PIO XII Y LA FAMILIA CRISTIANA





PÍO XII Y LA FAMILIA CRISTIANA (Discursos del Papa a los recién casados ente los años 1939 y 1943) I LA PRIMERA AUDIENCIA A LOS RECIEN CASADOS 26 de Abril de 19391.


1. Vuestra presencia, amados hijos e hijas, llena de alegría nuestro Corazón; porque si siempre es bello y consolador este acudir de los hijos en derredor del padre, nos es particularmente grato ver- nos rodeados por estos grupos de recién casados que vienen a hacernos partícipes de su gozo y a recibir una palabra de bendición y de aliento. Y tenéis ciertamente que animaros, queridos esposos, pensando que el divino Autor del sa- cramento del matrimonio, Jesucristo Nuestro Señor, lo ha querido enriquecer con la abundancia de sus celestiales favores. El sacramento del matrimonio significa, como vosotros sabéis, la unión mís- tica de Jesucristo con su esposa la Iglesia (en la cual y de la cual deben nacer los hijos adoptivos de Dios, herederos legítimos de las promesas divinas). Y de modo que Jesucristo enriqueció sus bodas místicas con la Iglesia, con las perlas preciosísimas de la gracia divina, se complace en enriquecer el sacramento del matrimonio de dones inefables. Éstos son especialmente todas aquellas gracias necesarias y útiles a los esposos para conser- var, acrecentar y perfeccionar cada vez más su santo amor recíproco, para observar la debida fideli- dad conyugal, para educar sabiamente, con el ejemplo y con la vigilancia, a sus hijos y para llevar cristianamente las cargas que impone el nuevo estado de vida. Todas estas cosas las habéis ya comprendido, meditado y gustado vosotros: y si en este mo- mento os las recordamos es para participar también Nos en alguna manera de esta hora solemne de vuestra vida y para dar a la santa alegría que os anima una base cada vez mas segura y mas sólida. Que Dios, que es tan bueno, os conceda no enturbiar jamás la grandeza de vuestros sagrados deberes. Que sea prenda de favores divinos la bendición apostólica que os impartimos con efusión de corazón y que deseamos os acompañe en los días alegres y tristes de vuestra vida y quede siempre en vosotros como testimonio perenne de nuestra paternal benevolencia. II EL SANTIFICADOR DE LAS BODAS 3 de Mayo de 1939. (DR. 1, 89.) 2. Vuestra presencia, directísimos esposos, trae a nuestra memoria y a la vuestra aquel episodio tan delicado y al mismo tiempo tan portentoso que leemos en el Santo Evangelio, de las bodas de Caná de Galilea, y el primer milagro obrado por Jesucristo Nuestro Señor en aquella ocasión. Jesús, presente en un convite nupcial conjuntamente con su Santísima Madre y sus primeros discípulos: ciertamente que el Divino Maestro no se dignó aceptar sin profundas razones y con tanta benevo- lencia una invitación semejante. Allí daría la primera señal de su. omnipotencia para confirmar su divina misión y sostener la fe de sus primeros seguidores, y allí comenzaría a manifestarse la eficaz mediación de María ante Dios, en beneficio de los hombres. Pero Él, el buen Maestro, quiso justamente traer con su presencia una particular bendición a aquellos afortunadísimos esposos, y como santificar y consagrar aquella unión nupcial, de igual modo que al tiempo de la creación había bendecido el Señor a los progenitores del género humano, 1 DR. = Discorsi e radiomessaggi di Sua Santitá Pio XII. Milano. Società Editrice “Vita e Pensiero”. 2


En aquel día de las bodas de Caná, Cristo, abarcaba con su mirada divina a los hombres de todos los tiempos por venir y de modo particular a los hijos de su futura Iglesia, y bendecía sus bodas, y acu- mulaba aquellos tesoros de gracias que con el sacramento del matrimonio, instituído por Él, derra- maría con divina largueza sobre los esposos cristianos. Jesucristo ha bendecido y consagrado también vuestras bodas, amados esposos; pero la bendi- ción que habéis recibido ante el santo altar, queréis confirmarla y como ratificarla a los pies de su Vicario en la tierra, y por esa razón habéis venido a él. Nos os impartimos esa bendición con todo el corazón, y deseamos que quede siempre con vo- sotros y os acompañe a todas partes en el curso de vuestra vida. Y quedará con vosotros si hacéis que entre vuestros muros domésticos reine Jesucristo, su doctrina, sus ejemplos, sus preceptos, su espíritu: si María Santísima, a la que invocáis, veneráis y amáis, es la Reina, la Abogada, la Madre de la nueva familia que estáis llamados a fundar, y si bajo la benigna mirada de Jesús y de María vivís como esposos cristianos, dignos de tan gran nombre y de tan alta profesión. III LA REINA CELESTIAL 10 de Mayo de 1939. (DR. 1, 111.) 3. Saludamos cordialmente a los recién casados, que siempre vemos en gran número formando una corona en torno a Nos en estas audiencias públicas: el saludo es tanto más cordial cuanto que lo alegra la grata circunstancia de este mes de mayo que la piedad del pueblo cristiano ha querido con- sagrar particularmente al culto de la Virgen Santísima. Vosotros, amados hijos, llamados a constituir nuevas familias, queréis sin duda dar a éstas un carácter esencialmente cristiano y una sólida base de bienestar y de felicidad. Pues os garantizamos la consecución de todo esto en la devoción a María. Tantos títulos tiene María para ser considerada como lo patrona de las familias cristianas y tantos tienen éstas para esperar de ella una particular asistencia. María conoció las alegrías y las penas de la familia, los sucesos alegres y los tristes: la fatiga del trabajo diario, las incomodidades y las tristezas de la pobreza, el dolor de las separaciones. Pero también todos los goces inefables de la convivencia doméstica, que alegraban el más puro amor de un esposo castísimo y la sonrisa y las ternezas de un hijo que era al propio tiempo el Hijo de Dios. María Santísima participará por eso con su corazón misericordioso en las necesidades de vuestras familias, y traerá a. éstas el consuelo de que se sientan necesitadas en medio de los inevita- bles dolores de la vida presente: así como bajo su mirada materna les hará más puras y serenas las dulzuras del hogar doméstico. Todo más cuanto que la Santísima Virgen no se limita a conocer por experiencia propia las graves necesidades de las familias, sino que, como Madre de piedad y misericordia, quiere de hecho venir en ayuda de ellas. Felices y benditos de veras aquellos esposos que inician su nuevo estado con estos propósitos de filial y confiada devoción a la Madre de Dios, con el santo programa de establecer su nueva fa- milia sobre este indestructible cimiento de piedad, que lo penetrará todo para trasmitirse luego, co- mo preciosa herencia, a los hijos queridos que Dios les quiera conceder. 4. Pero no olvidéis, amadísimos hijos, que la devoción a la Virgen, para que pueda decirse ver- dadera y sólida y por lo tanto aportadora de preciosos frutos y gracias copiosas, debe estar vivifica- da por la imitación de la vida misma de Aquella a la que os gusta honrar. La Madre divina es también y sobre todo un perfectísimo modelo de virtudes domésticas, de aquellas virtudes que deben embellecer el estado de los cónyuges cristianos. En María tenéis el amor más puro y fiel hacia el castísimo esposo, amor hecho de sacrificios y delicadas atenciones: en Ella la entrega completa y continua a los cuidados de la familia y de la casa, de su esposo y sobre todo del querido Jesús: en Ella la humildad que se manifestaba en la amorosa sumisión a San José, 3
en la paciente resignación a las disposiciones ¡cuántas veces arduas y penosas! de la divina Provi- dencia, en la amabilidad y en la caridad con cuantos vivían cerca de la casita e Nazaret. ¡Esposos cristianos! Que vuestra devoción a María pueda constituir un manantial siempre vi- vo de favores celestes y de felicidad verdadera: favores y felicidad de los que queremos que sea prenda la paterna Bendición, que de corazón os impartimos. IV EL G0ZO INMUTABLE 17 de Mayo de 1939. (DR. 1, 127) 5. Siempre son gratas a nuestra mirada, y más gratas todavía a nuestro corazón, estas reuniones de recién casados que vienen al Padre común de las almas para recibir su bendición, que quiere ser – y es en realidad – signo y prenda de la de Dios. Pero nos resulta especialmente grata esta de hoy, en el día que precede a la fiesta de Nuestro Señor Jesucristo. Es la fiesta del gozo puro, de la esperanza serena, de los deseos santos:, de los que parece como un reflejo la solemnidad de vuestras bodas, queridos esposos, porque en el matrimonio cristiano que habéis celebrado ante el Santo Altar, todo parece suscitar y anunciar gozo, esperanza, deseos, propósitos. Para que estos sentimientos que han alegrado y alegran vuestros corazones, sean profundamente sinceros y durables, unidlos a los que os sugiere la gran festividad de mañana. Sea puro vuestro gozo, como el de los Apóstoles que se retiraron del monte de los olivos1, después de haber asistido a la Gloriosa Ascensión del Señor, “cum, gaudio magno”2 , con el corazón rebosante de alegría por gloria de Jesús que coronaba su vida terrena con esta triunfal entrada en el cielo: de alegría por su propia felicidad eterna que entreveían en el triunfo del divino Maestro. Sobre estos motivos, amadísimos hijos, debe fundarse vuestro gozo para ser verdadero y puro: y así como aquéllos no pueden jamás disminuir, tampoco vuestra alegría estará sujeta a las mutaciones de los goces efímeros que el mundo promete: “Pacem meam do vobis: non quomodo mundus dat, Ego vo vobis”3, había dicho Jesús. El gozo de aquel día se perpetúa y se dilata en los corazones de los fieles de Cristo, porque se sostiene en la más segura esperanza: “Yo voy al cielo a preparar el puesto para vosotros”4 , dijo el mismo Señor nuestro: y añadía: “Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre voso- tros”5. Promesas magníficas; la promesa del cielo y la promesa de la efusión de las gracias del Espí- ritu Santo. Todo esto debe animar vuestra fe, alimentar y robustecer vuestra esperanza, elevar vues- tros pensamientos y vuestros deseos. Ésta es la oración de la Iglesia en la Sagrada Liturgia. “Dios omnipotente nos conceda que, así como creemos que este día subió el Redentor al cielo, también nosotros vivamos en espíritu entre las cosas celestiales”, y también: “entre las vicisitudes mudables de la vida terrena, estén fijos nuestros corazones allí donde únicamente se encuentran los verdade- ros gozos: “inter mundanas varietates ibi nostra fixa sint corda, ubi vera sunt gaudia”6. Y Nos os bendecimos, queridos esposos, en nombre de aquel Jesús que bendijo a los Apósto- les y a los primeros discípulos mientras subía al cielo, “dum benediceret illis recessit ab eis et fere- batur in coelum”7. 1 Act. I, 12. 2 Luc. XXIV, 52. 3 Jn. XIV, 27. 4 Jn. XIV, 2. 5 Act. I, 8. 6 Dom. IV post Pascha. 7 Luc. XXIV, 51. 4
V FUNDADORES DE NUEVAS FAMILIAS 24 de Mayo de 1939. (DR. 1, 1317.) 6. Nos sentimos verdaderamente contentos y profundamente conmovidos al ver que habéis veni- do a Nos, queridos esposos, después que en. la bendición nupcial habéis santificado y consagrado vuestro afecto, y habéis depositado a los pies del altar la promesa de una vida cada vez más inten- samente cristiana. Porque de ahora en adelante debéis sentiros doblemente obligados a vivir como verdaderos cristianos: Dios quiere que los esposos sean cónyuges cristianos y padres cristianos. Hasta ayer habéis sido hijos de familia sujetos a los deberes propios de los hijos: pero desde el instante de vuestro matrimonio habéis venido a ser fundadores de nuevas familias: de tantas fami- lias cuantas son las parejas de esposos que Nos rodean. Nuevas familias destinadas a alimentar la sociedad civil con buenos ciudadanos, que procuren solícitamente a la sociedad misma aquella salvación y aquella seguridad de las que quizás nunca se ha sentido tan necesitada como ahora: destinadas igualmente a alimentar la Iglesia de Jesucristo, porque es de las nuevas familias de donde la Iglesia espera nuevos hijos de Dios, obedientes a sus santísimas leyes: destinadas, en fin, a preparar nuevos ciudadanos para la patria celeste, cuando termine esta vida temporal. Pero todos estos grandes bienes, que en el nuevo estado de vida estáis llamados a producir, solamente podréis prometéroslos sí vivís como esposos. y padres cristianos. Vivir cristianamente en el matrimonio significa cumplir con fidelidad, además de todos los deberes comunes a todo cristiano y a todo hijo de la Iglesia Católica, las obligaciones propias del estado conyugal. El Apóstol San Pablo, escribiendo a los primeros esposos cristianos de Efeso, po- nía de relieve sus mutuos deberes, y les exhortaba enérgicamente de este modo: “Esposas, estad sujetas a vuestros maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la esposa, como Cristo es cabeza de la Iglesia”1. “Esposos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y dió su vida por ella”2. “Y vosotros, oh padres”, continuaba el Apóstol, “no provoquéis a ira a vuestros hijos: antes educadlos en la disciplina y en las enseñanzas del Señor”3. Al recordaros, amados esposos, la observancia de estos deberes, os auguramos toda clase de bienes: y os impartimos aquella bendición que habéis venido a pedir al Vicario de Cristo, y que de- seamos descienda copiosa tanto sobre las familias de que procedéis cuanto sobre las nuevas a las que dais principio. VI VIRTUDES DOMESTICAS 31 de Mayo de 1939. (DR. 1, 143.) 7. Al dirigir, como de costumbre, nuestro paterno saludo en primer lugar a los recién casados, no podemos hoy menos de reclamar su atención sobre una especial circunstancias de esta audiencia pública, de la cual son ellos una parte tan importante. Está a punto de terminar el mes de María, que vosotros, amados hijos, siguiendo la piadosa tradición de todo el pueblo cristiano, habéis pasado rindiendo particulares y más devotos obsequios a la Santísima Virgen: mes en el que respondiendo con fervoroso anhelo a nuestro llamamiento, os habéis unido a Nos en la oración por la paz del mundo. 1 Ef. V, 22-23. 2 Ef. V, 25. 3 Ef. V, 4. 5
Es cierto que está para acabar el mes de María: pero no debe terminar en vuestros corazones, ni disminuir en vosotros la devoción, tan saludable y suave, hacia la Madre de Dios; puesto que de la constante fidelidad en practicarla es de donde sobre todo os podréis prometer los frutos más pre- ciosos de bendiciones y de gracias. Que quede ella por lo tanto en las manifestaciones públicas y en la vida privada, en el templo y entre las paredes domésticas. A María el tributo diario de vuestra veneración y de vuestras plega- rias, el homenaje de vuestra filial confianza y ternura para esta Madre de piedad y de misericordia. Pero no olvidéis, esposos cristianos, que la devoción a María, para que se pueda decir verda- dera y eficaz, debe estar vivificada por la imitación de las virtudes de aquella que queréis honrar. La madre de Jesús es, en efecto, un perfectísimo modelo de las virtudes domésticas, de aque- llas virtudes que deben embellecer el estado de los cónyuges cristianos. En María encontramos el afecto más puro, santo y fiel, hecho de sacrificio y de atenciones delicadas, a su santísimo esposo: en Ella la entrega completa y continua a los cuidados de la familia y de la casa: en Ella la perfecta fe y el amor hacia su hijo divino: en Ella la humildad que se manifestaba en la sumisión a José, en inalterable paciencia y serenidad, frente a las incomodidades de la pobreza y de trabajo, en la plena conformidad a las disposiciones, con frecuencia arduas y penosas, de la Divina Providencia, en la dulzura del trato y en la caridad hacia todos aquellos que vivían junto a los santos muros de la casita de Nazaret. He aquí, amados hijos, hasta qué punto debéis llevar vuestra devoción a María si queréis que ella constituya una fuente siempre viva de favores espirituales y temporales y de verdadera felici- dad: favores y felicidad que Nos pedimos para vosotros a la Santísima Virgen y de los cuales os damos una prenda en Nuestra paternal Bendición. VII EL ALIMENTO CELESTIAL 7 de Junio de 1939. (DR. 1, 167.) 8. Al proponernos invocar la abundancia de los bendiciones del cielo sobre los recién casados, nos sonríe el pensamiento de que, al menos para muchos de ellos – diríamos que para todos –, el rito nupcial habrá tenido su plenitud en la Comunión Eucarística, según la piadosa costumbre de las bodas cristianas: pero en todo caso, aprovechando la fausta coincidencia de la fiesta del Corpus Christi que mañana celebra la Iglesia, queremos indicaros, amados hijos, en la Santa Comunión un medio eficacísimo para conservar los benéficos frutos de la gracia recibida en el sacramento del matrimonio. Toda alma cristiana necesita la Eucaristía, según la palabra de Nuestro Señor Jesucris- to: “Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis la vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna”1. La Comunión eucarística tiene, por tanto, como efecto suyo, alimentar la unión santificante y vivificante del alma con Dios, mantener y fortificar la vida espiritual e interior, impedir que en el viaje y en el combate terreno venga a faltar a los fieles aquella vida que les ha sido comunicada en el Bautismo. 9. Con estos bienes tan preciosos quiere Jesucristo enriquecer a las almas en la sagrada comu- nión: y felices aquellos que, secundando sus amorosas intenciones, saben valerse de este medio tan eficaz de santificación y de salud. Pero de todos estos auxilios tienen particular necesidad los esposos y padres cristianos que, dándose cuenta de la grave responsabilidad que han echado sobre sí, se han propuesto corresponder a ella con seriedad. La familia necesita, como base suya, la íntima unió no sólo de los cuerpos sino sobre todo de las almas, unión hecha de amor y de paz mutua. Ahora bien, la Eucaristía es, según la bella expre- 1 Jn. VI, 54-55. 6
sión de San Agustín, signo de unión, vínculo de amor, “signum unitatis, vinculum caritatis”, y une por eso y como que suelda entre sí los corazones. Para sostener las cargas, las pruebas, los dolores comunes, a los que no puede sustraerse fami- lia alguna, por bien ordenada que esté, os es necesaria una energía diaria: la Comunión Eucarística es generadora de fuerza, de valor, de paciencia, y con la suave alegría que difunde e las almas bien dispuestas, hace sentir aquella serenidad que es el tesoro más precioso del hogar doméstico. Pensamos con gozo, amados hijos, que cuando volváis a vuestras ciudades, a vuestros países, a vuestras parroquias, daréis este bello y edificante espectáculo de acercaros con frecuencia a la Sagrada Mesa y volveréis de la Iglesia a vuestras casas llevando al hogar doméstico a Jesús y con Jesús toda clase de bienes. Vendrán luego los hijos, los pequeños que vosotros educaréis y formaréis en vuestra misma fe, en la fe y e el amor de la Eucaristía; y les acercaréis en edad temprana a la Comunión, persuadi- dos de que no existe medio mejor de salvaguardar la inocencia de vuestros niños: y les conduciréis con vosotros al altar para recibir a Jesús, y vuestro ejemplo será para ellos la lección más elocuente y persuasiva. Pensamos con gozo todo esto, y os lo auguramos, esposos cristianos: y para que este augurio sea una consoladora realidad, os damos como prenda de ella la bendición paterna que de corazón os impartimos. VIII EL REY DE LA FAMILIA 14 de Junio de 1939. (DR. 1, 175.) 10. A vosotros, recién casados, se dirigen como de costumbre nuestras primeras palabras y nues- tros primeros saludos, que queremos vayan acompañados como siempre por nuestra bendición, ya que es esto especialmente lo que esperáis de Nos y lo que habéis venido a demandar y recibir. Pero a las palabras de saludo y bendición nos es grato añadir una palabra de exhortación que nos sugieren las circunstancias de esta audiencia que precede en un día a la fiesta del Sagrado Cora- zón de Jesús. La devoción al Sacratísimo Corazón del Redentor del mundo, que en estos últimos tiempos se ha difundido tan admirablemente por toda la Iglesia en las mas elevadas y varias manifestaciones, ha sido establecida y querida por el. mismo Salvador divino, al solicitar y sugerir Él mismo los ob- sequios con que deseaba fuese honrado su Corazón adorable. 11. Jesús determinó el fin de esta querida devoción, cuando en la más célebre de las apariciones a Santa Margarita María Alacoque prorrumpió en aquellas doloridas palabras: “He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres y de tantos beneficios les ha colmado, que no ha rehusado nada hasta agotarse y consumarse por testimoniarles su amor: y en cambio no recibe de la mayor parte de ellos sino ingratitudes”. Amor y reparación: esto es lo que de modo especialísimo pide esta devoción; amor para co- rresponder al que tanto nos amó; reparación para resarcir los ultrajes inferidos a este amor infinito. 12. Y para incitar a los hombres a que acojan estos deseos suyos, Jesús se dignó confirmarlos con las más largas promesas. Entre éstas hay algunas que dicen especial relación a, las familias cristianas, y por tanto a los esposos, a los padres y a los hijos que mañana vendrán a alegrar vuestro hogar doméstico. “Yo traeré y conservaré la paz en sus familias. Bendeciré las casas en que la imagen de mi Corazón sea expuesta y honrada”. 13. De estas promesas puede decirse que tiene su origen aquella manifestación de culto familiar que se llama la Consagración de las familias al Sagrado Corazón de Jesús, y que en esta circunstan- cia queremos recomendaros a vosotros, esposos cristianos, que acabáis de iniciar nuevas familias al pie del altar de Dios. 7


