viernes, 18 de febrero de 2011
LA ABEJA PESIMISTA
Si yo estuviese toda la vida convaleciente de una tifoidea, acabaría probablemente por convertirme en un gran filósofo.
Al calorcito de las mantas y de la salud que vuelve, lejos del colegio y del trantán de la existencia, con el apetito de comer, de ver y de vivir de un resucitado, pudiendo empalmar apaciblemente la larga meditación de ayer con la no interrumpida meditación de hoy, con la joven fantasía todavía no atiborrada de libros eruditos y pensamientos ajenos, en un polvoroso y somnoliento pueblo santafesino, yo hubiera acabado, si me hubiera dejado, por descubrir que yo pensaba, y, por lo tanto, existía.
¡Ay de mí! Me sané, fui al colegio, hice el bachillerato como cualquier nacido, aprendí tanto, o por lo menos tantas cosas, leí a Kant, y ahora no estoy muy seguro de que pienso, y ni siquiera de que existo, aunque eso ya me parece bastante probable.
Me quedaba largas horas solo, porque mi madre trabajaba y mis hermanos iban a la escuela; pero no me aburría. Miraba mi cuarto, la casa, la mesa, la cómoda, la ventana de enfrente y por ella los árboles y las flores, las nubes y el cielo. Miré tanto el mismo cuadro trivial y maravilloso que impresionó mi retina y adquirió cierta fijeza y cohesión íntima de sistema cósmico; de modo que una leve mutación en él me hacía reflexionar hondamente, como una curación de lupus a un médico de Lourdes. Si caía una hoja yo pensaba media hora, y si un jilguero cantaba empezaban a responder en mis adentros escondidas melodías.
Un día entró por una banderola abierta una abeja zumbando y se posó en una taza de té de mosqueta con miel. Bebió, se alzó pesadamente, dio una vuelta por la pieza -yo metí la cabeza bajo las sábanas- y se lanzó, como un chispazo de oro, a través de la rubia madeja de sol que se davanaba en abanico sobre el piso, a dar como un proyectil en el vidrio de la ventana. Cayó atontada, se alzó de nuevo, chocó, volvió a arremeter, chocó, volvió, chocó de nuevo una, dos, tres, diez, veinte veces y entonces se paró en el travesaño y se puso a pensar. Se puso a filosofar.
Yo estaba casi tan afligido y jadeante como ella, porque la había seguido simpáticamente en su tremenda aventura, primero curioso, después compasivo, por último ansioso, gritándole muy interesado: "Por arriba tonta".
Yo no podía levantarme y abrirle. ¡Pobre abeja! Es que también era enorme, terrible y espantoso. Póngase usted en el caso de la abeja. ¿No tengo yo un instinto de volar hacia la luz? ¿Puedo desobedecerlo? No puedo. ¿No está ahí la luz? Ahí esta evidentemente. Y sin embargo, cada vez que voy hacia ella, me da un golpe en la cabeza. ¿Cómo puede entenderse? ¡Oh Schopenhauer!
Hay que volar arriba, arriba, por donde entraste.
La abeja comenzó de nuevo la desgarradora y atontadora experiencia. Suspendiéndose un momento, hizo otra amplia circunferencia por el cuarto, enfrentó la luz de la ventana y el jardín y las flores y la natal colmena y sin vacilar, irresistiblemente, se abalanzó en perpendicular mortífera. ¡Las cabezadas que dio contra el muro transparente, con un zumbido sordo y triste que llegaba hasta mí como una queja conmovedora!
¡Oh jardín de allá afuera, oh luz, oh felicidad! Yo no puedo dejar de desearte, diría la pobre, y no puedo desearte. Si te busco, me hiero, y si no te busco, me muero. No puedo no quererte, no puedo no buscarte; y si quiero padezco, y si busco me despedazo. Entonces esta luz que me atrae y me mata es el Mal, o bien este instinto que me empuja a buscarla es maligno, malvado, mal intencionado. Por lo tanto el Mundo como voluntad y como Representación...
Abeja pesimista, un momento. ¿No será que estás buscando mal? ¿Porqué no buscas allá arriba?
¡Oh!, abeja desdichada, todo eso que estás diciendo es horrible, pero es lógico, espantosamente lógico, si no empieza por negar la banderola, la banderola de arriba por donde entra el aire del cielo. Si la niegas o la olvidas, todas esas flores son mentira, y esa luz exterior que las envuelve es una diabólica trampa para hacernos romper la cabeza, y el instinto que nos arrastra a ella hay que matarlo, hay que ahogarlo, hay que aniquilarlo porque es la fuente de todos nuestros cabezazos, de todas nuestras tristezas y todas nuestras tragedias.
Abejita, me estás enseñando la filosofía del ateísmo. La metafísica del ateísmo, si es lógico, es el amor a la nada y la voluptuosidad del aniquilamiento.
¡Oh, que grandes Padres de la Iglesia, a su pesar, han sido Leopardi, Budelaire, Shopenhuer y esa abejita! Baudelaire nos escribió con sangre podrida de sus entrañas la demostración geométrica de que el pecado es triste. Schopenhauer nos demostró con bilis que el ateísmo es deseperación. Esa abejita me está demostrando "la inmensa vaciedad de la vida" de Anatole France, "el absurdo monstruoso de la existencia" de Heine, "la Madrastra Naturaleza" de Musset, y que "no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo" de Rubén Darío.
Entra mi dulce madre con la taza de caldo y una pechuga frita en manteca.
¿Que estás leyendo?
-Nada. Estaba mirando esa abeja.
¿Que libro es ése?
-Es un libro triste. Dicen que la vida es para gozar, por la sencilla razón de que Dios no existe.
-Entonces es un libro malo...
-No mamá, es un libro falso. Es como si el libro dijese que los tres ángulos de un triángulo no son iguales a dos rectos.
-Hay que tirarlo por la ventana.
-Tómalo. Y cuando lo tires, por favor saca esa abejita que se está desesperando contra el vidrio.
Y la pobre abejita medio muerta sintió desaparecer de golpe el calabozo invisible y voló al jardín ameno, como Amado Nervo cuando el amigo misericordioso le abrió la banderola de la fe verdadera, después que se hubo toda la vida roto la cabeza contra los vidrios empañados de las falsas filosofías.
Padre Leonardo Castellani
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