Según unos, nació en Inglaterra (País de Gales); otros propugnan que vio la primera luz en Escocia, y que el pueblo natal lleva todavía su nombre: Kirpatrick. Lo cierto es que a sus dieciséis años unos piratas lo robaron y lo vendieron en Irlanda, de donde había de ser Apóstol más tarde, después de haber viajado por Francia, hecho estancia en el monasterio de Lerins, recibido la Ordenación sacerdotal y llegado a Roma, donde el Papa Celestino le confió la misión de evangelizar la Isla. El año de su nacimiento parece haber sido el 387 y el de su muerte el 465. — Fiesta 17 de marzo. Misa propia.
No hay Patrón Nacional que reciba un culto más ferviente y unánime por parte de sus protegidos que el glorioso San Patricio, Patrón de Irlanda. El día 17 de marzo, no hay irlandés en la metrópoli o en el extranjero, que no ostente sobre su vestido el legendario shamrock, el trébol simbólico que San Patricio convirtiera en imagen de la Divina Trinidad. He aquí un indicio de la veneración sentida por Irlanda a su Evangelizador. Y no obstante, Patricio no fue irlandés y no conoció la Verde Erín hasta pasada su cuando le llevaron allá unos piratas y fue durante seis años pastor de ovejas a las órdenes de un amo déspota, sacerdote de los ídolos.
De esos años nos cuenta él mismo que mientras vigilaba su ganado no pensaba en otra cosa que en Dios. Había sido educado muy cristianamente y formado en una piedad embelesadora. «La fe crecía dentro de mi alma —dice—, y el espíritu se levantaba, de suerte que de sol a sol yo decía más de cien oraciones y otras tantas durante la noche; cuando clareaba la aurora, ya estaba yo rezando en los bosques y en las montañas, sin que me lo impidiesen la nieve o la lluvia, porque el espíritu hervía entonces dentro de mí».
Un día dejó el rebaño y se alejó de los dominios de su dueño, después de serias reflexiones; andadas doscientas millas, ganó la playa donde encontró una nave que le condujo a su tierra. Tenía entonces más de veinte años. Cosa imposible describir la emoción de sus padres y la insistencia con que posteriormente, día tras día, quisieron persuadirle de no dejarles jamás.
Por las noches, la voz de la Irlanda, donde había estado tan largamente cautivo, le llamaba insistente. En sus sueños, creía ver a los hijos de los paganos irlandeses extendiendo hacia él sus brazos y diciéndole con acento angustioso: «Vuelve a nosotros, discípulo de Jesucristo; ven a traernos la salvación».
La vocación de Patricio para Irlanda se hacía así semejante a la de San Pablo para Macedonia. También el Apóstol de las gentes tuvo durante la noche una visión: se le presentó un macedonio haciéndole esta súplica: «Dirígete a Macedonia, ven a nuestro socorro».
Patricio se dispuso a volver a Irlanda, y ante todo preparóse intensamente para el desempeño de la misión a que Dios —según su convicción— le destinaba.
Entra en Francia, se somete a la dirección de San Germán de Auxerre, de quien sabía que estaba preocupado por la cristianización de la tierra irlandesa; aprende la vida monástica en Lerins ; recibe de manos de dicho esclarecido Prelado la Ordenación sacerdotal; llega hasta Roma, donde el Papa Celestino le confiere el encargo de llevar a Cristo a la que, siglos después, será llamada la «Isla de los Santos». Desembarca en ella, consagrado ya Obispo; durante el verano del año 433. Y he aquí que le tenemos, Por fin, en el campo de su apostolado.
Recorre todo el país; bautiza incansablemente («no podría contar yo a todos los que engendré en Cristo», escribe él mismo); a su paso crea un gran número de iglesias; brotan también a su paso los milagros... Como San Remigio en Reims a Clodoveo, así Patricio logra bautizar al rey Loeghoire y a las dos princesas: Ethnac la blanca y Fidelun la rubia. Desde entonces, las conversiones se multiplican y se suceden con rapidez. Se hace necesario organizar la Iglesia de Irlanda.
El gran Prelado se dirige nuevamente a Roma para «visitar a Pedro». Es Papa San León, que le recibe efusivamente y le da todos los poderes para que estructure la cristiandad insular que acaba de surgir en la extremidad del Occidente.
La Roma cristiana va a extender su autoridad espiritual sobre aquellas regiones en las que la Roma pagana no había podido implantar la suya. He aquí que el Santo funda parroquias, crea comunidades y escuelas, ordena sacerdotes. No le faltan tribulaciones y sufrimientos. Los sacerdotes idólatras no cesan de perseguirle; él mismo nos cuenta que más de diez veces le cogieron preso y le tuvieron encerrado en calabozos.