Esta consagración significa una entrega completa al divino Corazón: es un reconocimiento de la soberanía de Nuestro Señor sobre la familia: expresa una confiada súplica para obtener sobre la propia casa sus bendiciones y el cumplimiento de sus promesas. Al consagrarse la familia al Divino Corazón, protesta querer vivir de la vida misma de Jesucristo, y hacer florecer las virtudes que Él enseñó y vivió. Él preside las reuniones, bendice las empresas, santifica los goces, alivia los afanes, conforta a los moribundos, infunde resignación a los que aquí quedan. Así, en vuestras familias consagradas a Él, Jesús será la regla soberana de vuestra conducta y el protector vigilante de vuestros intereses. Que pueda alcanzaros todo eso nuestra paterna Bendi- ción, que de corazón os impartimos. IX LA MISION EDUCADORA 21 de Junio de 1939. (DR. 1, 201.) 14. Con verdadera alegría notamos este número siempre considerable de recién casados, que vie- nen a los pies del Vicario de Cristo para pedir de él una bendición que les acompañe en el camino radiante que se abre ante sus esperanzas. Deseamos sinceramente y auguramos que estas bellas, alegres y santas esperanzas se hagan realidad en. un porvenir de felicidad verdadera y perfecta, no sólo para ellos, sino para los hijos que la Providencia les mande, ya que ellos no viven sólo para sí mismos, sino para los que de ellos han de nacer. Los esposos verdaderamente cristianos, viven, quieren vivir y sienten deber de vivir especialmente para el bien de sus hijos, sabiendo siempre que su bienestar personal dependerá finalmente de sus hijos. Ahora bien, queridos recién casados, la felicidad de vuestros hijos está, al menos en parte, en vuestras manos, pues está en relación estrecha con la educación que deis a vuestros hijos desde los albores de su vida, dentro de las paredes domésticas. 15. Precisamente hoy celebramos la fiesta de San Luis Gonzaga, gloria brillantísima de la juven- tud cristiana. No hay duda que la gracia de Dios previno y acompañó a esta alma privilegiada, con dones extraordinarios, desde los primeros años; pero no es menos cierto que Dios encontró una atenta, delicada e industriosa cooperadora en Doña Marta, la madre afortunadísima de nuestro amable San- to. ¡Tanto puede una madre que siente toda la sublimidad. de su misión educadora! Y para ayudaros en el cumplimiento de esta misión, Nos place poner de relieve a este angélico joven como modelo que debéis proponer a los hijos que el Señor os dé, y como Patrono a cuya tute- la confiéis estas queridas prendas de vuestro amor. Cierto que han cambiado los tiempos, han mu- dado las costumbres, han variado aspectos y métodos de educación; pero la verdadera y genuina figura de Luis Gonzaga, queda y quedará siempre como sublime modelo cuyos ejemplos y rasgos se adaptan a los jóvenes de todos los tiempos. Por eso Nuestro predecesor Pío XI, de venerable memoria1, confirmando cuanto ya habían decretado Benedicto XIII y León XIII, quiso nueva y so- lemnemente proclamar a Luis Gonzaga como Patrono celestial de toda la juventud cristiana. Y al convocar a esta electísima parte de la familia cristiana bajo la tutela y protección de aquél, la exhor- taba vivamente y le rogaba paternalmente que tuviese fijos sus ojos en este joven maravilloso, ejemplar de naturaleza y de gracia, que consagraba a la rápida conquista de una consumada santi- dad, vivacidad e ingenio, vigor de carácter, fuerza de voluntad, fervor de obras, generosidad de re- nuncia, hecho un verdadero ángel de pureza y un verdadero mártir de caridad. Id hoy, si os es posible, a la Iglesia de San Ignacio, aquí en Roma, y arrodillaos junto a la urna que encierra los sagrados huesos de San Luis, rogadle que quiera recibir desde ahora bajo su protec- ción a los hijos que esperáis de Dios. Nos os acompañaremos con el pensamiento y el corazón a aquella tumba venerada, ante la cual hemos orado personalmente tantas veces, especialmente cuando, siendo joven, frecuentábamos 1 Acta Apostólica Sedis, 1926, p. 258-267. 8
las aulas escolares del vecino Colegio Romano, testigo de la santa vida y de la preciosa muerte de Luis Gonzaga. Que Nuestra bendición sea auspicio de aquellas gracias que de corazón pedimos para vosotros, por la intercesión de este angélico santo, a quien se ha reservado en la Iglesia una perenne mi- sión en favor de la juventud. X EL PATROCINIO DE LOS, SANTOS APOSTOLES 28 de Junio de 1939. (DR. 1, 219.) 16. Si siempre venimos con íntimo gozo a vosotros, queridos recién casados, nos es particular- mente grata la audiencia de hoy, que asume una solemnidad e importancia especial por el hecho de coincidir felizmente con la vigilia de la festividad de los santos Apóstoles Pedro y Pablo: fiesta de Roma ante todo, de esta Roma que la inefable disposición de Dios quiso designar como sede del primer Papa y de sus sucesores. Pero fiesta también de toda la Iglesia, que esparcida por todas partes del mundo, conmemora el glorioso triunfo de aquel a quien Jesucristo nuestro Señor dijo las memorables palabras: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. Habéis venido para pedir y recibir la bendición Apostólica: bendición verdaderamente apostó- lica, porque os la imparte el sucesor, aunque indigno, de Pedro. Lo que Jesucristo dispuso, dura aún; y Pedro, perseverando en aquella solidez de piedra que le fué comunicada, no deja el timón de la Iglesia que una vez empuñó. Así ahora desempeña más poderosa y vigorosamente el cargo que se le confió, y ejercita todos los deberes de su oficio y de sus cometidos en Aquel y con Aquel por quien fué glorificado1. 17. De esta Bendición Apostólica esperáis vosotros favores y gracias celestes, protecciones y ayu- das sobre las nuevas familias que vais a fundar. Tened fe: el patrimonio y el ejemplo de Pedro y del Gran Doctor de las Gentes, San Pablo, serán valederos y eficaces para todos vosotros. San León Magno (como otros Padres de la Iglesia) llega a llamar a los dos santos Apóstoles, con estupenda imagen, los ojos del cuerpo místico cuya cabeza es Cristo2, ojos fúlgidos y esplen- dentes, ojos paternos y misericordiosos, ojos benignos y vigilantes, ojos que siguen nuestro camino espiritual, ojos que se vuelven hacia acá abajo para alentar y animar, y hacia arriba para interceder e implorar gracia a quien aún se fatiga en la tormenta peligrosa y dura de la vida. Vosotros, amadísimos recién casados, conservad esta fe, y transmitidla incorrupta a los hijos que la Divina Providencia quiera concederos: conservad y transmitid esta esperanza en la protec- ción de los Príncipes de los Apóstoles, y con ella la devoción y la adhesión inquebrantable, sea cualquiera su persona, al Vicario de Cristo, sucesor de San Pedro. Recibid, pues, nuestra paterna Bendición, que os impartimos con afecto, extendiéndola a to- das las personas y cosas queridas sobre las cuales deseáis que descienda largamente. XI LAS ENSEÑANZAS DE LA LITURGIA 5 de Julio de 1939. (DR. 1, 231.) 18. Siempre nos resultan gratas, queridos recién casados, estas vuestras bellas y numerosas reu- niones en torno Padre común, y tanto más si se reflexiona que en lo íntimo de vuestro ánimo, junto 1 S. Leonis Magni, Serm. III, cap. 3. Migne, P. L. t. 54, col. 146. 2 Serm. LXXXII, cap. 7. Migne, P. L. t. 54, col. 427. 9
al deseo de recibir la bendición del Vicario de Cristo, aflora el delicado pensamiento de hacernos partícipes de vuestro gozo y de vuestras fiestas nupciales. El matrimonio cristiano es un acontecimiento penetrado sin duda de santa alegría, cuando se ha contraído con las disposiciones requeridas, como es justo pensar que vosotros lo habéis hecho. Tales disposiciones, junto con los efectos preciosísimos propios de este sacramento, las en- contramos expresadas con elocuencia en las ceremonias con que la Iglesia lo ha como circundado, y éstas son lo que hoy Nos place recordar por unos instantes a vuestra memoria y a vuestra considera- ción, oh esposos cristianos, para que os parezca cada vez más elevada la dignidad y la santidad de este sacramento grande, del que habéis sido los ministros. 19. Tres son los momentos en los que mayor relieve tiene aquel conmovedor y expresivo rito sa- grado: el primero, el esencial, es el consentimiento mutuo que, manifestado por la palabra de los esposos y recibido por el sacerdote y por los testigos, viene a ser como confirmado y ratificado por la bendición y entrega del anillo, símbolo de entera e indefectible fidelidad. Todo esto se desarrolla con una solemnidad a la vez grandiosa y sencilla: los esposos se hallan arrodillados ante el altar del Señor: están en presencia de los hombres (testigos, parientes y amigos); en presencia de la Iglesia, representada por el sacerdote; en presencia de Dios que, rodea- do invisiblemente por los ángeles y santos, convalida y sanciona) los contratos solemnemente jura- dos. 20. Viene entonces la parte, por decirlo así, instructiva sobre el matrimonio cristiano: Pablo, el gran Doctor de las Gentes, se adelanta, y en la epístola de la misa nupcial recuerda con voz firme los deberes que los nuevos esposos han contraído mutuamente, y recuerda la naturaleza del Sacra- mento, símbolo de la unión mística de Cristo con la Iglesia. Después, el Apóstol cede reverente el puesto al Maestro, y Jesús mismo dice el Evangelio de la misa, la grande y definitiva palabra: “Quod Deus coniunxit, homo non separet”1. ¡Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre! 21. Mas para que el pensamiento de los grandes deberes y de las graves responsabilidades adqui- ridas no les oprima con su peso, ahora ruega la Iglesia por los nuevos esposos, implora gracias so- bre la nueva familia, recuerda los premios reservados, aun en la tierra, a los esposos verdaderamente cristianos. Y hay un detalle importante en la liturgia de esta santa misa: después del Pater Noster, el sa- cerdote se vuelve hacía los esposos, e invoca sobre ellos las bendiciones divinas en una oración que toca las fibras más íntimas del corazón y rebosa de los más conmovedores augurios. Sigue su curso la misa y se pide, con la liberación del mal, la paz, el bien más grande de la vi- da terrena. Y Nos, recogiendo esta oración, formulamos el mismo augurio a los nuevos esposos: paz, que significa real y cristiana felicidad. Que los días de vuestra vida se sucedan todos tan felices como el de la boda, alegrados con la sonrisa de los seres queridos, prendas de amor mutuo y de bendiciones celestes, que el Señor hará crecer como retoños de olivo en torno a vuestra mesa. Que si no todos los días transcurren tan alegres como los primeros, al menos se serenen con la confianza en Dios, que es el único consuelo verdadero para los males de aquí abajo. XII GARANTIA DE SANTIDAD 12 de Julio de 1939. (DR. 1, 245.) 22. Entre las filas de hijos queridos que se suceden con tanta frecuencia ante el Vicario de Cristo, notamos siempre con particular satisfacción las numerosas parejas de recién casados. Don inestima- blemente precioso son estas nuevas familias cristianas, que han comenzado a existir por razón y en virtud de un gran sacramento, instituído por Nuestro Señor Jesucristo para santificar las bodas, y con ésto la familia en su misma raíz y consiguientemente en sus brotes y en sus frutos. 1 Mt. XIX, 6. 10
Reflexionad, queridos recién casados, en lo que os enseña el mismo catecismo y Nos desea- mos recordaros en esta audiencia: que en la base de la familia cristiana está un sacramento. Lo cual quiere decir que no se trata de un simple contrato, de una simple ceremonia o de un aparato externo cualquiera para señalar una fecha importante de la vida: sino un verdadero y propio acto religioso de vida sobrenatural, del cual fluye como un derecho constante a impetrar todas aquellas gracias, todas aquellas ayudas divinas que son necesarias y oportunas para santificar la vida matrimonial, para cumplir los deberes del estado conyugal, para mantener los propósitos, para conseguir los más altos ideales1. 23. Por su parte, Dios se ha hecho fiador de todo esto, elevando el matrimonio cristiano a símbolo permanente de la unión indisoluble de Cristo y de la Iglesia, y por ello podíamos afirmar que la fa- milia cristiana, verdadera y, prácticamente cristiana, es garantía de santidad. Bajo este benéfico in- flujo sacramental, como bajo un rocío de la providencia, crecen los hijos a semejanza de los renue- vos de olivo en torno a la mesa doméstica2. Reinan allí el amor y el respeto mutuo, los hijos son esperados y recibidos como dones de Dios y como sagrados depósitos que hay que custodiar con temeroso cuidado: si entran allí el dolor y la prueba, no llevan la desesperación o la rebeldía, sino la confianza serena que, a la vez que atenúa el inevitable sufrimiento, hace de él un medio provi- dencial de purificación y de mérito. “Ecce sic benedicetur homo, qui timet Dominum”3 (Así será bendecido el hombre que teme al Señor). Estos frutos los podréis recoger sólo en la familia cristiana, porque con frecuencia, cuando la familia no es sagrada y vive alejada de Dios y privada por ello de la bendición divina, sin la que nada puede prosperar, flaquea por su misma base y está expuesta a caer, antes o después, en el des- moronamiento y en la ruina, como lo demuestra una continua y dolorosa experiencia. 24. Todas estas cosas ya las sabéis vosotros, amadísimos hijos, y por eso habéis venido a pedir y recibir la bendición del Vicario de Cristo: en esta bendición veis vosotros cómo se renueva y con- firma la que habéis sentido descender del cielo en el día de vuestras recientes bodas y de ella espe- ráis ulteriores energías y nuevos auxilios para dar a vuestras familias aquel carácter profundamente cristiano que es garantía de virtud y de santidad. Dirigiendo vuestro pensamiento a la casa que os vió nacer, a los rostros queridos que primero encontrasteis en vuestra niñez, y repasando desde entonces los años y las vicisitudes de la vida, sen- tís que todo lo bueno que encontráis en vosotros lo debéis en gran parte a un padre prudente, a una madre virtuosa, a una familia cristiana. De estos sentimientos de gratitud que experimentáis viva y sinceramente hacia el Señor y hacia aquellos padres que fueron fieles a su misión, nos place deducir el augurio de que así sean también vuestras nuevas familias, sobre las cuales imploramos con pater- no afecto las bendiciones celestiales. XIII LOS TESOROS DE LA ÍNTIMA UNION CON DIOS 19 de Julio de 1939. (DR. 1, 257.) 25. El augurio que se suele repetir a los recién casados, es siempre y en todas partes el mismo: augurio de felicidad. El quiere ser la expresión primera y entera de los sentimientos y de los deseos de los padres, de los parientes, de los amigos y de cuantos participan en su gozo Es también la súplica con que la Iglesia termina la misa por los esposos: “quos legitima socie- tate connectis, longaeva pace custodias”. Dios omnipotente, custodia, te suplicamos, con una paz de larga duración a aquellos que has unido con el vínculo legítimo. 1 Carta encíclica “Casti Connubii”, en Acta Apostólica Sedis”, 1930, p. 554-555. 2 Salmo CXXVII, 3. 3 Salmo CXXVII, 4. 11
Y es ese mismo el voto paterno que Nos hemos acostumbrado dirigir a los esposos que vienen a Roma para implorar la Bendición Apostólica; bendición que es prenda de los favores celestes, de paz y de felicidad para todos estos carísimos hijos. Al dirigirlo también hoy a vosotros, Nos place poner de relieve el alto significado de este au- gurio profundamente cristiano, preciosa herencia que nos dejó el Divino Maestro: “Pax Vobis”. 26. La paz, fuente de verdadera felicidad, no puede venir sino de Dios, no puede encontrarse sino en Dios: “Oh Señor, nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti”. Por eso la tranquilidad absoluta, la felicidad completa y perfecta no se tendrá sino en el cielo con la visión de la divina esencia. Pero también durante la vida terrena, la condición fundamental de la paz verdadera y de la sana alegría es la dependencia amorosa y filial de la voluntad de Dios: todo lo que debilita, lo que rompe, lo que quiebra esta conformidad y unión de voluntad, está en oposición con la paz: ante y sobre todo el pecado. El pecado es rotura y desunión, turbación y desorden, remordi- miento y temor, y los que resisten a la voluntad de Dios no tienen, no pueden tener la paz: “Quis restitit Ei et pacem habuit?1, mientras la paz es la feliz herencia de los que observan la ley de Dios: 'Pax, multa diligentibus legem tuam”2. 27. Sobre esta base sólidamente establecida, encuentran los esposos cristianos y los padres cristia- nos el principio generador de la felicidad y el sostén de la paz en la familia. En efecto, la familia cristiana, huyendo del egoísmo y de la búsqueda de las propias satisfacciones, está toda impregnada de amor y de caridad; y entonces, aunque lleguen a desaparecer los fugaces atractivos de los senti- dos, aunque caigan marchitas unas tras otras las flores de la belleza juvenil, aunque se desvanezcan los engañosos fantasmas de la imaginación, quedará siempre entre los esposos, entre los hijos y los padres, intacto el vínculo de los corazones; permanecerá inmutable el amor, el grande animador de toda la vida doméstica, y con él la felicidad y la paz. 28. Porque quien estima el rito sagrado de las bodas cristianas como una simple ceremonia exte- rior que hay que observar para seguir una costumbre, quien lleva a él un alma en desgracia de Dios, profanando así el sacramento de Cristo, seca el manantial de gracias sobrenaturales que en el desig- nio admirable de la providencia están destinadas a fecundar el jardín de la familia y a hacer ger- minar en él juntamente las flores de la virtud y los frutos de la verdadera paz y del gozo más puro. Familias inauguradas en culpa, a la primera tormenta darán consigo en los escollos, o bien an- darán como nave abandonada a merced de las olas, a la deriva de doctrinas que, en la llamada liber- tad o licencia, preparan la más dura esclavitud. Los profanadores de la familia no tendrán paz; sólo la familia cristiana concorde con la ley del Creador y del Redentor, ayudada por la gracia, es garantía de paz. He aquí, queridísimos recién casados, la significación del augurio paterno que nos brota férvido y sincero del corazón: paz con Dios en la dependencia de su voluntad, paz con los hombres en el amor con la verdad, paz consigo mismo en la victoria de las pasiones: triple paz, que es la única felicidad verdadera de la que es posible gozar, durante la peregrinación terrena. Que sea auspicio de tanto bien la bendición paterna que de todo corazón os impartimos. XIV SAGRADA ALIANZA 8 de Noviembre de 1939. (DR. 1, 365.) 29. Con particular benevolencia os saludamos en primer a vosotros, queridos recién casados, a quienes un pensamiento de f e ha conducido ante Nos, para recibir nuestra bendición, en un momen- to tan importante para vosotros por las obligaciones adquiridas y por las gracias que se os han con- cedido. 1 Job IX, 4. 2 Salmo CXVIII, 165. 12
