Mas aparece otra actitud muy frecuente, singularmente en los jóvenes de ahora: atraídos por lo inmediato, hacia lo exterior, a lo cercano y visual, cambian continuamente sus intereses a lo superficial, lo atractivo y fácil, como es ese mundo de colores y sonidos gratos a los oídos y a la vista y vacíos de verdadero contenido.
Así tan de prisa, es difícil encontrar un espacio en medio de la prisa y el ruido, para entrar en el interior de sí mismo y llegar a una seria reflexión, a un verdadero encuentro consigo mismo; y encontrado, el yo desconocido entra en diálogo con el ser invisible más cercano, el verdadero amigo --si así se le puede llamar-- que es Dios.
Difícil, mas no imposible, es para el hombre adquirir el arte de orar.
Los doce apóstoles, sencillos hombres del campo, o seguros nada más en el arte de pescar, cuando miraban a su Maestro apartarse, ir a solas a entrar en diálogo con su Padre Celestial, sintieron deseos de hablarle ellos también a Dios, pero no sabían cómo y le pidieron: “Señor, enséñanos a orar”.
Y sin saberlo ellos, su petición ya era oración, era una súplica salida del corazón. Como oración breve, confiada y eficaz fue la de aquel ciego llamado Bartimeo, que importunó a muchos con sus gritos “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”. Cristo le mandó llamar y le preguntó: “¿Qué quieres? ¡Señor, que yo vea!”. Y el fruto de esa tan breve oración fue el milagro. Recuperada la vista, saltando de gozo, Bartimeo seguía después al Señor.
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