sábado, 28 de agosto de 2010

San Agustín

San Agustín, cuyo nombre completo es Aurelio Agustín, nació el 13 de noviembre del año 354, en Tagaste, región dedicada al cultivo de cereales y olivos, situada en Numidia, en el norte de África, lugar que en esa época estaba en poder de Roma y que actualmente corresponde a Argelia.

Su padre, Patricio, era funcionario civil y si bien no poseía rentas y no eran ricos, su familia tenía educación y podían vivir cómodamente.

Como Agustín demostraba aptitudes para el estudio, sus padres aspiraban a casarlo con alguuna joven de buena posición que favoreciera la posibilidad de que en el futuro el emperador le concediera el gobierno de alguna provincia.

La familia se vio obligada a hacer esfuerzos económicos para que accediera a una educación y a una formación esmerada.

El padre de San Agustín era pagano y su madre, Mónica, posteriormente canonizada, era cristiana y ejerció una fuerte influencia en su hijo.

Fue inscripto como catecúmeno, categoría eclesiástica de fiel no bautizado, que consistía en recibir formación cristiana a la espera de la decisión personal de bautizarse, ya que en esa época el bautismo se difería hasta la madurez para que los fieles pudieran decidir por si mismos.

Agustín tuvo por lo menos dos hermanos, Navigio que fue el que fundó un convento de monjas de la orden Agustina y Perpetua quien al quedar viuda lo dirigió.

A los 16 años tiene la oportunidad de permanecer ocioso durante un año en su ciudad natal, a la espera de que su padre reuniera el dinero suficiente para enviarlo a continuar sus estudios en Cartago.

Se dedica así a la diversión y a los placeres mundanos, deleitándose en las actividades prohibidas.

Una vez instalado en Cartago, continuó con sus hábitos alternando sus estudios con variadas diversiones y continuos amoríos; y a los 19 años llegó a compartir su vida con una joven, de quien no se tienen datos, con la cual tuvo su único hijo, llamado Adeodato.

En esa época descubre la filosofía a través de la lectura de “Hortensius” de Cicerón, que lo provoca a buscar la verdadera sabiduría, abandonando los planes familiares de convertirlo en abogado para conseguir algún cargo público.

San Agustín fue una personalidad compleja que durante gran parte de su vida fluctuó entre el ferviente deseo de encontrar a Dios y el cuestionamiento constante que lo obligaba a profundizar su propia fe.

Deseaba entender a Cristo desde la razón y se dedicó a investigar el Antiguo Testamento, lectura que lo decepcionó.

Su constante búsqueda y su cuestionamiento sobre la naturaleza del mal para explicarse su propia dualidad, lo llevó a entrar en la secta de los maníqueos, a la que perteneció durante nueve años.

Se trataba de seguidores del profeta Manes, que reunía creencias cristianas con otras doctrinas como la de Zoroastro de Persia y la de Buda en Asia.
Los maniqueos explicaban la creación en forma dualista y entendían al hombre como expresión del conflicto entre dos fuerzas antagónicas, el bien y el mal, creados respectivamente por la luz y las tinieblas.

Su encuentro con Fausto, un sabio maniqueo de gran prestigio no logró despejar sus dudas y lo desilusionó con respuestas vagas, y una visión más mágica que racional de la creación.

La segunda etapa de su vida se desarrolla en Italia donde se había dirigido con la intención de ejercer como profesor de retórica y esta influencia cultural le permitió dar un cambio radical a la orientación de su pensamiento.

La vida le arrebató a su hijo a temprana edad, a su mejor amigo y a su madre, aceptando con resignación los designios de Dios y convenciéndolo sobre el valor de la amistad como el sentimiento más profundo de amor entre los hombres.

Agustín leyó los textos neoplatónicos de Plotino, un escritor romano convertido al cristianismo y de esas lecturas extrajo la definición del mal como ausencia del bien y la idea de la existencia de un Dios bueno y espiritual y la confirmación de que al través del conocimiento se encuentra la felicidad de la sabiduría.

San Agustín tuvo la revelación de Dios por medio del verbo y la palabra, y sus conocimientos de retórica lo ayudaron a acercar a los hombres a Dios.

No llores si me amas,
Si conocieras el don de Dios y lo que es el Cielo!
Si pudieras oír el cántico de los ángeles y verme en medio de ellos!
Si pudieras ver desarrollarse ante tus ojos; 
los horizontes, los campos y los nuevos senderos que atravieso!
Si por un instante pudieras contemplar como yo,
la belleza ante la cual las bellezas palidecen!
Cómo!...
¿Tú me has visto, me has amado en el país de las sombras
y no te resignas a verme y amarme en el país de las inmutables realidades?
Créeme.
Cuando la muerte venga a romper las ligaduras
como ha roto las que a mí me encadenaban,
cuando llegue un día que Dios ha fijado y conoce,
y tu alma venga a este cielo en que te ha precedido la mía,
ese día volverás a verme,
sentirás que te sigo amando,
que te amé, y encontrarás mi corazón
con todas sus ternuras purificadas.
Volverás a verme en transfiguración, en éxtasis, feliz!
ya no esperando la muerte, sino avanzando contigo,
que te llevaré de la mano por senderos nuevos de Luz...y de Vida...
Enjuga tu llanto y no llores si me amas!



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