Se atenta, asimismo, repetidamente, contra su vida. Pero sale ileso de cuantos conatos se perpetran para eliminarle; algunas veces, por cierto, de modo visiblemente milagroso.
A su retorno de Roma, San Patricio estableció su sede en Armagh, que se convertirá en Iglesia metropolitana, por medio de la cual todas las cristiandades de la Isla se unirán a la Sede romana.
Nacida estaba la Irlanda católica, la que, bajo el hálito de su Fundador, llevará sus gloriosos apóstoles a la Galia, a Suiza, a Germania, a la América y a la Australia. Todo redundará en gloria del Apóstol de Erín. Dan testimonio de ello las iglesias dedicadas a San Patricio en el mundo. Se pueden contar casi un millar. Solamente en los Estados Unidos hay 461; y Australia ha colocado bajo su nombre la Catedral de Sidney. Pío XI podía escribir: «Si uno considera el enorme número de templos católicos que en todas partes están dedicados a San Patricio, y en los cuales, con el cuerpo sacratísimo de Cristo, se ha conservado y alimentado la fe católica, puede repetir acerca de los irlandeses aquello que se ha dicho de los primeros propagadores de nuestra fe: su voz ha resonado por toda la tierra». En el caso de la evangelización de Irlanda, nos hallamos ante un resultado prodigioso: han bastado treinta y dos años de la vida de un Santo para transformar a todo un pueblo.
De la vida de San Patricio, lo que pone en mayor relieve el Breviario litúrgico, lo que cuenta con más complacencia el primer biógrafo del Santo, es el espíritu de oración, de unión con Dios, las múltiples e incesantes prácticas piadosas con el fin de mantener con Él vivo contacto: uno se pierde en el cálculo sobre el número de sus oraciones, jaculatorias, genuflexiones, persignaciones y alabanzas a la Santísima Trinidad.
Creeríase leyenda todo ello, si no supiéramos que semejante método han usado otros santos y maestros del fervor, por ejemplo, ya muy cerca de nosotros, en estos últimos años, otro apóstol irlandés popularísimo, el P. William Doyle. Las cifras fabulosas de sus jaculatorias han planteado un verdadero problema psicológico a sus biógrafos. Pero, como ha escrito uno de ellos, se comprende tal método teniendo en cuenta que al multiplicar esas aspiraciones e invocaciones, no se proponía rellenar su vida de una inmensa serie de actos separados, sólo destinados a formar un total, sino más bien fundir las numerosas elevaciones del corazón en un himno no interrumpido al amor divino. Semejantemente, lo que hay que ver en el método de San Patricio —pequeñas actuaciones piadosas repetidas hasta un número inverosímil— es una aplicación a la unión con Dios, fuente de toda gracia; a una unión lo más continua posible, con el fin de alimentar la vida interior, fragua de todo apostolado.
Digamos algo, por fin, de la estrategia apostólica del Santo. Cuando San Gregorio el Grande envió a San Agustín y a sus monjes a la evangelización de Inglaterra, les dio, entre otras consignas, la de tener en cuenta las costumbres y tradiciones del país y de no destruir innecesariamente, sino cristianizar y santificar. Utilizad incluso los templos paganos —les decía— pues «cuanto más la nación vea que subsisten sus antiguos lugares de oración, estará mejor dispuesta a convertirse». Es decir, que juzgaba mala táctica la de suprimir aquello que sólo era necesario marcar con otro signo. Pues bien: un siglo antes, el Apóstol de Irlanda había seguido exactamente este elogiado procedimiento. Ésta fue, precisamente, la característica de su genio apostólico: adaptar al cristianismo, en cuanto era posible, los usos y formas de la religión druídica.
Las hogueras encendidas para honrar el solsticio de verano, las convirtió en homenaje al santo Precursor de Jesús (he aquí los fuegos de la noche de San Juan); del sol, que era sagrado para los celtas, hizo un símbolo de Jesucristo («Creemos en el verdadero Sol, Cristo, y lo adoramos»); los pilares de piedra diseminados por el campo, a los cuales daban los paganos una significación religiosa, los cristianizó coronándolos con una cruz; la visita a las viejas fuentes sagradas, no la prohibió San Patricio, pero las convirtió en baptisterios (para el bautismo por inmersión), y así continuóse llamándolas santas; al abrigo de las seculares encinas druídicas, llevó a los ascetas solitarios; y, adoptados el vestuario y cierta original tonsura que ostentaban los druidas, éstas fueron las características de los monjes católicos irlandeses.
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