Cómo!, se dice. ¡Si he recibido el pan de los ángeles! ¡Luego me he hecho amigo de Dios! Ya no le apenan sus pecados por ese momento; Nuestro Señor le dice con sus propios labios que está perdonado. ¿Cómo no creerlo?
¡Oh! La alegría que nos trae la Comunión es la más bella demostración de la presencia de Dios en la Eucaristía. Nuestro Señor se demuestra a sí propio haciendo sentir su presencia. "Yo iré a aquél que me amare y me manifestaré a él". Manifiéstase, efectivamente, con la alegría que le acompaña.


III

Notad para vuestra propia conducta que hay dos clases de alegría. Hay en primer lugar una alegría que es resultado del feliz éxito, del bien que se ha hecho, la que trae consigo la práctica de la virtud. Es el júbilo del triunfo y de la cosecha. Buena es, pero no la busquéis, porque, como se apoya en vosotros no es sólida, y bien pudiera ser que en ella consistiera toda vuestra recompensa.
Pero la otra, que proviene de la Comunión, cuya causa nos vemos obligados a confesar que no está en nosotros, sino sólo en Jesús, que no guarda relación alguna con nuestras obras, ésta aceptémosla sin reparos y descansemos en ella cuando nos la trae Nuestro Señor, pues es del todo suya. El niño con no tener ninguna virtud ni merecimiento alguno, goza, sin embargo de la dicha de estar al lado de su madre, de igual manera sea la presencia del Señor el único motivo de nuestra alegría. No indaguéis hasta que punto habéis podido merecer el gozo que experimentáis, sino regocijaos por tener a Nuestro Señor y quedaos a sus pies paladeando vuestra dicha y gustando su bondad.
Muchos hay que temen pensar demasiado en la bondad de Dios, porque esto pide que en retorno nos demos por entero y sin contar: prefieren la ley. Queda uno libre, una vez que la hay cumplido. Cálculo mezquino es éste que no deben hacer las almas a quienes Él se da con tanta profusión. Gustemos sin temor de la bondad de Dios; recibamos con avidez la alegría que se nos ofrece, dispuestos a dar generosamente a Nuestro Señor cuando le plazca pedirnos en correspondencia.


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