Porque el matrimonio impone nuevos deberes. Hasta ahora muchos de vosotros habíais vivido bajo el techo paterno, sin responsabilidad propia, limitándoos a ayudar, según la edad y las fuerzas, a un padre y a una madre queridísimos, que os aseguraban un puesto en el hogar y en la mesa doméstica. Pero ahora habéis fundado una nueva familia, de la que seréis responsables ante Dios y ante los hombres. 30. Haced que desde el primer día vuestra casa sea y aparezca cristiana. Que el Sagrado Corazón de Jesús sea el Rey de ella; que la imagen del Salvador crucificado, y el de la dulcísima Virgen María, tengan allí el puesto de honor. Y esto no sólo para hacer manifiesto a los ojos de todos que en vuestra morada se sirve a Dios y que los visitantes y amigos deben, como vosotros mismos, deste- rrar de ella todo lo que pueda violar su santa ley: conversaciones deshonestas, palabras mentirosas, cóleras o debilidades culpables; sino también para recordaros que Jesús y María son los más cons- tantes y amadísimos testigos y como asociados a los sucesos de vuestra familia: júbilos, que os au- guramos numerosos; dolores y pruebas, que nunca podrán faltar. Porque también vosotros tendréis, como tienen todos en este mundo, vuestras horas de tristeza. Acaso ahora vivís en un dulce sueño; ¿pero que sueno resiste a la realidad de cada día? 31. Contra las inevitables desiluciones y contra las dificultades inherentes a la vida conyugal, os inmunizará, sin embargo, la gracia del sacramento. En toda circunstancia, alegre o triste, de vuestra vida, sostened siempre con firmeza la grande finalidad del matrimonio cristiano. El matrimonio no es para vosotros, cristianos, una alianza puramente natural, un pacto meramente humano; es un contrato en el cual Dios tiene su puesto, y sólo el puesto que le convenga, que es precisamente el primero. Os habéis unido ante su altar, no sólo para aligeraros mutuamente el peso de la vida, sino también para colaborar con el mismo Dios en la continuación de su obra creadora, conservadora y redentora. Dios, al recibir y bendecir vuestras promesas, os ha conferido al mismo tiempo una gra- cia especial que os haga cada vez más fácil el cumplimiento de los nuevos y particulares deberes. Con estos sentimientos y con estos augurios os impartimos de corazón, como prenda de más abundantes favores celestes, Nuestra Paterna Bendición Apostólica. XV TODA CASA ES UN TEMPLO 15 de Noviembre de 1939. (DR. 1, 399.) 32. Habéis venido a Roma, queridos recién casados, precisamente en la semana en que la Iglesia conmemora la dedicación de las basílicas de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, que sin duda habéis visitado ya o que no dejaréis de visitar. El término “basílica” significa originariamente “la casa del rey”, y la dedicación es el rito solemne con el que un templo se consagra a Dios, Rey y Señor Supremo, para hacer de él su morada, adscribiéndolo a especiales misterios o santos, en cuya memoria u honor ha sido edificado. Cierto es, que las maravillosas basílicas no son con todo ello dignas de acoger al Rey de re- yes. Sin embargo, bien lo sabéis, Él no se desdeña de vivir acaso en pobres capillas, en miserables chozas de las misiones. Pensad en tan grande dignación y en tanto amor, vosotros que habéis venido a recibir del Vicario de Cristo una bendición especial para vosotros mismos y para el nuevo hogar doméstico. Recordad lo que desde la infancia decía a vuestro corazón esta palabra: ¡la casa! Allí estaba todo vuestro amor, concentrado en un padre, en una madre, en los hermanos, en las hermanas. Uno de los más grandes sacrificios que Dios pide a un alma, cuando la llama a un estado superior de perfección, es el de dejar la casa: “Escucha, oh hijo... olvida la casa de tu padre”1. “El que hubiere abandonado su casa... por amor de mi nombre... tendrá la vida eterna”2. 1 Salmo LIV, 10. 2 Mt. XIX, 29. 13
Ahora bien, también a vosotros, que camináis por la vida ordinaria de los mandamientos, un amor nuevo e imperioso os hizo un día sentir su llamada: deja – os dijo a cada uno de vosotros – la casa de tu padre, porque tú debes fundar otra que será la “tuya”. Y desde entonces, vuestro ardiente deseo ha sido encontrar, establecer lo que para vosotros será “la casa”. 33. Porque, como dice la Sagrada Escritura, “la suma de la vida humana es... el pan, el vestido y la casa”1. No tener casa, estar sin techo y sin hogar, como sin embargo están no pocos infelices, ¿no es acaso símbolo de. la máxima angustia y miseria? Sin embargo, vosotros recordáis ciertamente que Jesús, nuestro Salvador, si conoció las dulzuras de la casa familiar bajo el humilde techo de Nazareth, quiso después, durante su vida apostólica, ser como un hombre sin casa: “Las raposas, decía Él, tienen sus madrigueras, y los pájaros del aire sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde posar la cabeza”2. Considerando este ejemplo del Divino Redentor, vosotros aceptaréis más fácilmente las con- diciones de vuestra nueva vida, aunque ellas no correspondieran por ahora en todos los detalles a lo que vosotros habéis soñado. En todo caso, poned cuidado exquisito, especialmente vosotras, jóvenes esposas, en hacer amable, íntima, la morada propia; en hacer reinar en ella la paz, en la armonía de dos corazones lealmente fieles a sus promesas, y después, si Dios quiere, en una alegre y gloriosa corona de hijos. Ya hace mucho tiempo que Salomón, desengañado y convencido de la vanidad de las riquezas te- rrenas, había dicho: “Más vale un mendrugo de pan seco con paz, que una casa llena de carne, con discordia”3. Pero no olvidéis que todos los esfuerzos serán vanos y que no encontraréis la felicidad de vuestro hogar, si Dios no edifica la casa con vosotros, para vivir allí con su gracia. También voso- tros debéis hacer, por decirlo así, la dedicación de esta “basílica”, esto es, debéis consagrar a Dios, bajo la invocación de la Virgen Santísima, y de vuestros santos patronos, vuestro pequeño templo familiar, donde el mutuo amor debe ser el rey pacífico, en la observancia fiel de los preceptos divi- nos. Con tal augurio de verdadera y cristiana felicidad, y como prenda de los favores celestes, Os impartimos de todo corazón, queridos recién casados, nuestra paterna Bendición Apostólica. XVI ARMONIA DE LAS ALMAS 22 de Noviembre de 1939. (DR. I, 39a.) 34. Mientras canta en vuestros corazones el himno eterno y siempre nuevo del amor cristiano, la Iglesia celebra hoy la fiesta de una joven romana, Santa Cecilia, tradicional patrona de la música. Es para Nos una ocasión oportuna de deciros algunas palabras sobre la importancia de una concorde y constante armonía entre esposo y esposa. Acaso pensaréis que es inútil recomendaros armonía en estos días en que el acuerdo perfecto de vuestros corazones ignora todavía las disonancias. ¿Pero no sabéis que con el uso hasta el mejor instrumento musical se desafina pronto y es preciso afinarlo con frecuencia con el diapasón? Así sucede también a la voluntad humana, cuyas buenas intenciones están sujetas al decaimiento. . La primera condición de la armonía entre los esposos, y de la consiguiente paz doméstica, es una constante buena voluntad por ambas partes. Porque la experiencia cotidiana enseña que en las disensiones humanas, como dice nuestro gran Manzoni, “la razón y la sinrazón no se dividen con un corte tan neto que las partes tengan solamente de la una o solamente de la otra”. Y la Sagrada Escri- tura, si bien es cierto que compara a la mujer mala a un yugo de bueyes mal sujeto4, que al moverse 1 Eccli. XXIX, 28. 2 Mt. VIII, 20. 3 Prov. XVII, 1. 4 Eccli. XXVI, 10. 14
estorba el trabajo de aquéllos, y asemeja a la mujer litigiosa al tejado que deja pasar las goteras en la estación del frío1, nota también que el hombre iracundo enciende las riñas2. Mirad en torno vuestro y aprenderéis del ejemplo de los demás, que las discordias conyugales nacen con la mayor frecuen- cia de la falta de recíproca confianza, de condescendencia y de perdón. 35. Así aprenderéis la dulzura del acuerdo entre los esposos. “En tres cosas, dicen los Libros San- tos, se complace mi alma, que agradan a Dios y a los hombres: la concordia de los hermanos, el amor de los prójimos y un marido y una mujer bien unidos entre sí Eccli. XXV, 1.. Vosotros, que- ridos esposos, defenderéis esta preciosa armonía con todo cuidado contra los peligros externos e internos de discordia; sobre todo contra dos: las desconfianzas, demasiado prontas en nacer, y los resentimientos, demasiado lentos en morir. En el exterior, la malignidad quisquillosa de terceras personas, madre de la calumnia, introdu- ce acaso en la pacífica armonía conyugal, la nota turbadora de la sospecha. Escuchad de nuevo la advertencia de la Sagrada Escritura: “la lengua de un tercero echó fuera de casa a mujeres de ánimo viril, y les privó del fruto de sus fatigas. El que le dé oído no estará nunca tranquilo”3. ¿No es cierto también que la falsa vibración de un solo instrumento basta a destruir toda la armonía de una músi- ca? 36. Pero las breves disonancias, que en una ejecución musical ofenden o por lo menos sorprenden el oído, vienen a resultar un elemento de belleza cuando con una hábil modulación se resuelven en el acorde esperado. Así debe suceder en los enfados y disgustos pasajeros, que la debilidad humana hace siempre posibles entre los esposos. Hace falta resolver con prontitud esas disonancias, es pre- ciso hacer resonar las modulaciones benévolas de almas prontas al perdón, y así volver a encontrar el acorde, por un instante comprometido, en aquella tonalidad de paz y de amor cristiano que hoy encanta vuestros corazones jóvenes. El gran Apóstol San Pablo os dirá el secreto de esta armonía conservada, o al menos renovada cada día en vuestro hogar doméstico: “Si experimentáis movimientos de ira, advierte, no cedáis a sus sugestiones; que no se ponga el sol sobre vuestra ira”4. Cuando las primeras sombras de la no- che os invitan a la reflexión y a la plegaria, arrodillaos el uno junto al otro ante el Crucifijo que ve- lará en la noche vuestro sueño. Y juntos, con sinceridad de corazón, repetid: Padre Nuestro que es- tás en los cielos... perdónanos... como nosotros perdonamos... Entonces las falsas notas del mal humor callarán, las disonancias se resolverán en una perfecta armonía, y vuestras almas recomenza- rán unidas su cántico de reconocimiento hacia Dios que os ha entregado el uno al otro. XVII LA CASTIDAD CONYUGAL 6 de Diciembre de 1939. (DR. 1, 411.) 37. Unidos recientemente por sagradas promesas, a las que corresponden nuevos deberes, habéis venido, queridos recién casados, junto al Padre común de los fieles, para recibir sus exhortaciones y su bendición. Y queremos hoy dirigir vuestras miradas y hacia la dulcísima Virgen María, cuya fiesta de la Inmaculada Concepción celebrará pasado mañana la Iglesia; título suavísimo, preludio de todas sus otras glorias, y privilegio único, hasta el punto de que parece como identificado con su misma persona: “Yo soy, dijo ella a Santa Bernardita en la Gruta de Massabielle, yo soy la Inmacu- lada Concepción”. ¡Un alma inmaculada! ¿Quién de vosotros, al menos en sus mejores momentos, no ha deseado serlo? ¿Quién no ama lo que es puro y sin mancha? ¿Quién no admira la blancura de los lirios que 1 Prov. XXVII, 15. 2 Eccli. XXVIII, 11. 3 Eccli. XXVIII, 19-20. 4 Ef. IV, 26. 15
se miran en el Cristal de un límpido lago, y las cimas nevadas que reflejan el azul del firmamento? ¿Quién no envidia el alma cándida de una Inés, de un Luis Gonzaga, de una Teresa del Niño Jesús? El hombre y la mujer eran inmaculados cuando salieron de las manos creadoras de Dios. Manchados después por el pecado, debieron comenzar, con el sacrificio expiatorio de víctimas sin marcha, la obra de la purificación, que sólo hizo eficazmente redentora la “sangre preciosa de Cris- to, como de cordero inmaculado e incontaminado”1. Y Jesucristo, para continuar su obra, quiso que la Iglesia, su esposa mística, fuese “sin mancha ni arruga... sino santa e inmaculada”2. Ahora bien, queridos recién casados, tal es el modelo que el gran Apóstol San Pablo os propone: “Oh hombres, advierte él, amad a vuestras mujeres, como también Cristo amaba a la Iglesia”3, porque lo que hace grande al sacramento del matrimonio, es su relación a la unión de Cristo y de la Iglesia”4. 38. Acaso pensaréis que la idea de una pureza sin mancha se aplica exclusivamente a la virgini- dad, ideal sublime al que Dios no llama a todos los cristianos, sino sólo a las almas elegidas. Estas almas las conocéis vosotros, pero aun mirándolas, no habéis creído que esa fuese vuestra vocación. Sin tender al extremo de la renuncia total a los gozos terrestres, vosotros, siguiendo la vía ordinaria de los mandamientos, tenéis el legítimo anhelo de veros circundados por una gloriosa corona de hijos, fruto de vuestra unión. Pero también el estado matrimonial querido por Dios para el común de los hombres, puede y debe tener su pureza sin mancha. Es inmaculado ante Dios todo el que cumple con fidelidad y sin negligencia las obligaciones del propio estado. Dios no llama a todos sus hijos al estado de perfección, pero les invita a todos ellos a la perfección en su estado: “Sed perfectos, decía Jesús, como es perfecto vuestro Padre Ce- lestial”5. Los deberes de la castidad conyugal, ya los conocéis. Exigen una valentía real, a veces heroica, y una confianza filial en la providencia; pero la gracia del sacramento se os ha dado preci- samente para hacer frente a estos deberes. No os dejéis, por lo tanto, desviar, por pretextos dema- siado en boga y por ejemplos por desgracia demasiado frecuentes. 39. Escuchad más bien los consejos del ángel Rafael al joven Tobías, que dudaba de tomar por mujer a la virtuosa Sara: “Escúchame, y yo te enseñaré quiénes son. aquellos sobre los que el de- monio tiene poder: son aquellos que abrazan el matrimonio arrojando a Dios de sí y de sus corazo- nes”6. Y Tobías, iluminado por esta angélica exhortación, dijo a su joven esposa: “Nosotros somos hijos de santos, y no podemos unirnos como los gentiles que no conocen a Dios”7 . No olvidéis nun- ca que el amor cristiano tiene un fin mucho más elevado que el que puede constituir una fugaz satis- facción. Escuchad, en fin, la voz de vuestra conciencia, que os repite interiormente la orden dada por Dios a la primera pareja humana: “creced y multiplicaos?8. Entonces, según la expresión de San Pablo, “el matrimonio será en todo honrado, y el tálamo sin mancha”9. Pedid esta gracia especial a la Virgen Santísima, en el día de su próxima fiesta. Tanto más cuanto que María fué inmaculada desde su concepción para venir a ser dignamente Madre del Salvador. Por eso la Iglesia ora así en su liturgia, donde resuena el eco de sus dogmas: “Oh Dios, que por la Inmaculada concepción de la Virgen preparaste a tu Hijo una morada digna de Él...”10. Esta Virgen inmaculada, que llegó a ser madre por otro único y divino privilegio, puede, por lo tanto, comprender vuestros deseos de pureza interna y vuestra aspiración a los gozos de la familia. Cuanto vuestra unión sea más santa y apartada del pecado, tanto más os bendecirá Dios y 1 I Pet. I, 19. 2 Ef. V, 27. 3 Ef. V, 25. 4 Ef. III, 32. 5 Mt. V, 48. 6 Tob. VI, 16-17. 7 Tob. VIII, 5. 8 Gen. I, 22. 9 Hebr. XIII, 4. 10 Orat. In festo Immac. Conc. B. M. V. 16
su purísima Madre, hasta el día en que la Bondad suprema una para siempre en el cielo a aquellos que se han amado cristianamente en este mundo. Con tal augurio, y como prenda de los más abundantes favores divinos, os impartimos de co- razón, queridos recién casados, así como a todos los otros fieles aquí presentes, la bendición apostó- lica. XVIII JUNTO A LA CUNA DEL REY DIVINO 3 de Enero de 1940. (DR. 1, 463.) 40. Si hay, en medio de las tristezas de la tierra, un grupo de seres que pueden mirar con sereni- dad el porvenir, parece que podéis ser vosotros, recientemente unidos con los vínculos del matrimo- nio cristiano, y resueltos a llenar lealmente, con los auxilios divinos que el sacramento os confiere, las obligaciones que éste os impone. En los días que acaban de transcurrir, habéis realizado uno de vuestros más dulces sueños. Os resta un anhelo que conseguir para el año que ahora comienza: que vuestra unión, bendecida ya invisiblemente por Dios con la gracia sacramental, reciba la bendición visible de la fecundidad. Ahora bien, he aquí que la Iglesia propone en este tiempo de Navidad a vuestra consideración a una mujer y un hombre inclinados tiernamente hacia un niño recién nacido. Meditando el misterio de Navidad, contemplad pues, la actitud de María y José; tratad, sobre todo, de penetrar en sus co- razones y participar de sus sentimientos. Y entonces, no obstante la diferencia infinita entre la Na- tividad de Jesús, Verbo encarnado, Hijo de la Virgen purísima, y el nacimiento humano del pequeño ser a quien vais a dar la vida, podréis tomar con confianza para modelos vuestros, a estos esposos ideales: María y José. 41. Mirad la cueva de Belén. ¿Es acaso una morada que llegue a convenir a unos modestos artesa- nos? ¿Qué significan estos animales, qué dicen estas alforjas de viaje, por qué esta absoluta pobre- za? ¿Es esto lo que María y José habían soñado para el nacimiento del niño Jesús, en la íntima dul- zura de su casita de Nazaret? Tal vez José, desde hacía ya varios meses, sirviéndose de algunos trozos de madera del país, había aserrado, cepillado, pulido y adornado una cuna, coronada por un racimo de uvas entrelazadas. Y María – bien podemos pensarlo –, iniciada desde su infancia en el templo en las labores femeninas, había cortado, festoneado y bordado con algún gracioso dibujo, como toda mujer a quien anima la esperanza de una próxima maternidad, los pañales para el desea- do de las gentes. Y, sin embargo, ahora no están en su casita, ni junto a sus amigos, ni siquiera en una posada ordinaria; ¡están en un establo! Para obedecer al edicto de Augusto, habían hecho en pleno invierno un penoso viaje, aun sabiendo que el niño tan esperado estaba para venir al mundo. Y sabían bien que este niño, fruto virginal de la obra del Espíritu Santo, pertenecía a Dios antes que a ellos. Jesús mismo, doce años más tarde, debía recordárselo: los intereses del Padre celestial, Señor soberano de los hombres y de las cosas, debían anteponerse a los pensamientos de amor, por muy puros y ar- dientes que fueran, de María y de José. He aquí por que aquella noche, en una mísera y húmeda cueva, adoran éstos, arrodillados, al divino recién nacido recostado en un duro pesebre, “positum in praesepio”, en lugar de estar en la graciosa cuna, envuelto en pañales groseros, “pannis involutum”, en lugar de las finas fajas. 42. También vosotros, queridos recién casados, habéis tenido, tenéis o tendréis dulces sueños so- bre el porvenir de vuestros hijos. ¡Tristes de aquellos padres que no los tengan! Pero evitad que vuestros sueños sean exclusiva mente terrenos y humanos. Ante el Rey de los Cielos, que temblaba sobre las pajas, y cuyo lenguaje, como el de todo hombre que viene a este mundo, era todavía el llanto: “et primam vocem similem omnibus emisi plorans”1, María y José, vieron – con una luz interior que aclaraba las apariencias de la realidad material – que el niño más bendecido por Dios no 1 Sap. VII, 3. 17



es necesariamente el que nace en la riqueza y en el bienestar; comprendieron que los pensamientos de los hombres no están siempre conformes con los de Dios; sintieron profundamente que todo lo que acaece sobre la tierra, ayer, hoy y mañana, no es un efecto de la casualidad o de una buena o mala suerte, sino el resultado de una larga y misteriosa concatenación de sucesos, dispuesta o per- mitida por la providencia del Padre celestial. 43. Queridos recién casados, procurad. sacar provecho de esta sublime lección. Postrados ante la cuna del Niño Jesús, como lo hacíais tan inocentemente en vuestra niñez, rogadle que infunda en vosotros los grandes pensamientos sobrenaturales que llenaban en Belén el corazón de su padre adoptivo y de su madre Virgen. En los queridos pequeñuelos que vendrán, según esperamos, a ale- grar vuestro hogar joven, antes de venir a ser el orgullo de vuestra edad madura y el sostén de vues- tra vejez, no veáis solamente los miembros delicados, la sonrisa graciosa, los ojos en que se reflejan los rasgos de vuestro rostro y hasta los sentimientos de vuestro corazón, sino sobre todo y ante todo el alma, creada por Dios, precioso depósito confiado a vosotros por la bondad divina. Educando a vuestros hijos para una vida profundamente y animosamente cristiana, les daréis y os daréis a voso- tros mismos la mejor garantía de una existencia feliz en este mundo y de una reunión dichosa en el otro. XIX DONES NUPCIALES 10 de Enero de 1940. (DR. 1, 475.) 44. La Iglesia, durante la octava solemne de la Epifanía repite en su liturgia las palabras de los Magos: “Hemos visto en Oriente la estrella del Señor y hemos venido con dones a adorarlo”1. Tam- bién vosotros, queridos recién casados, cuando os prometíais ante Dios al pie del Altar, visteis un firmamento lleno de estrellas que iluminan vuestro porvenir de radiantes esperanzas y ahora habéis venido aquí para honrar a Dios y recibir la bendición de su Vicario en la tierra, trayendo ricos do- nes. ¿Cuáles son estos dones? Nos sabemos bien que vuestro equipaje no presenta el lujo que la tradición y el arte de los siglos atribuyen a los Reyes Magos: séquito de siervos, animales suntuo- samente enjaezados, mantos, raras esencias y, como dones para el niño Jesús, el oro, probablemente de Ofir, que ya Salomón apreciaba2, el incienso y la mirra: dones recibidos de Dios, porque todo lo que una criatura puede ofrecer es un don del Criador. También vosotros habéis recibidos de Dios, en el matrimonio cristiano, tres bienes preciosos enumerados por San Agustín: la fidelidad conyugal (“Fides”), la gracia sacramental (“Sacramentun”), la procreación de los hijos (“Proles”): tres bienes que a vuestra vez debéis ofrecer a Dios, tres dones simbolizados en las ofrendas de los Magos. 45. I.- Vuestra fidelidad es vuestro oro, o más bien un tesoro preferible a todo el oro del mundo. El sacramento del matrimonio os da los medios de poseer y aumentar este tesoro: ofrecedlo a Dios para que os ayude a conservarlo mejor. El oro es, por su belleza, por su brillo, por su inalterabilidad, el más precioso de los metales; su valor sirve de base y de medida para todas las otras riquezas. De igual manera, la fidelidad conyugal es la base y la medida de toda la felicidad del hogar doméstico. En el templo de Salomón, para evitar la alteración de los materiales, lo mismo que para embellecer el conjunto, no existía parte alguna que no estuviera recubierta de oro3. De igual modo, el oro de la fidelidad, para asegurar la solidez y el esplendor de la unión conyugal, debe como revestirla y en- volverla toda entera. El oro, para conservar su belleza y su brillo, debe ser puro. De igual manera, la fidelidad entre los esposos debe ser íntegra, e incontaminada; si comienza a alterarse, se ha termi- nado la confianza, la paz, la felicidad. Digno de lástima es el oro – como gemía el Profeta4 – que se 1 Mt. II, 2 y 11. 2 III Reg. IX, 28. 3 III Reg. VI, 22. 4 Jerem. Thren. IV, 1. 18
