sábado, 4 de junio de 2011

“MI CORAZÓN ESTARÁ ALLÍ TODOS LOS DÍAS”

(III Reyes, IX, 3)


Deseaba San Pablo que los habitantes de Efeso conocieran, por la gracia de Dios Padre, de quien procede todo don, la incomparable ciencia de la caridad de Jesucristo para con el hombre. Nada podría desearles más santo, más hermoso ni más importante. Conocer el amor de Jesucristo y estar llenos de él es el reino de Dios en el hombre. Estos son precisamente los frutos de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, que vive y nos ama en el Santísimo Sacramento. Esta devoción es el culto supremo del amor. Es el alma y el centro de toda la religión, porque la religión no es otra cosa que la ley, la virtud y la perfección del amor, y el Sagrado Corazón de Jesús contiene la gracia y es el modelo y la vida de este amor. Estudiemos tal amor delante de ese foco en el cual está ardiendo por nosotros.


La devoción al Sagrado Corazón tiene un doble objeto: propónese, en primer lugar, honrar por medio de la adoración y del culto público, el corazón de carne de Jesucristo, y, en segundo lugar, tiende a honrar aquel amor infinito que nos ha tenido desde su creación y que todavía está consumiéndole por nosotros en el Sacramento de nuestros altares.
De todos los órganos del cuerpo humano el corazón es el más noble. Hállase colocado en medio del cuerpo como un rey en medio de sus estados. Está rodeado de los miembros más principales, que son como sus ministros y oficiales, él los mueve y les imprime actividad, comunicándoles el calor vital que en él hay acumulado y reservado. Es la fuente de donde emana la sangre por todas las partes del organismo, regándolas y refrescándolas, Esta sangre, debilitada por la pérdida de principios vitales, vuelve desde las extremidades al corazón para renovar su calor y recobrar nuevos elementos de vida.


Lo que es verdad, tratándose del corazón humano en general, lo es también verdad tratándose del Corazón de Jesús. Es la parte más noble del cuerpo del Hombre-Dios unido hipostáticamente al Verbo, por lo cual merece el culto supremo de adoración que se debe a Dios solo. Es necesario notar que en nuestra veneración no debemos separar el Corazón de Jesús de la divinidad del Hombre-Dios; está unido al la divinidad por indisolubles lazos, y el culto que tributamos al Corazón no termina en él, sino que pasa a la Persona adorable que le posee y a la cual está unido para siempre.


De aquí se sigue que pueden dirigirse a este Corazón divino las oraciones, los homenajes y las adoraciones que dirigimos al mismo Dios. Están equivocados todos aquéllos que al oír estas palabras “Corazón de Jesús”, piensan únicamente en este órgano material, considerando el Corazón de Jesús como un miembro sin vida y sin amor, poco más o menos como se haría tratándose de una santa reliquia; se equivocan también aquéllos que juzgan que esta devoción divide la persona de Jesucristo, restringiendo a1 corazón sólo el culto que debe tributarse a toda la Persona. Estos no se fijan en que, al honrar el Corazón de Jesús no suprimimos lo restante del compuesto divino del Hombre-Dios, ya que al honrar a su Corazón lo que en realidad pretendemos es celebrar todas las acciones, la vida entera de Jesucristo que no es otra cosa que la difusión de su Corazón al exterior.


El Corazón de Jesús vive en la Eucaristía, supuesto que su cuerpo está allí vivo. Es verdad que este Corazón divino no está allí de un modo sensible, ni se le puede ver, pero lo, mismo ocurre con todos los hombres. Este principio de vida conviene que sea misterioso, que esté oculto: descubrirlo sería matarlo; sólo se conoce su existencia por los efectos que produce. El hombre no pretende ver el corazón de un amigo, le basta una palabra para cerciorarse de su amor. ¿Qué diremos del Corazón divino de Jesús? El se nos manifiesta por los sentimientos que nos inspira, y esto debe bastarnos. Por otra parte, ¿quién sería capaz de contemplar la belleza y la bondad de este Corazón? ¿Quién podría tolerar el esplendor de su gloria ni soportar la intensidad del fuego devorador de su amor, capaz de consumirlo todo? ¿Quién se atrevería a dirigir su mirada a esa arca divina, en la cual está escrito con letras de fuego su Evangelio de amor, en donde se hallan glorificadas todas sus virtudes, donde su amor tiene su trono y su bondad guarda todos sus tesoros? ¿Quién querría penetrar en el propio santuario de la divinidad? ¡El Corazón de Jesús! ¡Es el cielo de los cielos, habitado por el mismo Dios, en el cual encuentra todas sus delicias! ¡No, no vemos el Corazón eucarístico de Jesús; pero lo poseemos…! ¡Es nuestro!


"Obras Eucarísticas de San Pedro Julián de Eymard"

No hay comentarios:

Publicar un comentario