miércoles, 11 de agosto de 2010

Sueño profético de Don Bosco

«La Iglesia deberá pasar tiempos críticos y sufrir grandes daños, pero al final el Cielo mismo intervendrá para salvarla.» 

Las dos columnas.

El 30 de Mayo de 1862, Don Bosco cuenta un sueño profético a sus alumnos, que había tenido unos días antes: "Se preparan días difíciles para la Iglesia. Lo que hasta ahora ha sucedido es casi nada en comparación a lo que tiene que suceder. Los enemigos de la Iglesia intentan hundir la nave principal y aniquilarla si pudiesen. Sólo quedan dos medios para salvarse en medio de tanto desconcierto: devoción a María, frecuencia de Sacramentos, comunión frecuente, empleando todos los recursos para practicarlos nosotros, y para hacerlos practicar a los demás, siempre y en todo momento".


El 30 de mayo de 1862, por la noche, Don Bosco, sacerdote turinés fundador de la gran familia salesiana, les contó a sus jóvenes un relato, como ya les había prometido: «Os quiero contar un sueño... Es cierto que el que sueña no razona; con todo, yo, que os contaría a vosotros hasta mis pecados, si no temiese que salieseis huyendo asustados o que se cayese la casa, os lo voy a contar para vuestro bien espiritual. Este sueño lo tuve hace algunos días.»

«Figuraos que estáis conmigo sobre un escollo aislado, en el mar, desde el cual no ya no divisáis más tierra que la que tenéis debajo de los pies. En toda aquella superficie líquida se ve una multitud incontable de naves dispuestas en orden de batalla, cuyas proas terminan en un afilado espolón de hierro, a modo de lanza que hiere y traspasa todo aquello con lo que choca.» «Dichas naves están armadas de cañones, cargadas de fusiles y armas de diferentes clases; de material incendiario y también de libros. Y se dirigen contra otra embarcación majestuosa, mucho más grande y más alta, intentando clavarle el espolón, o incendiarla; o por lo menos hacerle el mayor daño posible.» «A esta majestuosa nave provista de todo, hacen escolta numerosas navecillas que reciben órdenes de ella, realizando las oportunas maniobras para defenderse de la flota enemiga. El viento le es adverso y la agitación del mar favorece a los enemigos. En medio de la inmensidad del mar se levantan sobre las olas dos gruesas columnas, muy altas, poco distante la una de la otra: Una coronada por la estatua de la Virgen Inmaculada, a cuyos pies se ve un amplio cartel con la inscripción: Auxilium Christianorum. Sobre la otra columna, que es mucho más alta y más gruesa, hay una Hostia de tamaño proporcionado al pedestal y debajo de ella otro cartel con estas palabras: Salus credentium.» «El comandante supremo de la nave mayor, que es el Romano Pontífice, al apreciar el furor de los enemigos y la situación apurada en que se encuentran sus leales, piensa en convocar a su alrededor a los pilotos de las naves subalternas para celebrar consejo y decidir la conducta a seguir. Todos los pilotos suben a la nave capitana y se congregan alrededor del Papa. Celebran consejo, pero al comprobar que el viento arrecia cada vez más y que la tempestad es cada vez más violenta, son enviados a tomar nuevamente el mando de sus naves respectivas. Restablecida por un momento la calma, el Papa reúne a los pilotos, mientras la nave capitana continúa su curso, pero la borrasca se torna nuevamente espantosa.» «El Pontífice empuña el timón y todos sus esfuerzos van encaminados a dirigir la nave hacia el espacio existente entre aquellas dos columnas, de cuya parte superior todo en redondo penden numerosas áncoras y gruesas argollas unidas a robustas cadenas. Las naves enemigas se disponen a asaltar la majestuosa nave, haciendo lo posible por detener su marcha, y por hundirla. Unas con escritos, otras con libros, o con materiales incendiarios, que intentan arrojar a bordo; otras con los cañones, con los fusiles, con los espolones: el combate se torna cada vez más encarnizado. Las proas enemigas chocan contra la majestuosa nave violentamente, pero sus esfuerzos y su ímpetu resultan inútiles. En vano reanudan el ataque y gastan energías y municiones: la gigantesca nave prosigue segura y serena su camino.» «Y aunque por los muchos ataques, muestra en sus flancos largas y profundas hendiduras (heridas), apenas producido el daño, sopla un viento suave desde las dos columnas, y las vías de agua se cierran y las brechas desaparecen. Los cañones de los asaltantes disparan, y al hacerlo revientan, se rompen los fusiles, lo mismo que las demás armas y espolones. Muchas naves se parten y se hunden en el mar.» «Entonces los enemigos, encendidos de furor, comienzan a luchar empleando el arma corta, las manos, los puños, las injurias, las blasfemias, maldiciones, y así continúa el combate. ... El Papa cae herido gravemente. Inmediatamente los que le acompañan acuden a ayudarle y le levantan. El Pontífice es herido una segunda vez, cae nuevamente y muere. Un grito de victoria y de alegría resuena entre los enemigos; sobre las cubiertas de sus naves reina un júbilo indecible. Pero apenas muerto el Pontífice, otro ocupa el puesto vacante. Los pilotos reunidos lo han elegido inmediatamente, de suerte que la noticia de la muerte del Papa llega con la de la elección de su sucesor.» Los enemigos comienzan a desanimarse. El nuevo Pontífice, superando todos los obstáculos, guía la nave hacia las dos columnas, y al llegar al espacio comprendido entre ambas, la amarra con una cadena que pende de la proa a un áncora de la columna que ostenta la Hostia. Con otra cadena, que pende de la popa, la sujeta de la parte opuesta a otra áncora colgada de la columna que sirve de pedestal a la Virgen Inmaculada. Entonces se produce una gran confusión. Todas las naves que habían luchado contra la embarcación capitaneada por el Papa se dan a la huida, se dispersan, chocan entre sí y se destruyen. Unas al hundirse procuran hundir a las demás. Otras navecillas que han combatido valerosamente a las órdenes del Papa, son las primeras en llegar a las columnas donde quedan amarradas. Otras naves, que por miedo al combate se habían retirado y que se encuentran muy distantes, continúan observando prudentemente los acontecimientos.» «Al desaparecer en los abismos del mar las naves destruidas, bogan aceleradamente hacia las dos columnas, llegando a las cuales se aseguran a los garfios pendientes de las mismas, y allí permanecen tranquilas y seguras en compañía de la nave capitana ocupada por el papa. En el mar reina una calma absoluta.»