ha oscurecido y ha perdido su color esplendente; pero más dignos de llanto son todavía los esposos cuya fidelidad se corrompe; su oro, diremos con Ezequiel1, se convierte en inmundicia; todo el teso- ro de su bella concordia se disgrega en una desoladora mezcolanza de sospechas, de desconfianzas, de reproches, para, terminar con demasiada frecuencia en males irreparables. Por eso vuestra prime- ra ofrenda al Dios recién nacido, debe ser la resolución de una constante y atenta fidelidad a vues- tras promesas matrimoniales. 46. II.- Los Magos llevaban también a Jesús oloroso incienso. Con el oro le habían honrado como a Rey; con el incienso rendían homenaje a su divinidad. También vosotros, esposos cristianos, te- néis una rica oferta de suave perfume que hacer a Dios, y para la cual el sacramento del matrimonio os aporta los medios necesarios. Este perfume que esparcirá una dulce fragancia en toda vuestra vida, y que hará de vuestras obras diarias, hasta las más humildes, actos capaces de procuraros en el cielo la visión intuitiva de Dios, este incienso invisible, pero real, es la gracia sobrenatural. Tal gra- cia, que se os ha conferido en el bautismo, renovado con la penitencia, aumentado con la eucaristía, os la han dado por un título especial en el sacramento del matrimonio, con nuevos auxilios corres- pondientes a vuestros nuevos deberes. Y así, vosotros sois más ricos todavía que los Magos. El estado de gracia es más que un suave perfume, por muy puro y penetrante que éste sea, que da a vuestra vida natural un aroma celeste; es una verdadera elevación de vuestras almas al orden sobre- natural, que os hace partícipes de la naturaleza divina2. ¡Qué cuidado debéis, pues, de tener para conservar y también para aumentar semejante tesoro! Ofreciéndolo a Dios no lo perderéis, sino más bien lo confiáis al mejor y más seguro guardián. 47. III.- Finalmente los Magos, queriendo honrar en Jesús no sólo a un rey y a un Dios, sino tam- bién a un hombre, le presentaron como regalo la mirra, es decir, una especie de goma resinosa, de la que los antiguos, especialmente los egipcios, se servían para conservar los restos de aquellos que habían amado. Acaso os mostréis sorprendidos de que en este aroma veamos Nos el símbolo de vuestra tercera ofrenda, del tercer bien del matrimonio cristiano, que es el deber y el honor de la prole. Pero notad que en toda nueva generación continúa y se prolonga la línea hereditaria. Las hijos son la imagen viviente y como la resurrección de los antepasados, que a través de la generación presente tienden la mano a la de mañana. En ellos veréis revivir y obrar ante vosotros, aun con los mismos rasgos del rostro y de la fisonomía moral, y especialmente con sus tradiciones de fe, de ho- nor y de virtud., la doble serie de vuestros antepasados. En este sentido, la mirra conserva, perpetúa, renueva incesantemente la vida de una familia. Porque la familia es como un árbol de tronco robus- to y de espeso follaje, del que cada generación forma una rama. Asegurar la continuidad de su cre- cimiento es un honor tal, que las familias más nobles y más ilustres son aquellas cuyo árbol ge- nealógico extiende más profundamente sus raíces en la tierra hereditaria. Es cierto que el cumplimiento de este deber tiene sus dificultades, acaso mayores que las de los precedentes. La mirra, esta substancia conservadora y preservadora, es de sabor amargo; los naturalistas, comenzando por Plinio, lo enseñan, y su propio nombre lo insinúa. Pero esta amargura no hace sino aumentar sus virtudes benéficas. En el antiguo Testamento se ve usada como perfume3, sus flores son un símbolo de amor puro y ardiente4 . En el santo Evangelio se lee que los soldados dieron a beber al divino Crucificado vino mezclado con mirra5, bebida que se solía dar a los ajusticiados para atenuar algún tanto sus dolores. Otros tantos simbolismos que podéis meditar. Para no citar sino uno solo: las innegables dificultades que una bella corona de hijos lleva consigo, sobre todo en nuestros tiempos de vida cara y en familias poco acomodadas, exigen coraje, sacrificios, a veces heroísmos. Pero como la amargura saludable de la mirra, esta aspereza temporal de los deberes conyugales preserva ante todo a los esposos de una grave culpa, fuente funesta de ruina para las familias y para las naciones. Además, estas mismas dificultades animosamente afron- 1 Ez. VII, 19. 2 II Petr. I, 4. 3 Cant. III, 6. 4 Cant. I, 12. 5 Marc. XV, 23. 19
tadas, les aseguran la conservación de la gracia sacramental y una abundancia de socorros divinos. Finalmente, ellas alejan del hogar doméstico los elementos envenenados de disgregación, como son el egoísmo, la constante busca del bienestar, la falsa y viciada educación de una prole volunta- riamente restringida. Cuántos ejemplos en torno a vosotros os harán ver un manantial, incluso natu- ral, de alegrías y de mutuo ánimo, en los esfuerzos que tienen que llevar a cabo los padres para pro- curar el alimento cotidiano a una querida y numerosa pollada nacida a la luz, bajo la mirada de Dios, en el nido familiar. Estos son, queridos recién casados, los tesoros que habéis recibido de Dios, y que en esta se- mana de la Epifanía podéis vosotros mismos ofrecer al celeste Niño del pesebre, con la promesa de cumplir animosamente los deberes del matrimonio. XX EL MAGISTERIO PERENNE DEL PEDRO VIVIENTE 17 de Enero de 1940. (DR. 1, 487.) 48. Existe en Roma, la antigua y piadosa costumbre (de la que más de una vez han dado ejemplo ilustres personajes) de que los recién casados hagan una devota visita a la patriarcal basílica Vatica- na, para repetir su credo católico e implorar para su nuevo hogar la perseverancia en la fe. Y voso- tros, queridos hijos e hijas, por una circunstancia particularmente feliz, habéis venido aquí en la vigilia misma del día en que la Iglesia celebra la fiesta de la Cátedra de San Pedro en Roma. Así pues, iréis, si no lo habéis ya hecho, o volveréis de nuevo con mayor fervor, a postraros y a orar en aquel templo máximo de la cristiandad, no solamente sobre la tumba del Príncipe de los Apóstoles, sino también en el fondo del ábside, ante la grandiosa custodia de bronce, en la que el genio de Bernini ha encerrado la cátedra sobre la que afirma la tradición que se había sentado San Pedro. La cátedra es la sede más o menos elevada, más o menos solemne, donde un maestro enseña. Mirad, pues, la cátedra desde la que el primer Papa dirigía su palabra a los primeros cristianos, co- mo ahora os hablamos Nos, exhortándolos a la vigilancia contra el demonio que, como león rugien- te, da vueltas buscando a quién puede devorar1, animándolos a la firmeza en la fe, para que no fue- ran arrastrados por los errores de los falsos profetas2. Este magisterio de Pedro continúa en sus su- cesores y continuará inmutablemente a través de los tiempos, porque tal es la misión dada por el mismo Cristo al Jefe de la Iglesia. 49. Para mostrar el carácter universal e indefectible de este magisterio, la sede del primado espiri- tual fué fijada en Roma después de una providencial preparación; Dios cuidó como notaba Nuestro gran Predecesor San León I, que los pueblos estuvieran reunidos en un solo imperio, cuya cabeza era Roma, para que la luz de la verdad, revelada para la salvación de todas las gentes, se difundiera más eficazmente desde ella a todos sus miembros3. Los sucesores de Pedro, mortales como todos los hombres, pasan más o menos rápidamente. Pero el primado de Pedro subsistirá siempre, con la asistencia especial que le fué prometida cuando Jesús le encargó que confirmase en la fe a sus hermanos4. Sea el que fuere el nombre, el rostro, los orígenes humanos de cada Papa, es siempre Pedro quien vive en él; es Pedro quien dirige y gobier- na; es Pedro sobre todo quien enseña y difunde por el mundo la luz de la verdad libertadora. Esto es lo que hacía decir a un gran orador sagrado, que Dios ha establecido en Roma una cátedra eterna: “Pedro vivirá en sus sucesores; Pedro hablará siempre desde su cátedra5. 1 I Petr. V, 8-9. 2 II Petr. II, 1; III, 17. 3 S. Leonis Magni. Sermo LXXXII, c. 3-5. 4 Luc. XXII, 32. 5 Bossuet, Sermón sur l’unité de l’Eglise, I. 20
50. Y ved el gran aviso – que ya hemos indicado – que él dirigía a los cristianos de su tiempo: “Hubo en el pueblo falsos profetas, como habrá entre vosotros maestros de la mentira... Preveníos, pues, estad en guardia, para que, libres del error de los necios, no decaigáis de vuestra firmeza”1. También a vosotros, queridos recién casados, también a vosotros, aun en esta nuestra Italia profundamente católica, en que nuestra santa religión es “la única religión del Estado”, y al matri- monio, “base de la familia”, se reconoce una “dignidad conforme a las tradiciones católicas del pueblo”2, podrá ocurriros tropezar con propagandistas de doctrinas destructoras de la fe. Podréis oír, acaso, cerca de vosotros, que la religión es una cosa accesoria, si no nociva; en relación con otras urgentes preocupaciones de la vida material. Habrá quien delante de vosotros se jacte de un senti- mentalismo religioso sin dogmas; quien afirme errores y prejuicios contrarios a lo que el catecismo os enseña sobre el matrimonio, su unidad y su indisolubilidad; oiréis decir que el matrimonio cris- tiano impone a los esposos obligaciones excesivas, imposibles de cumplir. Imposibles, sí, a las solas fuerzas humanas; pero para eso os da y conserva en vosotros el sacramento, con el estado, de gracia, fuerzas divinas. Nada de lo que Dios manda está sobre estas fuerzas sobrenaturales, presentes y cooperantes en vosotros: “Todas las cosas me son posibles en aquel que me conforta”3, exclamaba el Apóstol de las gentes. “No yo, sino la gracia de Dios que está conmigo”4. 51. No temáis, por lo tanto, nunca a vuestros deberes, por muy graves que puedan pareceros. Re- cordad que el día en que Pedro, pescador de Galilea, sin ayuda humana alguna, después de haber fundado la Iglesia de Antioquía y recorrido muchas regiones, vino a fijar en Roma su cátedra y la de sus sucesores, era, según el parangón de San León Magno5, como un hombre que entra en una selva de bestias rugientes o que avanza sobre un océano agitado por las múltiples corrientes del paganis- mo que confluían a la Urbe de todos los ángulos del imperio; y sin embargo, anduvo él sobre el lago de Genezaret, porque su fe estaba ahora divinamente reforzada. Pedid a San Pedro esta firmeza en la fe. Entonces vuestros deberes de esposos cristianos no os parecerán demasiado arduos. Al contrario, los observaréis alegremente y seguiréis, en pleno siglo veinte, las enseñanzas que el primer Papa daba a los esposos de su época: “Las mujeres estén suje- tas a sus maridos, para que aunque algunos no crean por las palabras, se convenzan sin palabras por el comportamiento de la mujer, considerando con reverencia su casta conducta... Y vosotros, oh maridos, convivid igualmente con prudencia con vuestras mujeres y rendidles honor como a seres más frágiles, coherederos de la gracia de la vida”6. Nada os preservará mejor de los vanos deseos de cambio, de las frívolas inconstancias, de las experiencias peligrosas, como el saberos unidos para siempre el uno a la otra en el estado que habéis escogido libremente. Pedro os ha repetido hoy sus enseñanzas; Pedro mismo por la mano de su sucesor os bendice paternalmente. XXI ASPECTOS DE LA NUEVA VIDA 24 de Enero de 1940. (DR. 1, 493.) 52. La semana pasada, queridos hijos e hijas, recibimos a los recién casados que aquí se reunieron en la vigilia del día dedicado a la memoria de la Cátedra de San Pedro en, Roma. Vosotros habéis venido a Nos en la vigilia de otra fiesta; la conversión de San Pablo; como si la providencia hubiera querido una vez más asociar a estos dos grandes Apóstoles, unidos siempre en el culto que les rinde 1 Cfr. II Petr. 2 Tratado y Concordato entre la Santa Sede e Italia. 3 Filip. IV, 13. 4 I Cor. XV, 10. 5 L. c. 6 I Petr.. III, 1-2 y 7. 21
la Iglesia, pues son según la expresión de San León Magno, como los ojos brillantes del cuerpo mís- tico cuya cabeza es Cristo. Así como el miércoles pasado recogimos las enseñanzas de San Pedro, escucharemos hoy con vosotros las de San Pablo. Si los dos Príncipes de los Apóstoles convirtieron a Roma y “de maestra del error la hicieron discípula de la verdad”1, San Pablo es llamado por excelencia en la liturgia “maestro del mundo” “mundi magister”2. Sus enseñanzas se dirigen a todos; todos, dice San Juan Crisóstomo, deberían conocerlo y meditarlo asiduamente; pero, añade, muchos de aquellos que nos rodean tienen que ocuparse en la educación de los hijos, deben cuidar de su mujer y de su familia y no pueden por eso aplicarse a un estudio semejante. Procurad por lo menos, concluye, aprovechar lo que otros han recogido para vosotros3. Las grandes lecciones de San Pablo, que conciernen especialmente al matrimonio, no pueden ser expuestas en un breve discurso. Nos limitaremos, por lo tanto, a algún punto referente a su con- versión. Saulo de Tarso, que había cooperado al apedreamiento del mártir San Esteban, y era un fiero perseguidor de la Iglesia naciente, se dirigía a Damasco dotado, de plenos poderes por el prín- cipe de los sacerdotes, para arrestar a cuantos cristianos encontrara, hombres y mujeres, y conducir- los atados a Jerusalén. Pero al acercarse a aquella ciudad, una luz del Cielo le deslumbra de impro- viso y, caído a tierra, oye una voz que dice: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” “¿Quién eres tú, Señor?”, responde él: y el Señor le dice: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues”. Al mismo tiempo Saulo, tembloroso y atónito, había dejado de ver. Pero después de tres días, Dios le envió al discípu- lo Ananías, y de repente cayeron de sus ojos como unas escamas, imagen de los velos de ignorancia y de pasión que le habían cegado hasta entonces, y recuperó la vista. Ya no existía Saulo el perse- guidor; era ya Pablo el Apóstol. 53. I.- La primera enseñanza que podemos deducir de este milagro es que no se debe desesperar nunca de la conversión de un pecador, aunque se trate de un enemigo declarado de Dios y de la Iglesia. Tal había sido Saulo, como aparece por sus propios testimonios: “Primero fuí blasfemo, y perseguidor, y opresor”4. “Habéis oído decir cual fué antes mi conducta... : cómo perseguí a la Igle- sia de Dios y la devasté más allá de toda medida”5. Pues de este hombre precisamente dirá Dios: “Es un instrumento elegido por mí para llevar mi nombre a las gentes, y a los reyes, y a los hijos de Israel”6. Sin entrar en el secreto de las predilecciones divinas, es permitido pensar que esta gracia in- signe y gratuita fué como una respuesta del Señor a las súplicas del protomártir Esteban y de los primeros cristianos, los cuales, cumpliendo exactamente el precepto de Jesús7, hacían bien a los que les odiaban y rogaban por sus calumniadores8. La oración por los pecadores ha continuado obrando siempre en la Iglesia sus benéficas maravillas. ¡Cuántas piadosas esposas y madres han experimen- tado sus efectos! ¡Cuántas mujeres cristianas han pedido a Dios por un marido acaso claramente hostil y con más frecuencia indiferente o despreocupado de las prácticas religiosas! ¡Cuántas ma- dres, como Santa Mónica, han obtenido con sus lágrimas y con sus súplicas, el retorno a Dios de un Agustín! Pues ved cómo el Señor pide que se preparen los caminos a sus gracias de conversión. 54. II.- Pero la historia de Saulo perseguidor ofrece una segunda enseñanza útil a los esposos cris- tianos. ¿Por qué este joven de inteligencia viva, de juicio recto, de voluntad tenaz, de alma ardorosa, no fué uno de los primeros en seguir a Jesús? ¿Por qué fué al principio despiadado enemigo de lo que más tarde iba a amar, predicar y defender hasta la muerte? También en esté punto nos responde- rá él mismo. Siendo fariseo, hijo de fariseo9, celador en extremo ferviente de sus tradiciones pater- 1 L. c., c. 1. 2 Hymn. In I Vesp. SS. Petri et Pauli, 29 junio. 3 Comm. In Ep. ad Romanos, Arg. Ante Hom. I, n. 1. 4 I Tim. I, 13. 5 Gál. I, 13. 6 Act. IX, 15. 7 Luc. VI, 27-28. 8 Act. VII, 59. 9 Act. XXIII, 6. 22
nas1, vivió por ignorancia en la incredulidad2. El odio de Saulo era, pues, el fruto de la ignorancia y del error, y esta ignorancia y este error eran, a su vez, el fruto de una falsa educación. Él había reci- bido, primero de sus padres y luego de su maestro Gamaliel3, el espíritu rígidamente formalista y sectario que los fariseos de sienes amarillentas habían infiltrado, como un veneno desecante, en la ley divina y en las sublimes profecías del Antiguo Testamento. Así había heredado un odio precon- cebido e implacable contra todo lo que parecía poder amenazar el armazón minuciosamente artifi- cioso de sus sofismas. Tales son los resultados de una educación viciada y aún simplemente defectuosa desde sus principios. Esposos cristianos, pensad a tiempo en vuestros deberes de educadores. Mirad en derre- dor de vosotros la multitud de niños que una deplorable negligencia expone a los peligros de las malas lecturas, de los espectáculos deshonestos, de las compañías malsanas, o de aquellos a quienes una ciega ternura educa en el amor desordenado de las comodidades o de la frivolidad, en la falta práctica, si no en el desprecio, de las grandes leyes morales: el deber de la oración, la necesidad del sacrificio y de la victoria sobre las pasiones, las obligaciones esenciales de la justicia y de la caridad hacia el prójimo. 55. III.- La tercera enseñanza que nos da San Pablo convertido, está contenida en estas palabras suyas: “Gratia ejus in me vacua non fuit”4: la gracia del Señor que hay en mí no ha sido infructuo- sa; he colaborado con la gracia. divina. Al volverse a levantar de la caída prodigiosa recibida ante las puertas de Damasco, Pablo pu- diera haber creído que, este golpe fulminante bastaba para transformarlo definitivamente de perse- guidor en Apóstol. Pero no. La gracia de Dios exige, para obtener su y asidua colaboración de nuestra efecto pleno, una libre voluntad personal. Saulo, aunque plenamente convertido y llamado al apostolado, quedó tres días inmóvil en Damasco en la oración y en el ayuno5. Y antes de volver a Jerusalén, pasó tres años, primero en el retiro de Arabia y luego en Damasco. Sólo entonces marchó a la ciu- dad santa para ver a Pedro, y quedó con él quince días6. Ahora estaba dispuesto para la acción apos- tólica, es decir, para una labor que sería siempre una cooperación de su voluntad para la gracia. “Gratiam Dei mecum”7. De la misma manera, tampoco vosotros debéis creer que para asegurar la perseverancia en vuestra educación, es decir, en los deberes del matrimonio, o para garantizar la felicidad de vuestro hogar doméstico, baste, como suele decirse, un “coup de foudre”, un fogonazo inicial. Hasta en el orden del sentimiento natural enseña la experiencia que una conformidad probada de creencias, de tradiciones y de aspiraciones vale más y es mejor que una emoción repentina del corazón y de los sentidos. Como los fuegos artificiales que encantan la vista en las noches de verano, el amor nacido de una explosión puede fácilmente extinguirse con ella, reducido bien pronto a vano y acre humo. Al contrario, el amor verdadero y durable, como el fuego del hogar doméstico, se funda sobre mi- nuciosas atenciones y constante vigilancia, y se mantiene no solamente con los gruesos leños que se consumen silenciosa y lentamente bajo la caliente ceniza, sino también con las ramitas menudas que centellean y crepitan alegremente con su chisporroteo. 56. ¿Cómo podría vivir y obrar en vosotros la gracia del sacramento del matrimonio, si no tuvie- rais mutuo y asiduo cuidado de alimentarla y cultivarla en vosotros mismos? ¿Qué serían vuestros días y que resultarían vuestras noches, si los unos y las otras no estuvieran con sagradas a Dios por la oración? ¿Por qué con tanta frecuencia, tantas infidelidades entre los mismos esposos cristianos, por qué tantas desventuras, tantos naufragios en la fidelidad conyugal? ¿Por qué, después de la sin- ceridad de las promesas cambiadas ante el altar, tantos vínculos violentamente, dolorosamente ro- 1 Gál. I, 14. 2 I Tim. I, 13. 3 Act. XXII, 3. 4 I Cor. XV, 10. 5 Act. IX, 9. 6 Gál. I, 17-18. 7 Cor. XV, 10. 23