Al llegar a este punto del relato, Don Bosco preguntó a Don Rua: — ¿Qué piensas de esta narración?

Don Rua contestó: "Me parece que la nave del Papa es la Iglesia de la que es Cabeza; las otras naves representan a los hombres, y el mar representa al mundo. Los que defienden a la embarcación del pontífice son los leales a la Santa Sede; los otros son sus enemigos, que con toda suerte de armas intentan aniquilarla. Las dos columnas salvadoras me parece que son la devoción a María Santísima, y al Santísimo Sacramento de la Eucaristía."

Don Rua no hizo referencia al Papa caído y muerto, y Don Bosco nada dijo tampoco. Don Bosco añadió solamente: «Has dicho bien. Las naves de los enemigos son las persecuciones: "Se preparan días difíciles para la Iglesia. Lo que hasta ahora ha sucedido es casi nada en comparación a lo que tiene que suceder. Los enemigos de la Iglesia intentan hundir la nave principal y aniquilarla si pudiesen. Sólo quedan dos medios para salvarse en medio de tanto desconcierto: Devoción a María, frecuencia de Sacramentos, comunión frecuente, empleando todos los recursos para practicarlos nosotros, y para hacerlos practicar a los demás, siempre y en todo momento. ¡Buenas noches!"»


Las conjeturas que hicieron los jóvenes fueron muchísimas, especialmente en lo referente al Papa. Consideraron este sueño como una visión profética. Pero Don Bosco no añadió nada más. Cuarenta y ocho años después -en 1907, el alumno canónigo Juan María Bourlot, recordaba perfectamente las palabras de Don Bosco.


 

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