tos? Y si no se llega hasta eso, ¡cuántas parejas jóvenes que se habían jurado un cariño para toda la vida se ven pronto arrastradas por aquí y por allá, en sentidos diversos, por su egoísmo siempre renaciente, por la sensibilidad ofendida, por los celos y sospechas prematuras! ¡Cuántos esposos y esposas, jóvenes todavía y hace poco enloquecidos de alegría efímera, pero después precozmente desilusionados, a quienes, como a Pablo, “caen las escamas de los ojos”, las escamas de sus sueños quiméricos, viven oprimidos bajo el peso de cadenas atadas inconsiderablemente y sin el socorro de la oración! No. Vosotros, queridos hijos e hijas, no seréis del número de estos infelices. Porque vosotros no dejaréis en vuestras almas sin respuesta la íntima invitación de la plegaria, las llamadas de la gracia, la voz noblemente imperiosa y austera del deber, el eco dulcemente insinuante de la tradi- ción familiar, la insistencia tenazmente persuasiva de la conciencia personal. XXII EDUCADORES DE ALMAS 31 de Enero de 1940. (DR. 1, 501.) 57. Hace ahora más de un siglo, vivía con sus dos hermanos, en un modesto caserío del Piamonte, un niño de condición bien modesta. Precozmente huérfano de padre, no tuvo él, que había luego de ser llamado padre de los huérfanos, sino los cuidados maternos. Con cuánta sabiduría educó esta aldeana sencilla a su hijo, sin más instrucción que la guía del Espíritu Santo en el sentido más com- pleto y más elevado de la palabra educación, se puede decir que la Iglesia misma lo ha reconocido, elevando a los altares a aquel cuya fiesta se celebra hoy con el nombre de San Juan Bosco. Este humilde sacerdote, que vino a ser más tarde una de las glorias más puras de la Iglesia y de Italia, fué un maravilloso educador, y por eso, su vida os ofrece, amados hijos e hijas, futuros padres y madres de familia, las más útiles y saludables lecciones. 58. Cuando Dios confía un niño a los esposos cristianos, parece como repetirles lo que la hija de Faraón dijo a la madre del pequeño Moisés: “Torna este niño y edúcamelo”1. Los padres son, en la intención divina, los primeros educadores de sus hijos. Conviene, sin embargo, reconocer que, en las actuales condiciones de la vida social, la urgente preocupación del pan cotidiano les hace a ve- ces difícil el pleno cumplimiento de un deber tan esencial. Esta misma era la situación cuando Juan Bosco cuidaba ya de ayudar, y cuando era preciso de sustituir a los padres en este su grave oficio. Que él estaba providencialmente destinado a esa mi- sión, su corazón se lo decía con una atracción precoz; su alma tuvo como una revelación de ello en un sueño de sus primeros años, en el cual vió animales salvajes cambiados súbitamente en mansos corderos que él conducía dóciles al pasto. Para conocer cómo realizó este sueño, viene bien recordar la educación que recibió y la que dió; la una está en él unida a la otra; la madre que él tuvo explica en gran parte cómo fué padre para los demás. 59. Don Bosco, al fundar su primera casa de educación y de enseñanza, quiso llamarla “no labora- torio, sino oratorio”, como él mismo dijo, porque intentaba crear ante todo un lugar de oración, “una pequeña iglesia donde reunir a los muchachos”. Pero su idea era precisamente que el oratorio vinie- se a ser, para los chicos allí recogidos, como un hogar doméstico. ¿No era eso acaso por lo que ma- má Margarita” había hecho para él de la casita de los Becehi una especie de oratorio? Imaginaos allí a la joven viuda con los tres niños arrodillados para la oración de la mañana y de la noche; vedlos semejantes a pequeños angelitos, con sus vestidos de fiesta que ella ha sacado con exquisito cuidado del armario, dirigirse a la aldea de Murialdo para asistir a la santa misa. Al mediodía, después de la frugal refección en que el único dulce era un trozo de pan bendito, vedlos reunidos en torno a ella. Ella les recuerda los mandamientos de Dios y de la Iglesia; las grandes lecciones de Catecismo, los medios de salvación; después cuenta, con la delicada poesía de las almas puras y de las imaginacio- nes populares, la trágica historia del dulce Abel y del malvado Caín, el idilio de Isaac y de Rebeca, 1 Ex. II, 9. 24
el misterio inefable de Belén, la dolorosa muerte del buen Jesús, puesto en cruz sobre el Calvario; ¿quién puede medir la influencia profunda de las primeras enseñanzas maternas? A ellas atribuía Don Bosco, una vez sacerdote, su tierna y confiada devoción hacia María Santísima y la Hostia Di- vina, que otro sueño le mostró más tarde como las dos columnas a las cuales debían anclarse las almas de sus alumnos, sacudidas como frágiles naves en el mar tempestuoso del mundo, para en- contrar la salvación de la paz. 60. La religión es, pues, el primer fundamento de una buena educación. Pero a ella quería Don Bosco que estuviese asociada la razón, la razón iluminada por la fe: esta verdadera razón, como indica el origen mismo de la palabra latina “ratio”, consiste, sobre todo, en la medida y en la pru- dencia, en el equilibrio y en la equidad. ¿Sería por ejemplo, coherente, querer corregir en un niño los defectos en que diariamente se incurre ante él? ¿Quererlo sumiso y obediente si en su presencia se critica a los jefes, a los superiores eclesiásticos y civiles, si se desobedece a las órdenes de Dios o a las leyes justas del Estado? ¿Sería razonable querer que vuestros hijos sean leales si vosotros sois maliciosos; sinceros, si vosotros sois mentirosos; generosos, si vosotros sois egoístas; caritativos, si vosotros sois violentos y coléricos? La mejor lección es siempre la del ejemplo. En el caserío de los Becchi “mamá Margarita” no hacía demasiadas exhortaciones al trabajo. Mas, como había desaparecido el jefe de familia, la ani- mosa viuda ponía ella misma su mano al arado, a la hoz, a los aparejos, y con su ejemplo – según leemos – cansaba a los mismos hombres contratados en tiempo de la siega y de la trilla. Formado en esta escuela, el pequeño Juan, a la edad de cuatro años, tomaba ya parte en el trabajo común car- dando cáñamo, y cuando ya era anciano, consagraba todo el tiempo al trabajo dando únicamente cinco horas al sueño hasta velando una noche entera cada semana. En hace falta confesarlo, sobre- pasaba los justos límites de la razón humana. Pero la razón sobrenatural de los santos admite, sin imponerlos a los demás, estos excesos de generosidad, porque su sabiduría está inspirada el insacia- ble deseo de ser gratos a Dios, y su ardor esta estimulado por un filial temor de disgustarle y por un vivísimo anhelo de bien. 61. ¡Disgustar a un padre o a una madre: supremo dolor de un niño bien educado! Esto es lo que Juan Bosco había aprendido en su hogar doméstico, donde un ademán, una mirada entristecida de la madre, bastaban para hacerlo arrepentirse de un primer movimiento enfado infantil. Por eso quería él que el educador utilizase como principal medio de acción una solicitud constante, animada por una ternura verdaderamente paterna. De igual modo deben los padres dar a los hijos el tiempo mejor de que dispongan, en lugar de disiparlo lejos de ellos, en distracciones peligrosas o en lugares a donde se sonrojarían de conducirlos. Con este amor dirigido por la razón, y con esta razón iluminada por el espíritu de fe, la educa- ción familiar no estará sujeta a aquellos deplorables vuelcos que con frecuencia la comprometen: alternativas de una debilidad indulgente y de una severidad ruda: el paso de una condescendencia culpable que deja al niño sin guía, a la corrección violenta que lo deja sin socorro. Al contrario, la ternura experimentada de un padre o de una madre, a la que corresponda la confianza filial, distri- buye con igual moderación, porque es dueña de sí misma, y con igual éxito, porque posee el cora- zón de sus hijos, los elogios merecidos y los reproches necesarios. “Trata de hacerte amar – decía San Juan Bosco – y entonces te harás obedecer con toda facili- dad”. Que podáis también vosotros, recién casados, futuros padres y madres de familia, reproducir en vuestras casas algo de este santo ideal. XXIII EL CENACULO DE LA ORACION 27 de Marzo de 1940. (DR. 11, 43.) 62. Os saludamos paternalmente, queridos recién casados, ante los cuales se abre la vida como un sendero florido. Pero bien sabéis que este camino, si es cierto que os conduce ahora entre flores 25
primaverales, a través de soleados valles, tendrá también para vosotros, como para todos, sus ascen- siones ásperas, sus bajadas peligrosas, acaso hasta sus horas de tormenta. Tened siempre vuestro cenáculo, un asilo de retiro y de oración en vuestro propio hogar doméstico. Allí encontraréis el reposo después de las más duras jornadas, en la fidelidad a vuestras pro- mesas y en la unión perfecta de vuestras almas: “Perseverantes unanimiter”; allá viviréis bajo la mirada de María: “cum ... Maria matre Jesu”, cuya imagen os reunirá cada noche para la oración de familia: “unanimiter in oratione”. Mejor aún; toda vuestra vida personal y familiar puede resultar una oración incesante: “perseverantes unanimiter in oratione”. El Apostolado de la Oración os da el medio para ello con la ofrenda de la mañana. Como la varita mágica de los cuentos de hadas, que cambia en oro todo lo que toca, esta ofrenda hecha por el cristiano en estado de gracia, y con la cual dirige a Dios todas sus obras por las grandes necesidades de la Iglesia y de las almas, puede elevar a la categoría de actos sobrenaturales de apostolado hasta las más pequeñas y modestas acciones. El aldeano con su arado, el empleado en su oficio, el comerciante en su mostrador, el ama de casa en su cocina, pueden ser, como lo hemos dicho ya, los colaboradores de Dios, que espera de ellos y cumple con ellos las humildes obras de los deberes de su estado. 63. Amados hijos: cuando Jesús en el silencio del Cenáculo, pronunció las palabras: “Pax vobis”: ¡La paz sea con vosotros!, los Apóstoles temblaban de espanto, aún teniendo las puertas bien cerra- das: “cum ... fores essent clausæ... propter metum judeorum”1. La paz que no habían podido ellos gozar en su refugio, pero de la que serían luego anunciado- res “usque ad ultimum terræ”, hasta la extremidad del mundo, les acompañará en los viajes, en las pruebas, en el martirio. No será para ellos la paloma de las alas de plata2 que gime dulcemente en la fronda embalsamada; sino como el alción, que no hace su nido. durante la tempestad, pero que cuando eleva su vuelo desde la cresta de las olas a lo alto de los palos del navío, parece decir al ma- rinero aterrado la inutilidad de los esfuerzos y la inanidad de las agitaciones del hombre dejado a sí mismo, la potencia y la gozosa serenidad de la débil criatura que se abandona a su Creador. ¿Querrá el género humano comprender esta lección y buscar en un confiado retorno a Dios la reconquista de aquella paz cuyo pensamiento domina las mentes y los corazones como el recuerdo molesto de una felicidad perdida? No pocos pueblos han perdido hoy la paz, porque sus profetas o sus gobernantes se han alejado de Dios y de su Cristo. Los unos, pregoneros de una cultura y de una política arreligiosa, cerrándose en el orgullo de la razón humana, “cum fores essent clausæ!”, han cerrado la puerta a la idea misma de lo divino y de lo sobrenatural, arrojando de la creación al Crea- dor, removiendo de las escuelas y de las salas de los tribunales las imágenes del Divino Maestro crucificado, eliminando de las instituciones nacionales, sociales y familiares, toda mención del Evangelio, aunque no puedan borrar sus profundas huellas. Los otros han huído lejos de Cristo y de su paz, renegando los siglos de civilización luminosa, benéfica y fraterna, para sumergirse en las tinieblas del paganismo antiguo o de idolatrías modernas. Ojalá puedan reconocer su error y com- prender que Cristo, el Salvador, a pesar de las defecciones, de las apostasías, y de los ultrajes, sigue siempre a su lado, con las manos extendidas y el corazón abierto, pronto a decirles: “Pax vobis”, si ellos, en un rasgo sincero y confiado, caen a sus pies con aquel grito de fe y de amor: “Dominus meus et Deus meus!”3; ¡Señor mío y Dios mío! 1 Io. XX, 19. 2 Cfr. Sal. LXVII, 14. 3 Io XX, 28. 26
XXIV LAS VIRTUDES TEOLOGALES COMO FUNDAMENTO DE LA FELICIDAD CRISTIANA 3 de Abril de 1940.- (DR. 11, 51.) 64. Guiados por un pensamiento de fe, venís, queridos recién casados, a invocar sobre la primave- ra de vuestra vida nuestra bendición apostólica, en este día en que la primavera de la naturaleza os prodiga sus sonrisas. Y queremos inspiraros un pensamiento de fe, al invitaros a escuchar por unos instantes, en torno a vosotros y en vosotros mismos, lo que los poetas y los artistas llaman la can- ción de la primavera. Si tres notas son necesarias y suficientes para fijar con su acorde la tonalidad de una composi- ción musical, la canción de la primavera podría condensarse para el cristiano en tres notas, cuya armonía pone a su alma en acorde con Dios mismo: la fe, la esperanza, la caridad. 65. I.- La fe, como bien sabéis, es una virtud teologal, por la cual creemos en Dios, a quien no se ve con los ojos corporales; en su bondad infinita, que su justicia vela a veces a la corta vista huma- na; en su omnipotencia, a la que parece contradecir, según el prematuro razonamiento de los hom- bres, su longanimidad misteriosa. Ahora bien, el fiel de la primavera os recuerda que Dios, si a veces parece mudable, es en rea- lidad inmutable, porque es eterno; que todas sus disposiciones se cumplen a su tiempo debido; que todos sus designios se realizan en la hora fijada por su providencia. Ayer era todavía invierno, y todo parecía muerto en la naturaleza; el firmamento velado por las nubes y las montañas cubiertas por la nieve; el sol lánguido y estéril. Pero súbitamente el Cielo se ilumina de nuevo; el viento de la tempestad calla, el sol se hace más esplendente, y bajo sus tibios rayos, en el seno de la tierra, palpi- ta de nuevo la vida. Así la obra de Dios no muere nunca; no hay invierno al que no suceda la prima- vera; y lo que parece la muerte de la naturaleza, no es sino el preludio de una resurrección. Así pues, queridos recién casados, a quienes se abre la primavera de la vida, entrad con una fe profunda en Dios, con una firme confianza en su poder y en su bondad. Podréis tener pruebas; Dios mismo parecerá, en ciertos momentos, dejaros solos en la dificultad, como un padre que gusta de medir, escondiéndose por un instante, las fuerzas de su propio hijo. Su justicia, igual que la de un padre, podrá permitir al dolor del cuerpo o del alma, purificaros, ofreciéndoos así el medio de una penitencia reparadora. Podrán pasar nubes por el cielo, hoy tan azul, de vuestro mutuo amor, y os- curecer por algún tiempo su esplendor. Reavivad entonces vuestra fe en Dios; reanimad la fe en vuestras promesas, la fe en la gracia sacramental, la fe en la dulzura pacificadora de las reconcilia- ciones prontas y sinceras que son también en cierto sentido una primavera, porque traen, después del frío y la tormenta, el retorno del céfiro, de la luz y de la paz. 66. II.- A la lección de fe, la primavera une la de la esperanza. El sol, si bien es cierto que disipa el torpor de la gleba y hace caer de los hombros de la montaña su manto blanco, no calienta aún la tierra con el fuego que le dará todo el fulgor de su ornamento y la espléndida pululación de su fe- cundidad. La savia hinche los troncos y los tallos y hace que se abran sobre las ramas los labios húmedos de las yemas, pero los árboles no agitan todavía al viento la cabellera de su fronda. Muy pronto resonarán los nidos con el canto de los pajarillos. ¡La vida continúa! La esperanza – esta alegría de una felicidad deseada y esperada, pero de la cual no se posee aún sino la promesa o la prenda – prorrumpe en la primavera de toda la creación. En el orden sobrenatural la esperanza es, como la fe, una virtud teologal, es decir, que liga personalmente al hombre a Dios. No levanta todavía el velo de la f e para mostrar a nuestros ojos el- eterno y divino objeto de las contemplaciones celestes. Pero trae al alma que corresponde a la gracia la seguridad de su futura posesión en la infalible promesa del Redentor; y le da prenda y ejemplo anticipado de ello en la resurrección del Dios hecho hombre, convertido en aurora primaveral. El canto de la esperanza resuena ciertamente en esta primavera de vuestros corazones. Despo- sarse es, como para las palomas en abril, construir un nido. Ahora bien, también el hogar doméstico, ese nido de una familia joven, se construye muchas veces sólo poco a poco, con muchas fatigas y 27
cuidados, en la cavidad de duras rocas o sobre un ramo que el viento agita; pero este trabajo se rea- liza con gozo, porque se emprende con esperanza. Fundar una familia no es solamente vivir para sí mismo, desenvolver útilmente en sí las fuerzas del cuerpo, las facultades del espíritu, las cualidades sobrenaturales del alma; es multiplicar la vida, es decir, es querer como resucitar y revivir a pesar del tiempo y de la muerte, en las generaciones sucesivas cuyo largo desenvolvimiento en la serie indefinida del tiempo no se llega a abarcar con la mirada. ¡Infelices los esposos, que no han comprendido y gustado la dulzura de esta esperanza! ¡Más infelices aun y culpables aquellos que, en oposición a las leyes de Creador, le restringen o le cierran el acceso al nido familiar! Acaso demasiado tarde, se acordarán de que ellos mismos, sólo por una alegría efímera, han abierto sobre su hogar la puerta de aquel abismo donde perece toda esperanza. 67. III.- La caridad, en fin, pone también su nota – y se puede decir que la nota dominante – en la canción de la primavera, porque es sobre todo un himno de amor. El verdadero y puro amor es el don de sí mismo; es el anhelo de difusión y de donación total, que es esencial a la bondad, y por el que Dios, Bondad infinita, Caridad sustancial, se movió a efundirse en la creación. Esta fuerza ex- pansiva del amor, es tan grande que no admite límites. Como el Creador ama desde la eternidad a las criaturas que Él quiere, por una aspiración omnipotente de su misericordia, llamar en el tiempo de la nada al ser: “In caritate perpetua dilexi te; ideo attraxi te, miserans”1; así el Verbo encarnado, venido en medio de los hombres, “cum dilexisset suos, qui erant in mundo, in finem dilexit eos”2, habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, les amó hasta el fin. Esta necesidad de dar y de darse, amados hijos e hijas, ved cómo se manifiesta y brilla ac- tualmente en la naturaleza: “el aire, el agua y la tierra, están llenos de amor”, exclama el poeta exal- tando las bellezas de la primavera3. La vida se esparce, y esta su magnificencia en el don de sí, no es sino una débil imagen de la de Dios. Pero si tal es la amplitud de las larguezas divinas en el orden natural, ¡cuánto más maravillosa no lo es en el orden de la gracia, que sobrepasa para la criatura humana todos los límites de sus posibilidades! Escuchad ahora, queridos esposos, vuestro, propio corazón. Le sentiréis cantar el himno gene- roso y desinteresado que llega hasta el don total de sí. Este deseo imperioso de un mutuo holocaus- to, se satisfará en vosotros únicamente si el recíproco don, sancionado por una sacra promesa, es sin división, sin reserva, sin revocación, a semejanza del don que debéis hacer a Dios de vosotros mis- mos. La caridad es una; el vínculo tejido entre vosotros con el matrimonio cristiano, tiene algo de divino en su principio, como la religión misma, y por eso tiene algo de eterno en sus consecuencias. Manteneros fieles a él, a pesar de las pruebas, las borrascas, las tentaciones, es un ideal que puede parecer superior a las fuerzas humanas; pero que será una realidad sobrenatural si correspondéis a la gracia del sacramento, que os ha sido dada precisamente para ratificar vuestra unión en la sangre del Redentor, unión indisoluble, como la de Cristo con su Iglesia. XXV EL MODELO DE NAZARET 10 de Abril de 1940. (DR. 11, 63.) 68. Al acogeros junto a Nos, queridos recién casados, ¿cómo podría nuestro pensamiento no diri- girse hacia San José, castísimo esposo de la Virgen María, patrono de la Iglesia universal, cuya so- lemnidad celebra hoy la sagrada liturgia? Si todos los cristianos tienen motivo para confiar en la protección de este glorioso patriarca, vosotros tenéis ciertamente un título especial para tal gracia. Todos los cristianos son hijos de la Iglesia. Esta santa y dulcísima Madre, da a las almas, con el Bautismo, aquella misteriosa participación en la naturaleza divina, que se llama la gracia, y des- pués de haberlos de este modo engendrado a la vida sobrenatural, no les abandona, sino que les pro- 1 Jer. XXXI, 3. 2 Io. XIII, 1. 3 “L’aria e l’acqua e la terra é d’amor piena”. Petrarca, Soneto CCLXIX. 28
cura, mediante los sacramentos, el alimento que mantendrá y desarrollará su vida. Así se la puede comparar con María, Nuestra Señora, de la cual tomó el Verbo la naturaleza humana, y que luego sostuvo y alimentó la vida de éste con sus cuidados maternos. Ahora bien, en cada uno de los hijos de la Iglesia debe estar formado Cristo1, y todos deben tender a crecer “in virum perfectum, in men- suram aetatis plenitudinis Christi”2, hasta ser hombres perfectos, a la medida de la edad plena de Cristo. 69. Mas ¿quién velará sobre esta Madre y sobre este Jesús? Ya lo habéis comprendido; aquel que hace veinte siglos fué llamado a ser el esposo de María, el padre legal de Jesús, el jefe de la Sagra- da Familia. ¡Y qué solicitud puso en cumplir una misión tan sublime! Bien quisiéramos saber sus más menudas circunstancias; pero este predilecto de la confianza divina, que debía servir como de velo al doble misterio de la encarnación del Verbo y de la maternidad virginal de María, parece quedar en su vida terrena como envuelto en una sombra. Sin embargo, los raros y breves pasajes en los que el Evangelio habla de él, bastan para mostrar qué cabeza de familia fué San José, qué mode- lo y qué patrono especial es, por lo tanto, para vosotros, jóvenes esposos. Custodio fidelísimo del precioso depósito confiado a él por Dios, María y su Divino Hijo, él velaba, ante todo, sobre, su vida material. Cuando, para obedecer al edicto de Augusto, partió para hacerse inscribir sobre el registro del censo en la ciudad de David llamada Belén, no quiso dejar sola en Nazaret a su esposa Virgen, a punto de ser madre de Dios. A falta de más particularidades en los textos evangélicos, las almas piadosas gustan de imaginarse más íntimamente los cuidados que entonces le prodigó a ella y después al Niño recién nacido. Le ven levantar la pesada puerta del albergue ya lleno, semejante al khan de los modernos villorrios orientales; dirigirse después en vano a parientes y amigos; y en fin, rechazado de todos, esforzarse por poner al menos un poco de orden y de limpieza en la cueva. Ya lo tenemos sosteniendo entre sus manos viriles las manecitas, temblo- rosas de frío, del pequeño Jesús, para calentarlo. Un poco más tarde, habiendo oído del ángel que su tesoro estaba amenazado, “tomó de noche al Niño y a su Madre”3, y por arenosos caminos, apar- tando del sendero zarzas y peñascos, los condujo a Egipto. Allí trabajó duramente para alimentarlos. Siguiendo una nueva orden del cielo, probablemente dos años después, los volvió a conducir, a cos- ta de las mismas fatigas, a Galilea, a la ciudad de Nazaret4. Aquí enseñaba a Jesús, divino aprendiz, el manejo de la sierra y el cepillo, salía al trabajo fuera del techo familiar y volvía a él por la tarde para ver de nuevo a los dos seres queridos que le esperaban en el umbral con una sonrisa, y con los cuales se sentaba en torno a la pequeña mesa para la frugal comida. Asegurar a la esposa y a los hijos el pan cotidiano, es el cuidado más urgente del padre de fa- milia. ¡Oh, qué tristeza ver perecer a aquellos a quienes se ama, por que no hay nada en la alacena, nada en el bolsillo! 70. Pero la providencia que condujo de la mano al antiguo José cuando, entregado y vendido por sus hermanos, fué primero esclavo para venir a ser luego el superintendente y señor de toda la tierra de Egipto5 y nutridor de su familia6; la providencia que guió al segundo José en aquel mismo país a donde llegó privado de todo, sin conocer ni los habitantes, ni las costumbres, ni la lengua, y de don- de, no obstante todo esto, retornó sano y salvo con María, siempre activa, y Jesús que crecía en sa- biduría, en edad y en gracia7; la providencia, ¿no tendrá hoy la misma compasiva bondad, el mismo ilimitado poder? Ah, tememos muchas veces que los hombres olviden las palabras de Nuestro Señor en el Evangelio: “Buscad en primer lugar el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura”8, dad a Dios animosa y lealmente lo que Él tiene derecho a esperar de vosotros: todo el esfuerzo personal posible, la obediencia que se le debe como a Señor supremo, la confianza hacia 1 Gál. IV, 19. 2 Ef. IV, 13. 3 Mat. II, 14. 4 Mat. II, 22-23. 5 Gen. XLI, 43; XLV, 9. 6 Ib. XLV, 18. 7 Lc. II, 52. 8 Mat. VI, 33. 29
Él como hacia el mejor de los padres. Entonces podréis contar con lo que esperáis de Él, y que Él prometió cuando dijo: “mirad los pájaros del aire, mirad los lirios del campo; y no tengáis cuidado por el día de mañana”1. 71. Saber pedir a Dios lo que se necesite, es el secreto de la oración y de su poder, y es también una enseñanza que os da San José. El Evangelio, es verdad, no nos dice expresamente cuáles eran las plegarias que se hacían en la casa de Nazaret. Pero la fidelidad de la Sagrada Familia a la obser- vancia de las prácticas religiosas, nos ha sido explícitamente atestiguada, aunque no había ninguna necesidad de ello, cuando por ejemplo San Lucas nos cuenta que Jesús iba con María y José al tem- plo de Jerusalén por la Pascua, según la costumbre de aquella fiesta. Es, pues, fácil y dulce repre- sentarnos esta Sagrada Familia en Nazaret, a la hora de la acostumbrada oración. En el alba dorada o el violáceo crepúsculo de Palestina, sobre la pequeña terraza de su casita blanca, vueltos hacia Jerusalén, Jesús, María y José, están de rodillas; José, como cabeza de familia, recita la oración; pero es Jesús quien la inspira, y María une su dulce voz a la grave del santo patriarca. ¡Futuros cabezas de familia! Meditad e imitad este ejemplo, que muchos hombres de hoy ol- vidan. En el recurso confiado a Dios, encontraréis no solamente las bendiciones sobrenaturales, sino la mejor seguridad de aquel “pan cotidiano”, tan ansiosamente, tan laboriosamente, y a veces tan vanamente buscado. Como delegados y representantes del Padre que está en los Cielos y “de quien toda familia en el cielo y en la tierra toma nombre”2, pedidle que, como os ha dado algo de su ternura, os dé tam- bién algo de su poder, para llevar el grato, pero muchas veces grave peso de los cuidados familiares. XXVI LA COTIDIANA “AUDIENCIA DE DIOS” PARA LOS ESPOSOS CRISTIANOS 17 de Abril de 1940. (DR. 11, 71.) 72. Nos resulta siempre muy dulce, queridos hijos e hijas, ver reunidas en torno a Nos las parejas jóvenes de recién casados que vienen a pedir la bendición apostólica; y siempre nos es grato y con- movedor el dársela y el contemplar con qué filial piedad la reciben. Algunos de vosotros sois roma- nos; otros venís de regiones más o menos lejanas. Para todos, cuando hayáis vuelto a vuestras casas, y más tarde en el curso de vuestra vida, la jornada de hoy – no lo dudamos – quedará impresa en vuestro corazón como “aquella en que tuvisteis la audiencia del Papa”. La verdadera y precisa causa de vuestro gozo, es que en el Papa, cualquiera que sea su perso- na, véis vosotros al que es aquí abajo el representante de Dios, el Vicario de Jesucristo, el sucesor de Pedro, a quien nuestro Señor constituyó cabeza visible de su Iglesia, dándole las llaves del reino de los Cielos y el poder de atar y desatar3. Los sentidos vienen aquí, por decirlo así, en ayuda de la fe; lo que vosotros veis y oís, os confirma en lo que debéis creer. Ciertamente, no es Jesucristo en persona el que se os aparece como lo veían las turbas de Palestina sobre las riberas del lago de Tibe- ríades4, o María y Marta en su casa de Betania5. Sin embargo, cuando os acercáis al Papa, tenéis algún motivo para experimentar la impresión de encontraros como transportados a hace veinte i, siglos, junto al Divino Nazareno. En la voz del Papa os parece oír la palabra del Redentor, y de esta palabra ha sido, en efecto, el Papa eco vivo a través de los siglos; cuando él levante sobre vosotros su mano para bendecir, vosotros sabéis que esta pobre mano es para vosotros como la transmisora de los auxilios y de los favores celestes. En fin, cuando sentís vibrar el corazón del Papa junto al vuestro, no os equivocáis si creéis percibir en las actitudes, en las palabras y en los gestos que el 1 Mat. VI,26-34. 2 Ef. III, 15. 3 Mat. XVI, 18-19. 4 Io. VI, 1-2. 5 Io. XI, 1. 30
Señor le inspira, algo de las palpitaciones y de las emociones íntimas del Corazón de Jesús, porque Jesucristo ha puesto en su Vicario una participación de su amor salvífico y compasivo hacia las al- mas, cuando le dijo: “apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas”1. 73. Pero recordad, amados hijos e hijas, que podéis, de modo verdaderísimo aunque menos sensi- ble, ser admitidos frecuentemente a la audiencia de aquel Dios poderoso y bueno cuyo lugar ocupa aquí abajo el Papa. El más real e íntimo encuentro con Dios es la sagrada comunión, por la cual Jesús mismo se da a vosotros con su cuerpo, con su sangre, con su alma y con su divinidad. Tenéis no sólo el dere- cho, sino el deber de acercaros a esta Mesa divina, por lo menos una vez al año en el tiempo Pas- cual. Pero si amáis verdaderamente al amabilísimo Salvador, si creéis firmemente en su presencia y en su poder eucarístico, si queréis consolarle de las penas causadas en su Corazón por la impiedad de los malos y la indiferencia de los tibios, os acercaréis a la santa comunión con frecuencia, todos los meses (por ejemplo, los primeros viernes), o todos los domingos, o incluso todos los días si os fuese posible. 74. Dios os ofrece otra audiencia, todos los días y a todas las horas, en la naturaleza, es decir, en los seres mismos, vivos o inanimados, racionales o irracionales, que nos circundan. ¿Podéis, por ejemplo, abrir los ojos, sin reconocer en la naturaleza la potencia y la bondad del Creador? ¿No habéis sentido alguna que otra vez, ante la sublimidad de las cumbres de los montes o la inmensidad de los mares, que se enciende en vosotros una chispa de aquella llama que ardía en San Francisco de Asís cuando hacía resonar por las campiñas de la Umbría el cántico del hermano sol? En la ac- ción recíproca de los elementos y de las fuerzas de la naturaleza: el aire, el agua, el fuego, la electri- cidad, que obedecen a leyes tan armónicas y constantes que la ciencia humana encuentra en ellas uno de sus guías más seguros, ¿no sentís cómo el Creador revela su infinita sabiduría? Ciertamente, sabemos bien que conversar con Dios en la contemplación de las criaturas no es- tá en las manos de todos los hombres. Por eso se les ha dado otro medio, fácil y familiar, de presen- tarle sus súplicas y de escuchar sus palabras. Esta audiencia divina, a la que en todo instante sois invitados y admitidos, y en la que Dios se ha comprometido a no negar nada de lo que le pidáis re- cta y piadosamente2, es sencillamente la oración. La oración personal e íntima ante todo. Rezar es en primer lugar recogerse en la presencia del Señor. Para buscar a Dios, para encontrarle, basta que entréis en vosotros mismos por la mañana, por la tarde o en cualquier momento del día. En lo íntimo de vuestra alma, si felizmente os halláis en estado de gracia, veréis con los ojos de la fe a Dios, siempre presente como un Padre inmensa- mente bueno, pronto a acoger vuestras súplicas y a deciros también lo que de vosotros espera. Si en alguna ocasión habéis desdichadamente perdido la gracia, entrad también lealmente en vosotros; allí encontraréis a Dios presente como un juez, pero juez misericordioso y pronto a perdonar; o, mejor todavía, como el padre del hijo pródigo, que os abrirá los brazos y el corazón con tal que os arrodi- lléis arrepentidos confesando: “Padre he pecado contra el cielo y contra Ti”3. ¡Cuántas almas se han salvado de la obstinación en el pecado, del endurecimiento y de la perdición eterna, con un breve examen de conciencia cada noche! ¡Cuántos deben su salvación a la oración cotidiana! 75. Pero no siempre gozaréis solos de este bendito tiempo de recogimiento. Tampoco a la audien- cia del Papa, queridos esposos, habéis querido venir el uno sin la otra. Id también en familia, por decirlo así, a la audiencia del buen Dios. Recordad las palabras del Salvador en el Evangelio: “Si dos de vosotros os unís en la tierra (¿y estos dos que deben unirse, no son acaso de modo especial el esposo y la esposa, a quienes Dios mismo ha unido?) para pedir alguna cosa, les será concedida por mi Padre, que está en los Cielos. Porque donde hay dos o tres personas congregadas en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”4. ¿Lo habéis oído bien? Del mismo modo que el Vicario de Cristo está en este momento en medio de vosotros, Cristo mismo, aunque invisible, está presente en medio 1 Io. XXI, 15-17. 2 Io. XIV, 13. 3 Lc. XV, 20-21. 4 Mt. XVIII, 19-20. 31
de vosotros cuando oráis juntos. También entonces los sentidos pueden venir en ayuda de la fe, y la realidad exterior aumentar la piedad interior. Futuros padres y madres: muy pronto, la vista de vues- tros pequeños ángeles terrestres, arrodillados junto a vosotros, con las manecitas juntas y con los cándidos ojos fijos en la imagen de María, traerá a vuestra memoria el recuerdo de los días de vues- tra propia infancia, el puro gozo de su corazón inocente, su facilidad para conversar con Dios. Es- posos cristianos: al postraros ante la Majestad divina el uno junto a la otra, y rodeados por vuestros hijos, vosotros pronunciaréis con mayor confianza la súplica implorante: - Padre nuestro... danos el pan cotidiano para toda esta familia que te presentamos, testimonio viviente de nuestra fidelidad a tus leyes. - Diréis también, aunque vuestra voz hubiera de tener un ligero temblor: -Padre, perdóna- nos nuestras ofensas como nosotros nos perdonamos recíprocamente las ofensas, los choques, los contrastes.- A vosotros, en fin, cabezas de familia, la vista de vuestra esposa, que después de un día de animoso trabajo reúne presurosamente a las queridas prendas de vuestro mutuo amor y confía su sueño a los guardianes celestes, os recordará que hay, allí arriba, para todos los cristianos una madre infinitamente tierna, pronta a socorrer a sus hijos, especialmente en la tarde de esta rápida jornada que es la vida, y entonces diréis con un sentido de dulce esperanza: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.- Y así, os dormiréis más tran- quilos. He aquí, amados hijos e hijas, alguno de los frutos espirituales que puede traeros la familiar y diaria audiencia de Dios. Pensando en las preocupaciones que, ante el mundo agitado de nuestros días, oprimen el corazón del Papa, dad a vuestra plegaria un acento verdaderamente católico: orad con la Iglesia y por la Iglesia. Orad a fin de que todos los hombres escuchen con ánimo dócil las llamadas angustiosas, las cálidas exhortaciones de nuestro amor paterno; que recuerden que son todos hijos de Dios, y vuelvan a encontrar así el sentimiento de la fraternidad universal, fundamento necesario de la concordia de los pueblos y de la tan suspirada paz. XVII EL ARCANGEL PROTECTOR 8 de Mayo de 1940. (DR. 11, 107.) 76. En la serie de los santos que la Iglesia venera, ofrece ésta a los fieles patronos para los diver- sos estados y las diversas edades de la vida. Ya lo sabéis, queridos recién casados; pero acaso os veréis algo sorprendidos al sentirnos hoy invocar sobre vosotros la protección del arcángel San Mi- guel, cuya aparición celebra la Iglesia en este día, y hacia el cual, como primer impulso, no experi- mentáis acaso sino una especie de reverente temor. La iconografía sagrada lo dibuja con las líneas severas de un guerrero que aterra al demonio. Después de las Sagradas Escrituras, que llaman a Mi- guel uno de los primeros Príncipes del Cielo1, y el caudillo de las milicias angélicas contra Satanás2, la liturgia le presenta en estas, mismas actitudes: cuando baja del cielo, el mar se alborota y la tierra tiembla; cuando enarbola la cruz de la salvación, como una bandera de victoria, fulmina de la roca celeste a los espíritus rebeldes3. Pero más que cualquier otro, parece que deberían temer a este vengador de los derechos de Dios, el hombre y la mujer que dejan a su padre y a su madre4 para emprender juntos el misterioso viaje de la vida. Porque, como tal vengador, les recuerda casi instintivamente al querubín que, ar- mado de una espada llameante, arrojó del Paraíso terrestre a la primera pareja humana5. Ahora bien, aunque tal temor no deje de tener una. apariencia de razón, son más fuertes los motivos de confianza y de esperanza. Porque en la hora misma de aquella tragedia inicial de la humanidad, mientras nuestros primeros padres se alejaban en la hosca y fría niebla del anatema, una 1 Dan. X, 13. 2 Apoc. XII, 7. 3 Brev. Rom., día 8 de mayo. 4 Gen. II, 24. 5 Gen. III, 24. 32



nube ligera, semejante a la que un día debía ver el profeta Elías1, aparecía ya en el horizonte, anun- ciando la rociada benéfica de los grandes perdones: Miguel, con la milicia de los ángeles fieles, entreveía la maravilla de la encarnación divina y de la redención del género humano. Lejos de envi- diar a éste, como el orgulloso Lucifer, el honor de la unión hipostática, y obedeciendo según su nombre y su divisa: “Quis ut Deus?” al Señor que no tiene igual, adoró con todos los ángeles bue- nos al Verbo encarnado2. Así, no ha cesado de amar a los hombres, hacia los cuales experimenta una piedad casi fraternal, y cuanto más se esfuerza Satanás por hacerles caer en el infierno, tanto más trabaja el arcángel para conducirlos de nuevo al Paraíso perdido. 77. Introducir las almas ante Dios en la gloria eterna, es un papel que la liturgia y la tradición atri- buyen a San Miguel. “He aquí -dice el Oficio divino en la fiesta de hoy - al arcángel San Miguel, príncipe de la milicia angélica, cuyo culto es manantial de beneficios para los pueblos, y cuya ora- ción conduce al reino de los cielos.... El arcángel San Miguel viene con una multitud de ángeles a él le ha confiado Dios las almas de los santos, a fin que las conduzca al gozo del Paraíso3. Y en el ofertorio de la misa por los difuntos, la Iglesia ruega así al Señor: “Que estas almas no caigan en las tinieblas, sino que el portaestandarte San Miguel las conduzca a la luz santa”. 78. No creáis, sin embargo que, este “Propósito del Paraíso”, que Dios ha constituído príncipe sobre todas las almas que se han de salvar, “constitui te principem super omnes animas suscipien- das”4 espera la hora del supremo pasaje para manifestar a los hombres su bondad. ¡Cuán caro, pues, queridos esposos, os debe ser su patrocinio para ayudaros a acoger en este mundo las almas a las que vosotros preparáis, obedeciendo las leyes del Creador, una morada corporal! Además de que San Miguel os sostendrá también en vuestra misión, cuidando de vosotros y de vuestros hijos. Porque es una devoción muy antigua5 invocar al grande arcángel como protector de la salud y patrono de los enfermos. Todos vosotros, al venir acá, habéis podido ver la mole Adriana y saludar en su cumbre la estatua de bronce, de donde aquel célebre mausoleo toma el nombre de castillo de Santángelo. Aquella imagen parece velar desde arriba sobre la vida y sobre la salud de los romanos, y recordarles cómo, hace ahora mil trescientos cincuenta años, es decir, en el 590, mientras la peste desolaba a la ciudad, el Papa San Gregorio Magno, yendo en procesión con el clero y el pueblo para impetrar la cesación del azote, vió según la tradición aparecer sobre el mo- numento al arcángel San Miguel envainando la espada en señal del fin del castigo divino6. Vosotros pues, queridos hijos e hijas, que entrevéis ya, junto con los goces, los deberes y los cuidados de la familia, pedid a San Miguel que aleje de vuestro hogar la ansiedad que la salud precaria de los ni- ños, o la amenaza de epidemias, o las crisis mismas del desarrollo, causan en el corazón de los pa- dres. 79. La sombra benéfica del castillo de Santángelo, se extiende por lo demás mucho más allá de los confines de la Urbe, San Miguel, poderoso para socorrer al mundo entero, parece sin embargo otor- gar una protección especial a los hijos de nuestra querida Italia, como recuerda precisamente la fes- tividad de hoy. En efecto, unos cien años antes de la peste de Roma, una aparición milagrosa sobre la cumbre del monte Gargano7, cuya narración se inserta en el Breviario Romano, hizo comprender cómo el arcángel San Miguel tomaba aquel lugar bajo su particular tutela, y con tal hecho quería al mismo tiempo manifestar que se rindiese allí un culto a Dios en memoria de él y de los ángeles. 80. Pero la Iglesia invoca al arcángel sobre todo como protector de la salud de las almas, mucho más preciosa que la del cuerpo, y siempre amenazada por el contagio del mal. Sin duda, la Iglesia está segura de que las potencias infernales no prevalecerán contra ella8; pero sabe también que, es- pecialmente para la conservación de la vida cristiana en cada persona y en cada país, debe implorar 1 III Reg. XVIII, 44. 2 Heb. I, 6. 3 Brev. Rom. loc. cit. 4 Brev. Rom., loc. cit. 5 Cfr. Acta Sanctorum, Septiembre. T. VIII, pág. 49 y siguientes, 65-66. 6 Cfr. Acta Sanctorum, loc. cit., pág. 72. 7 Cfr. Acta Sanctorum, loc. cit., pásg. 54 y ss. 8 Mt. XVI, 18. 33
el socorro divino, y que Dios tiene por ministros suyos a los ángeles1. Por eso todas las mañanas, al fin de la santa misa, el sacerdote ora en unión de los fieles: “San Miguel Arcángel, defiéndenos en el combate... ; arroja al infierno a Satanás y a los demás espíritus malignos que andan errantes por el mundo para la perdición de las almas”. Rara vez ha parecido más urgente que ahora, esta invoca- ción. El mundo, intoxicado por la mentira y la deslealtad, herido por los excesos de la violencia, ha perdido la salud moral y la alegría, al perder la paz. Si la tierra, después del pecado original, no pu- do ser ya un paraíso, podría sin embargo ser y debería haber sido un asilo de fraterna concordia en- tre los hombres y entre los pueblos. Pero el incendio de la guerra lo devora todo en unas naciones y amenaza invadir a otras. Nuestro corazón se conmueve especialmente por vosotros, queridos hijos e hijas, y por tantos otros recién casados de todo país, que en esta trágica primavera unen sus desti- nos. ¡Cómo ver sin un grito de horror perfilarse, aunque sea de lejos sobre estos hogares nuevos donde sonríe la esperanza, el espectro terrible de la guerra. ¡Pero si las fuerzas humanas no parecen actualmente eficaces para el pronto restablecimiento de una paz justa, leal y duradera, es siempre posible para los hombres solicitar la intervención de Dios. Entre los hombres y Dios, el Señor ha puesto como medianera a su dulcísima Madre María. Dígnese esta “Madre amable”, esta “Virgen potente”, este “Auxilio de los cristianos”, que con mayor fervor y ansiosamente invocan en el pre- sente mes de mayo – y más especialmente hoy, bajo el título de Reina del Santísimo Rosario de Pompeya –, unir de nuevo, bajo el manto de su ternura, en la paz de su sonrisa, a sus hijos tan cruel- mente divididos! ¡Dígnese, como la Iglesia canta precisamente hoy en la sagrada liturgia, “el ángel de la paz, Miguel, descender del cielo a nuestras moradas, y como mensajero de paz, relegar al in- fierno las guerras, causa de tantas lágrimas!”2. XXVIII EL REINADO DEL SAGRADO CORAZON 5 de Junio de 1940. (DR. 11, 133.) 81. ¿Cómo podríamos, queridos recién casados, dejar de hablaros del Sagrado Corazón de Jesús en este mes dedicado a Él, durante la octava de su fiesta? ¿Cómo podríamos no hablaros del Sagra- do Corazón, manantial inextinguible de ternura humana y divina, en un tiempo en que vuestro afec- to reciente, tembloroso, ya de esperanza al despuntar los sueños que iluminan vuestro porvenir, ya de temor en la explosión de las violencias que obscurecen la presente convulsa edad, se pregunta con angustia si existe todavía un rincón de la tierra donde dos corazones humanos puedan amarse en la tranquilidad y en la paz? 82. La paz, por lo menos la del alma, compatible con las agitaciones del mundo exterior, nos invi- ta Jesucristo a buscarla en la devoción a su Corazón. “Aprended de mí – dice Él –, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis reposo a vuestras almas”3. Ser de la escuela de Jesús, aprender de su corazón la dulzura y la humildad, divinos remedios para la violencia y el orgullo de donde proceden todas las culpas y todas las desventuras de los hombres4, es el camino de la paz para los individuos y para las naciones mismas. Será también para vosotros la fuente de la felicidad que de- seáis, y que Nos auguramos a vuestro hogar doméstico. 83. En las revelaciones llenas de amor que han dado en los tiempos modernos tanto impulso a la gran devoción hacia el Sagrado Corazón de Jesús, nuestro Señor prometió entre otras cosas que “dondequiera que la imagen de este Corazón sea expuesta para ser singularmente honrada, atraerá toda suerte de bendiciones”. Confiados en la palabra divina, podréis, pues, y querréis ciertamente aseguraros los beneficios de tal promesa, conservando en vuestra casa la imagen del Sagrado Cora- zón con los honores que le son debidos. En las familias nobles, se ha considerado siempre como una 1 Salmo CIII, 4. 2 Brev. Rom., l. c. 3 Mt. XI, 29. 4 Eccli. X, 15. 34
gloria, mostrar esculpidas en mármol, fundidas en bronce, pintadas sobre lienzo, efigies de los grandes antepasados, que sus descendientes contemplan y admiran en los palacios, o en los casti- llos, con un sentido de legítimo orgullo. ¿Pero es acaso necesario ser nobles o que un retrato de fa- milia sea una obra de arte, para que el corazón se conmueva ante la imagen de un abuelo o de un padre? Son innumerables las pobres habitaciones, donde en una tosca cornisa con piadoso cuidado una sencilla fotografía, acaso de tinte amarillento, con los rasgos desvaídos por el tiempo, recuerdo sin embargo inestimablemente precioso de un ser querido, de quien en una tarde de luto se cerraron los párpados y los labios, se sepultaron los restos, se perdió la presencia sensible; pero del que, a pesar de los años, se cree, mirando aquella pálida efigie, ver resplandecer todavía la dulce mirada, oír la voz familiar, sentir la mano acariciadora. Queridos recién casados, hermanos de Jesús: que la imagen de su Corazón “que tanto ha ama- do a los hombres”, sea expuesta y honrada en vuestra casa, como la del pariente más cercano y más amado, y que derrame los tesoros de sus bendiciones sobre vuestras personas, sobre vuestros hijos, sobre vuestras empresas, “Expuesta y honrada”: esto quiere decir que esta imagen no debe solamen- te velar sobre vuestro reposo en una habitación privada, sino ser lealmente expuesta con honor: so- bre la puerta de entrada o en el comedor, o en la sala de recibir o en otro lugar de paso frecuente. Porque Jesús dice en el santo Evangelio: “A aquel que me confesare públicamente delante de los hombres, también yo le confesaré ante mi Padre que está en los cielos”1. “Honrada”: Quiere decir que, ante la preciosa estatua o la modesta imagen del Sagrado Cora- zón, una mano delicada pondrá, por lo menos de cuando en cuando, algunas flores, encenderá una vela o mantendrá también, como signo constante de fe y de amor, la llama de una lámpara, y que en torno a ella se reunirá cada noche la familia, para un acto colectivo de homenaje, una humilde ex- presión de arrepentimiento, una petición de nuevas bendiciones. En una palabra, el Sagrado Corazón es debidamente honrado en una casa, cuando allí es reco- nocido, por todos y por cada uno, como Rey de amor; lo que se expresa diciendo que la familia le ha sido consagrada. Porque el don total de sí hecho a una Causa o a una persona Santa, se llama consagración. Ahora bien, el Corazón de Jesús se ha comprometido a colmar de gracias especiales a aquellos que de ese modo se entreguen a Él. “Nuestro Señor me ha prometido - escribía Santa Mar- garita María Alacoque que ninguno de cuantos se hayan consagrado a este corazón divino, perecerá jamás”. 84. Pero quien se consagra debe cumplir las obligaciones que se derivan de un acto semejante. Cuando el Sagrado Corazón reina verdaderamente en una familia – y verdaderamente tiene derecho a reinar siempre – una atmósfera de fe y de piedad suele envolver en aquella casa bendita a personas y a cosas. ¡Lejos, pues, de ella todo lo que entristecería al Sagrado Corazón: placeres peligrosos, infidelidades, intemperancias, libros, revistas, figuras hostiles a la religión y a sus enseñanzas! Le- jos, en las relaciones sociales, aquellas condescendencias hoy demasiado comunes, que querrían conciliar la verdad con el error, la licencia con la moral., la injusticia egoísta y avara con la obliga- ción de la caridad cristiana! ¡Lejos ciertas maneras de caminar por un camino medio entre la virtud y el vicio, entre el cielo y el infierno! En la familia consagrada, padres e hijos se sienten bajo la mi- rada y en la familiaridad de Dios mismo; son por lo tanto dóciles a sus mandamientos y a los pre- ceptos de su Iglesia. Ante la imagen del Rey celestial que ha venido a ser su amigo terrestre y su huésped perenne, ellos afrontan sin temor, pero no sin mérito, todas las fatigas que exigen sus debe- res cotidianos, todos los sacrificios que imponen las dificultades extraordinarias, todas las pruebas que aportan las disposiciones de la providencia, todos los lutos y todas las tristezas que no sólo la muerte, sino la vida misma, siembra inevitablemente como dolorosas espinas sobre los senderos de aquí abajo. Queridos hijos e hijas: que pueda decirse esto también de vosotros. Viviendo ya en este mun- do unidos a Jesús, recibiéndolo incluso en la sagrada comunión, venerando cada día su imagen, no dejaréis la tierra sino para ir a contemplar eternamente la refulgente y beatificante realidad de aquel 1 Mt. X, 32. 35
Corazón divino en el cielo. Con tal augurio, y como preludio y prenda de las más abundantes gra- cias, os otorgarnos a vosotros y a todas las personas queridas, nuestra paternal bendición apostólica. XXIX ANSIAS Y ESPERANZAS 19 de Junio de 1940. (DR~ 11, 145.) 85. Hace cuarenta y un años, en una hora difícil para la sociedad cristiana, pero menos angustiosa que la presente, nuestro glorioso predecesor León XIII recordaba en su Encíclica “Annum sacrum” cómo, cuando la Iglesia se encontraba oprimida bajo el yugo de los Césares, la cruz se apareció en lo alto a un joven emperador, como auspicio y causa de la próxima victoria; y añadía: “He aquí que hoy se ofrece a nuestra mirada otra divina señal llena de auspicios: el sacratísimo Corazón de Jesús, coronado por la cruz y brillante de espléndido fulgor entre las llamas. En Él se deben colocar todas las esperanzas: a Él se debe pedir, y de Él se debe esperar la salvación de los hombres”1. En el actual mundo revuelto y en este mes dedicado al Sagrado Corazón, os repetimos estas palabras a vosotros, queridos recién casados, que tenéis más necesidad que otros de mirar con con- fianza al porvenir. Consagraos a este Corazón divino y esperad de Él vuestra salvación y vuestra felicidad. Dios, que ha creado al hombre para amarle y para ser amado de él, no ha hecho una llamada solamente a su inteligencia y a su voluntad; para tocar su corazón, ha tomado Él mismo un corazón de carne, y porque el signo más manifiesto de amor entre dos corazones es el don total del uno al otro, Jesús se digna proponer al hombre este cambio de corazones: Él ha dado el suyo en el calvario, lo da todos los días, millares de veces, sobre el altar y en cambio pide el corazón del hombre: “Proebe, fili mi, cor tuum mihi”2... ¡Hijo mío, dame tu corazón! Este llamamiento universal se diri- ge particularmente a la familia, porque son especiales los favores que a ésta le otorga el Corazón divino. 86. El hombre, obra maestra del Creador, está hecho a imagen de Dios3. Ahora bien, en la familia esta imagen adquiere, por decirlo así, una peculiar semejanza con el divino modelo, porque como la esencial unidad de la naturaleza divina existe en tres personas distintas, consustanciales y coeter- nas, así la unidad moral de la familia y humana se actúa en la trinidad del padre, de la madre y de su prole. La fidelidad conyugal y la indisolubilidad del matrimonio, constituyen un principio de unidad que puede parecer contrario a la parte inferior del hombre, pero es conforme a su naturaleza espiri- tual; por otro lado, el mandamiento dado a la primera pareja humana: creced y multiplicaos4, haciendo de la fecundidad una ley, asegura a la familia el don de perpetuarse a través de los siglos y pone en ella como un reflejo de eternidad. 87. Las grandes bendiciones de la antigua Ley, fueron prometidas y dadas a la familia. Noé no se salvó solo del diluvio; entró en el Arca “con sus hijos, su mujer y las mujeres de sus hijos”5, para salir de aquélla incólume y con ellos6; después de lo cual, Dios bendijo a él y a su descendencia, a la que ordenó crecer y multiplicarse hasta llenar la tierra7. Las promesas hechas solemnemente a Abraham, se dirigían, como recordaba San Pablo en su carta a los gálatas8, no solamente a él, sino a su progenie, que poseería la tierra prometida y se multiplicaría hasta hacer del patriarca el padre de muchas gentes9. Cuando Sodoma fué destruída a causa de su iniquidad, y precisamente de sus deli- 1 Actas de León XIII, XIX, págs. 78-79. 2 Prov. XXIII, 26. 3 Gen. I, 26-27. 4 Gen. I, 22. 5 Gen. VII, 7. 6 Gen. VIII, 18. 7 Gen. IX, 1. 8 III, 16. 9 Gen. XV y XVII. 36
tos contra la familia, el fiel Lot, advertido por los ángeles, fué librado con sus hijas y con sus yer- nos1. Heredero de las promesas y de las predilecciones del Altísimo, el rey David cantó la miseri- cordia divina que se derramaba sobre su estirpe2 de generación en generación3, porque después de haberlo llamado cuando era un pastorzuelo y andaba tras de su rebaño, haberle dado un grande nombre y haberle librado de todos sus enemigos, el Señor le anunció que “formaría una casa”, es decir, una familia, y que tomaría cuidado de ella paternalmente: “cuando se cumplan tus días, y tú duermas con tus padres, yo suscitaré después de ti a tu posteridad4. 88. En la nueva Ley todavía se conceden a la familia nuevas gracias. El sacramento hace del ma- trimonio mismo un medio de mutua santificación para los cónyuges y un manantial inagotable de ayuda sobrenatural; hace a su unión símbolo de la unión entre Cristo y su Iglesia; les convierte en colaboradores de la obra creadora del Padre, de la obra redentora del Hijo, de la obra iluminadora y educadora del Espíritu Santo. ¿No es acaso ésta una verdadera predilección de Dios, un amor de su corazón, como cantaba el salmista al ver los pensamientos del Corazón divino a través de las gene- raciones humanas: “Cogitaciones cordis eius in generatione et generationem”?5. 89. Pero no es esto todo. Este Corazón da y promete a las familias cristianas todavía más. Ante todo, ha querido ofrecerles un modelo, por decirlo así, más tangible e imitable que la sublime e in- accesible Trinidad. Jesús, “autor y consumador de la fe”, que renunció a los goces humanos y, “de- jando la alegría sostuvo la cruz, sin hacer caso de la ignominia”6, gustó sin embargo la dulzura del hogar doméstico en Nazaret. Nazaret es el ideal de la familia, porque en ella la autoridad serena y sin asperezas se junta con una obediencia sonriente y sin indecisiones; porque la integridad se une allí a la fecundidad, el trabajo a la oración, el buen querer humano a la benevolencia divina. Este es el ejemplo y el ánimo que Jesús os ofrece. Pero su Corazón os reserva a vosotros, cabezas de fami- lia de los siglos nuevos, bendiciones todavía más explícitas. 90. A las familias que se consagran a Él, este Corazón divino se ha comprometido a asistirlas y protegerlas cuando se encuentren en cualquier necesidad. ¡Ah, cuántas necesidades, a veces bien duras, oprimen hoy a las familias, y cuántas las amenazan! Ninguna, acaso, puede decirse sin des- venturas en el presente y sin preocupaciones en el porvenir, además de que en la familia el peligro de cada uno es inquietud de todos, y el peligro de todos aumenta la ansiedad de cada uno. Ahora es por lo tanto más oportuno que nunca el momento de dirigiros al Sagrado Corazón y de consagraros a Él con todo lo que os es querido. Confiadle el nuevo hogar que habéis fundado y que no espera sino desenvolverse en la calma, aun en medio de las agitaciones del mundo exterior. Confiadle la casa que tal vez habéis debido abandonar, dejando a vuestros padres ancianos privados en adelante de vuestro apoyo. Confiadle la patria cuya tierra, fecundada con el sudor y acaso tam- bién con la sangre de vuestros abuelos, os pide que seáis generosos en servirla. Confiadle con Nos la santa Iglesia que tiene promesa de vida eterna y sabe que no sucumbirá a los asaltos del infierno, pero que llora como Raquel sobre muchos de sus hijos que ya no existen7, sobre tantos de sus tem- plos destruídos, de sus sacerdotes impedidos en el ejercicio de su ministerio, sobre innumerables almas pobres, ovejas errantes entre las ruinas de su redil destruído o en el desierto del destierro, mientras las energías unidas del engaño y de la seducción se esfuerzan por apartarles del único ver- dadero pastor divino. Confiad, en fin, al Sagrado Corazón, la humanidad entera, esta humanidad dividida, lacerada, ensangrentada. Millares de hombres se han olvidado de su bautismo, acaso también de la ley escul- pida por el Creador en el fondo de toda conciencia humana; que puedan volver a encontrar su re- cuerdo con un sentimiento de confusión dolorosa y, después de sus prevaricaciones, entrar de nuevo 1 Gen. XIX, 12-14. 2 Salmo XVII, 51. 3 Salmo LXXXIX, 1. 4 II Reg. VII, 8-12. 5 Salmo XXXII, 11. 6 Hebr. XII, 2. 7 Jer. XXXI, 15. 37
en su propio corazón: “Mementole istud et confundamini: redite, praevaricatores, ad cor”1. Que puedan, en este retorno a su pasado y al de sus abuelos, acordarse de que no hay sino un Dios y que Él es sin rival: “Recordamini priorís saeculi, quoniam ego sum Deus... nec est similis mei”2. Pero sobre todo, que mirando con amor la imagen del Sagrado Corazón, se acuerden de que este Dios sin igual se hizo igual a los hombres, que tiene un corazón semejante al suyo y herido de amor por ellos; que este Corazón, vivo en el tabernáculo, está siempre pronto a acoger su arrepentimiento y sus oraciones, siempre abierto para derramar sobre ellos, con la efusión de su sangre, la abundancia de sus gracias, únicas capaces de curar todas las miserias, de enjugar todas las lágrimas y de disipar todas las ruinas. XXX EL EVANGELIO, MANANTIAL DE LA PAZ DOMESTICA 26 de Junio de 1940. (DR. 11, 153.) 91. Hoy podemos, queridos recién casados, proponer a vuestra contemplación el cuadro gracioso que la Iglesia ofrecía anteayer a la piedad de los fieles: un niño, Juan Bautista, fruto milagroso de unas bodas largo tiempo estériles, y cuyo nacimiento fué acompañado de tales prodigios, que los amigos y conocidos de la familia se preguntaban estupefactos: “¿qué niño será éste?”3. Podremos también, arrodillándonos con vosotros junto a la tumba de los príncipes de los Apóstoles, cuya fiesta celebrará solemnemente la Iglesia de aquí a tres días, recordaros el eco de las sabias enseñanzas que daban a los fieles de su tiempo San Pedro en su primera carta4, y San Pablo en la epístola a los efesios5. Pero en una época agitada, en que acaso estáis inquietos por el porvenir de vuestro hogar re- cién fundado, estimamos todavía más útil una palabra de aliento análoga a la que ya en otras oca- siones, en este mismo mes de junio, hemos dirigido a los recién casados reunidos en torno a Nos, para deciros: “¡Queridos hijos e hijas, volveos al Sagrado Corazón de Jesús, consagraos a Él ente- ramente, y vivid en la serenidad y en la confianza!”. No hay duda de que, si se quiere salir de modo durable de la crisis actual, será preciso reedifi- car la sociedad sobre bases menos frágiles, es decir, más conformes a la moral de Cristo, fuente primera de toda verdadera civilización. No es menos cierto que, si se quiere conseguir tal fin, hará falta comenzar por hacer de nuevo cristianas a las familias, muchas de las cuales han olvidado la práctica del Evangelio, la caridad que requiere y la paz que trae. 92. La familia es el principio de la sociedad. Como el cuerpo humano se compone de células vi- vientes, que no están sólo yuxtapuestas la una junto a la otra, sino que constituyen un todo orgánico con sus íntimas y constantes relaciones, así también la sociedad está formada no por un conglome- rado de individuos, seres esporádicos que aparecen un instante para desvanecerse en seguida, sino por una comunidad económica y una solidaridad moral de las familias, que transmitiendo de gene- ración en generación la preciosa herencia de un mismo ideal, de una misma civilización, de una fe religiosa, aseguran la cohesión y la continuidad de los vínculos sociales. San Agustín lo notaba hace quince siglos, cuando escribía que la familia debe ser el elemento inicial y como una célula (partí- cula) de la ciudad. Y como toda parte está enderezada al fin y a la integridad del todo, deducía de ahí que la paz en el hogar doméstico, entre quien manda y quien obedece, ayuda a la concordia en- tre los ciudadanos6. Bien lo saben los que, para expulsar a Dios de la sociedad y lanzarla en el des- 1 Is. XLVI, 8. 2 Ib. IX. 3 Lc. I, 66. 4 III, 1-7. 5 V, 22-23. 6 De civitate Dei, lib. 10, c. 16. 38
orden, se esfuerzan por quitar a la familia el respeto y hasta el recuerdo de las leyes divinas, exal- tando el divorcio y la unión libre, poniendo trabas al papel providencial confiado a los padres con respecto a sus hijos, infundiendo en los esposos el temor de las fatigas materiales y de las responsa- bilidades morales que lleva consigo el glorioso peso de una prole numerosa. Contra semejantes pe- ligros deseamos prevenirnos, recomendándoos que os consagréis al Corazón Santísimo de Jesús. 93. Lo que ha faltado, lo que falta al mundo para vivir feliz en le paz, es el espíritu evangélico de sacrificio, y este espíritu falta porque, cuando la fe se debilita, viene a prevalecer el egoísmo, que destruye y hace imposible la felicidad en común. De la fe brotan el temor de Dios y la piedad, que hacen a los hombres pacíficos; el amor al trabajo que conduce al aumento de las mismas riquezas materiales; la equidad que enseña y asegura su recta distinción; la caridad que repara asiduamente las inevitables brechas abiertas en la justicia por las pasiones humanas. Todas estas virtudes supo- nen el espíritu de sacrificio al que está obligado el creyente: “el que quiera venir en pos de mí, dice Jesús, reniegue de sí mismo”1. Por el contrario, entre los hombres como entre los pueblos, las ambi- ciones de cada uno no podrán nunca conciliarse con el bienestar de todos. ¿De dónde vienen, ex- clama el Apóstol Santiago2, las guerras y las riñas entre vosotros? ¿No vienen acaso de vuestras concupiscencias que guerrean en vuestros miembros? Para volver a encontrar la paz, hace falta, por lo tanto, que los hombres hagan lo que desde hace siglos les predican Jesucristo y su Iglesia: sacrifiquen sus propias aspiraciones y sus propios deseos, en cuanto aparezcan incompatibles con los derechos ajenos o con el interés colectivo. A este fin les encamina por una vía dulce y segura la devoción al Sagrado Corazón. 94. Porque en primer lugar, la imagen del Divino Corazón, rodeado de llamas, coronado de espi- nas, abierto por la lanza, recuerda hasta qué punto amó Jesús a los hombres y se sacrificó por ellos, es decir, según sus propias palabras. “hasta agotarse y consumirse”. Además, el lamento del Salva- dor por la infidelidad y las ingratitudes de los hombres imprime a esta devoción un carácter esencial de penitencia expiadora. Nuestro gran predecesor Pío XI la aclaró admirablemente en su encíclica “Miserentissimus Redemptor”, y en la oración litúrgica de la fiesta del Sagrado Corazón, donde se dice que al devoto obsequio de nuestra piedad (“devotum pietatis, nostrae obsequiuni”) debe aña- dirse una digna satisfacción por nuestros pecados (“dignx satisfactionis officium”). Estos dos ele- mentos hacen a la devoción del Sagrado Corazón eminentemente apta para restablecer el orden quebrantado, y con esto para preparar y promover el retorno de la paz. La grande obra de Cristo, o, para hablar con San Pablo3 la obra que Dios hizo en Él, era reconciliar consigo al mundo (“Deus erat in Christo mundum reconcilians sibi”), y la sangre, cuyas últimas gotas brotaron del Corazón de Jesús sobre la cruz, es el sello de la nueva Alianza4 que reanuda los vínculos de amor entre Dios y el hombre, rotos por el pecado original. 95. Haced, pues, de este Corazón el rey de vuestra casa, y estableceréis en ella la paz. Tanto más cuanto que Él mismo, renovando y determinando las bendiciones de su Padre celestial hacia las familias fieles, prometió hacer reinar la paz en aquéllas que le fueran consagradas. ¡Oh, si todos los hombres escuchasen esta invitación y esta promesa! Dos gloriosos predece- sores nuestros, León XIII y Pío XI, como padres comunes de la cristiandad y guías inspirados del género humano sobre este mundo, lo consagraron solemnemente, es verdad, al Corazón de Jesús. Pero ¡cuántas almas ignoran todavía, cuántas hasta desprecian el manantial de gracia que les ha sido abierto y les es tan fácilmente accesible! Ah, no seáis vosotros de aquellos negligentes o necios, que dejan cerradas al Rey de amor las puertas de su hogar, de su ciudad, de su nación, y retrasan con eso mismo el día en que el mundo, pacificado, vuelva a encontrar la verdadera felicidad. ¿Cerraríais acaso vuestra ventana, si vierais volar ante ella, como Noé ante el Arca, la paloma con el ramo de olivo? Pues lo que promete y trae el Sagrado Corazón, es más que un símbolo, es la realidad de . la paz. Jesús os pide únicamente que le deis sinceramente vuestro corazón: tal es la verdadera consa- 1 Mt. XVI, 24. 2 Sgo. IV, 1. 3 II Cor. V, 19. 4 I Cor. XI, 25. 39
gración. Tened la valentía de hacerla, y aprenderéis por experiencia que Dios no se deja nunca ven- cer en generosidad. Sean las que fueren, hoy o mañana, las dificultades de la vida en torno a vosotros, no experi- mentaréis ya aquellos desalientos y aquellas tristezas que conducen al abatimiento; porque desalen- tarse es faltar el corazón; pero vosotros tendréis, en lugar de un débil corazón humano, un corazón conforme al de Dios mismo. Entonces veréis realizarse en vuestra familia, en vuestra patria, en la cristiandad y en la humanidad entera, la promesa del Señor al profeta Jeremías: “Yo les daré un corazón para conocerme... y ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios, por que volverán a mí con todo su corazón”1. XXXI AGUA DE VIDA 13 de Julio de 1940. (DR. 11, 161.) 96. La piedad de los fieles dedica el mes de julio a la preciosísima sangre de nuestro Señor Jesu- cristo, en honor de la cual la Iglesia celebra el primer día de este mes una solemne fiesta litúrgica; en torno a este tema, grato a todas las almas cristianas, deseamos, pues, hablaros hoy brevemente. En una hora de luchas gigantescas, en que la sangre humana corre a borbotones en el mundo, ojalá pueda la contemplación de las maravillas de la sangre divina, derramada por puro amor y manantial inagotable de reconciliación y de paz, ser aliento para vuestros corazones y esperanza para vuestras almas. Ciertamente, no ignoráis el precio infinito de la sangre del Redentor; sabéis también que algu- nas iglesias o capillas se glorían de conservar algunos restos o huellas de ella, como las que se vene- ran en la Escala Santa; conocéis sobre todo que en el tabernáculo, bajo las apariencias de la hostia, está la realidad misma de esta sangre, presente allí con el cuerpo, el alma y la divinidad del Sal- vador. Adorando este augusto sacramento, habéis repetido muchas veces con la Sagrada liturgia: “Pange, lingua, gloriosi Corporis mysterium Sanguinisque pretiosi”: canta, oh lengua, el misterio del Cuerpo glorioso y de la preciosa Sangre; y no pocos de vosotros, como esperamos, habrán cele- brado anteayer con una piadosa comunión la fiesta de la Preciosísima Sangre. Esta expresión, usada por San Pedro cuando escribía a los cristianos de su tiempo: “Sabed que habéis sido rescatados no a precio de cosas corruptibles de oro o de plata ..., sino con la sangre preciosa de Cristo, como de cor- dero inmaculado e incontaminado”2, no ha cesado de usarse en las oraciones devotas, como por ejemplo en el versículo del Te Deum que se recita de rodillas: “Te ergo quæsumus, tuis famulis sub- veni, quos pretioso sanguine redemisti”: ven pues, oh Señor, en ayuda de tus siervos, que has redi- mido con tu preciosa sangre. 97. Es muy natural que todo hombre estime su sangre como un bien de gran valor, porque ésta tiene la función de transportar a los varios tejidos el material nutritivo y el oxígeno, mientras sus glóbulos blancos defienden el organismo contra las invasiones de bacterias. Uno de los primeros cuidados de los padres es, por eso, transmitir a sus hijos una sangre no alterada ni empobrecida por enfermedades internas, por contaminaciones externas o por degeneración progresiva. Recordad, sin embargo, que cuando vosotros llamáis a los hijos herederos de vuestra sangre, debéis referiros a algo más alto que la sola generación corporal. Vosotros sois, y vuestros hijos deben ser, brotes de una estirpe de santos, según la frase de Tobías a su joven esposa: “Filii Sanctorum sumus”3, es de- cir, de hombres santificados y participantes de la naturaleza divina por medio de la gracia sobrena- tural. El cristiano, en virtud del bautismo, que le ha aplicado los méritos de la sangre divina, es hijo de Dios, uno de aquellos, según el Evangelista San Juan4, “que creen en su nombre; los cuales no 1 Jer. XXIV, 7. 2 I Pet. I, 18-19. 3 Tob. VIII, 5. 4 I, 12-13. 40
por la sangre, ni por voluntad de la carne, ni por voluntad de hombre, sino de Dios, han nacido”. Por consiguiente, en un pueblo de bautizados, cuando se habla de transmitir la sangre a los descendien- tes, que deberán vivir y morir, no como animales sin razón, sino como hombres cristianos, es preci- so no restringir el sentido de aquellas palabras a un elemento puramente biológico y material, sino, extenderlo a lo que es como el liquido nutritivo de la vida intelectual y espiritual: el patrimonio de fe, de virtud, de honor, transmitido por los padres a su prole, y mil veces más precioso que la san- gre, por muy rica que ésta sea, infundida en sus venas. 98. Los miembros de una familia noble se glorían de ser de sangre ilustre; y este brillo, fundado sobre los méritos de los antepasados, implica en sus herederos muy otra cosa que sólo ventajas físi- cas. Pero todos los que han recibido la gracia del bautismo pueden decirse “príncipes de la sangre”, de una sangre no solamente real, sino divina. Inspirad pues, queridos recién casados, en los hijos que Dios os conceda, una tal estima de esta nobleza sobrenatural, que estén prontos a sufrirlo todo, antes que perder un tesoro tan precioso. Para apreciarlo todavía mejor, pensad en el beneficio que os aporta. Conocéis la historia de la primera Pascua en el antiguo Testamento, y sabéis que cuando el Señor envió a su ángel para matar a los primogénitos de los egipcios, ordenó a los hijos de Israel que inmolasen un cordero sin man- cha y señalaran con su sangre las puertas de sus casas; el ángel, viendo este signo, pasaría adelante y respetaría a los hijos del pueblo elegido1. Toda la tradición, comenzando por los Apóstoles y los Padres, ve en este cordero la figura de Cristo inmolado sobre la cruz para que los hombres señala- dos con su sangre redentora se salvaran de la muerte eterna. Sin embargo, por muy puro que fuese el cordero pascual, Dios no quería aceptar en la antigua Ley la efusión de su sangre como homena- je, sino como rito provisional. Muy diversa es la sangre humana, por el valor de su función y por su dignidad simbólica. Derramada criminalmente, grita venganza a Dios, como la de Abel2. Derrama- da, en cambio, por caridad hacia el prójimo, constituye el mayor acto posible de amor3, el que Cris- to ha hecho por nosotros. Precisamente porque la sangre de las víctimas animales era incapaz para quitar los pecados del mundo, el Verbo se encarnó para ofrecerse a sí mismo al Padre en sacrificio de adoración y de expiación4; en la plenitud de su libertad5, ha dado su vida, ha derramado su san- gre, para el rescate de la humanidad pecadora. Esta efusión redentora comenzó ocho días después de su nacimiento, en el rito sagrado de la circuncisión del Señor; continuó más tarde durante las horas dolorosas de su pasión: en la angustia de la agonía del Getsemaní, bajo los golpes de la flagelación y la corona de espinas en el pretorio; se consumó, en fin, sobre el Calvario, donde su Corazón fué atravesado para que quedase siempre abierto a nosotros. La sangre que Jesús derramaba así como sacrificio, y que hacía de Él el Media- dor de la nueva Alianza, como dice San Pablo, “habla mejor que Abel”6; aquí la voz del perdón cubre la del delito, porque el grito de misericordia y de perdón es de un Dios-Hombre. 99. Renovad, por lo tanto, en vuestros corazones, queridos hijos e hijas, la saludable devoción a la preciosísima sangre; la señal que ésta ha impreso en vosotros con el bautismo, es, como bien sabéis, indeleble. En la misma naturaleza, la sangre derramada parece adherirse a las manos del delincuen- te, como el delito y el remordimiento se agarran a su conciencia: la poesía y el arte dramático han obtenido de esta tenaz persistencia, efectos impresionantes; y en vano Pilato se lavó ante el pueblo las manos que habían suscrito la sentencia de muerte del Justo7; hasta el fin de los siglos la mancha de la sangre divina quedará imborrable sobre su memoria: “passus sub Pontio Pilato”. Esposos cristianos, depende de vosotros dar a la sangre de Cristo en vuestras almas y en las de vuestros hijos, una voz de perdón o una voz de venganza. Su impronta, si la guardáis siempre viva y fúlgida en su frescura primitiva, no habla sino de rescate y de misericordias; pero si se obscurece y 1 Ex. XII. 2 Gen. IV, 10. 3 Jn. XV, 13. 4 Hebr. X. 5 Is. LXXX, 7; Jn. X, 17-18. 6 Hebr. XII, 24. 7 Mt. XXVII, 24. 41
mancha con el fango del pecado, se cambia en estigma de condenación. Hasta en aquel momento, os queda sin embargo un refugio: después de vuestras culpas, aunque fuesen innumerables, podréis siempre, por un arrepentimiento sincero, lavar de nuevo vuestra vestidura bautismal en la sangre del Cordero1, que no cesa de correr por vosotros en los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía. Así, esta señal, piadosamente preservada o humilde y animosamente reconquistada, será vuestra protección cuando pase sobre vosotros y sobre vuestra posteridad el ángel ejecutor de las justicias divinas. También vosotros podéis desde ahora y durante todo el tiempo de vuestra vida hacer vues- tro, como un grito de amor, el que fué grito de odio de los judíos: “Sanguis eius super nos et super filios nostros”2; “su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. ¡Señor nuestro Jesús, diréis vos- otros, que has derramado tu sangre preciosa por todos los pecadores: haz que se derrame en gracias de redención sobre nosotros, sobre nuestros seres queridos, y especialmente sobre los que serán, si así te place, los herederos de nuestra propia sangre! XXXII EL OLVIDO DE LAS OFENSAS 10 de Julio de 1940. (DR. 11, 169.) 100. En el mes de julio, la Iglesia honra particularmente, como sabéis muy bien, queridos hijos e hijas, la preciosísima sangre de nuestro Señor Jesucristo, y en su oración litúrgica suplica al Padre celestial, “que ha constituído a su Hijo unigénito, Redentor del mundo, y ha querido ser aplacado por su sangre”, que nos haga sentir los benéficos efectos de ella3. Tal fué el tema de nuestras breves palabras en la audiencia del pasado miércoles; tal será, aunque bajo un aspecto diverso, también el de hoy; porque el misterio de esta sangre divina, generosamente derramada, es inagotable como su mismo manantial, y la meditación de la obra redentora, es decir, del más magnánimo de los perdo- nes, es en la hora presente más saludable y oportuna que nunca. Sobre el mundo visible aparecen a la mirada aterrada, a través de los siglos, no sólo manchas, sino torrentes de sangre que cubren ciudades destruídas y campiñas devastadas. Pero la sangre de- rramada por la fuerza, hace con demasiada frecuencia que germine el rencor, y el rencor del corazón es profundo como un abismo, que llama a otro abismo, del mismo modo que una ola sigue a otra ola, y una calamidad atrae a otra calamidad4. Mirad, en cambio, el mundo de las almas. También aquí corren ríos de sangre; pero esta sangre derramada por amor no lleva consigo sino el perdón de las injurias. El Corazón del Dios-Hombre, del que emana, es también un abismo: “Cor Iesu, virtu- tum omnium abyssus”5 pero un abismo de virtud que no llama en el fondo de los corazones sino a otro abismo de dulzura y misericordia. Desde que Cristo ofreció su sangre por ella, la humanidad que cree en Él está sumergida en un océano de bondad y respira una atmósfera de perdón. ¿Habéis visto acaso, hacia la tarde de un pesado día de verano, la tierra refrescada por la llu- via de una tormenta? Trombas de agua han refrescado en pocos instantes el terreno en montes y valles; cuando el cielo comienza a calmarse, y mientras el arco iris extiende sobre el firmamento todavía gris su franja de siete colores, sale del suelo húmedo un vapor cargado de aromas vegetales; se diría el aliento tibio de un gran organismo viviente, ávido de expansión. Con este perfume del agua, el árbol podado, como decía Job6, que parecía muerto, recobra las esperanzas y pronto vuelve a cubrirse con la cabellera de su follaje. Es una débil imagen de los beneficios con los que la tierra ha sido fecundada bajo los torrentes de la sangre redentora. Si las cataratas del cielo, abiertas duran- te cuarenta días, bastaron para sumergirla7, ¿cómo no inundará y cómo no impregnará el mundo de las almas aquella sangre divina que desde hace diez y nueve siglos brota del corazón de Jesús, sobre 1 Apoc. I, 5; VII, 14. 2 Mt. XXVII, 25. 3 Brev. Rom. oración del 1º de julio. 4 Salmo XLI, 8. 5 Letanías del Sagrado corazón, 11. 6 XIV, 7-9. 7 Gen. VII, 11 y ss. 42
miles de altares?, Acaso David tenía a la vista esta efusión benéfica, cuando hablaba de una lluvia abundante reservada por Dios a su heredad: “Pluviam voluntariam segregabis, Deus, hereditati tuæ”1. La lluvia, condición esencial de fertilidad para la Palestina y grande recompensa de Dios por la obediencia a sus mandatos2, simbolizaba también, aunque imperfectamente, la regeneración del género humano mediante la sangre de Cristo. 101. Por lo demás, no sería conforme a la verdad creer que el antiguo Testamento no haya enseña- do ya el perdón de las ofensas. Sobre este tema se encuentran allí preciosas y sabias advertencias, especialmente para vosotros, queridos recién casados. “No te acuerdes de ninguna de las injurias recibidas del prójimo”, dice el Eclesiástico3; ahora bien, el olvidarlas es a veces mucho más duro todavía que perdonarlas. Perdonad, pues, ante todo, y Dios os hará la gracia de olvidar. Pero con más empeño que cualquier otra cosa, desechad el deseo de venganza que ya en la antigua ley con- denaba así el Señor: “No buscar la venganza, y no conservar memoria de las injurias de sus conciu- dadanos”4. En otras palabras se podría decir hoy: Guardaos del resentimiento contra vuestros veci- nos: aquella familia que habita sobre, o bajo, o junto a vosotros; aquel propietario con quien tenéis comunes las paredes; aquel negociante cuyo comercio os hace la competencia; aquel pariente cuya conducta os humilla. La Escritura advierte todavía: “No digáis: le haré lo que él me ha hecho a mí; pagaré a cada uno según sus acciones”5. Porque “el que quiere vengarse, probará la venganza del Señor, que llevará cuenta exacta de sus pecados”6. ¡Qué locura es, en realidad, el rencor en un alma pecadora que tiene tanta necesidad de indulgencia! El escritor sagrado subraya este estridente con- traste: “Un hombre guarda rencor contra otro hombre, y pide perdón a Dios. ¿No tiene él misericor- dia hacia un hombre semejante a sí, y reclama el perdón de sus pecados?”7. 102. Pero sobre todo desde que la nueva Alianza entre Dios y los hombres fué sellada con la sangre de Jesucristo8, fue general la ley del perdón sin límites y del rencor cambiado en amor: “Oh Pedro, respondió Jesús al Apóstol que le interrogaba, no deberás perdonar a tu hermano hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”9, es decir, que el cristiano debe estar pronto a perdonar las ofensas recibidas del prójimo, sin limitación ni fin. Y el Divino Maestro enseñaba todavía más: “Cuando oréis, si tenéis alguna cosa contra alguien, perdonadle para que vuestro Padre, que está en los cielos, perdone también a vosotros vuestros pecados”10. Y no basta ni siquiera no devolver mal por mal. “Sabéis, añadía Jesús, que fué dicho: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian”11. Esta es la doctrina cristiana del amor y del perdón, doctrina que exige a veces grandes sacrificios. 103. En la hora actual, por ejemplo, existe el peligro de que el noble y legítimo sentimiento del amor patrio degenere en el ánimo de no pocos en pasión vengativa, en orgullo insaciable en los unos, en rencor incurable en los otros. Un cristiano, que defiende fiel y animosamente a su patria, debe, sin embargo, abstenerse de odiar a aquellos a quienes tiene obligación de combatir. Se ve en los campos de batalla cómo las personas adscritas al servicio de ambulancia, los enfermeros y las enfermeras, se prodigan generosamente en el cuidado de los enfermos y de los heridos, sin distin- ción de nacionalidad. ¿Pero hace falta precisamente que los hombres lleguen al borde de la muerte para reconocerse hermanos? Esta caridad admirable, pero acaso tardía, no basta; es necesario que, con la meditación y la práctica del Evangelio, la multitud de los cristianos adquiera al fin la con- ciencia de los vínculos fraternos que la unen en una redención común por los méritos de la sangre 1 Salmo LXVII, 10. 2 Deut. XI, 11-14. 3 X, 6. 4 Lev. XIX, 18. 5 Prov. XXIV, 29. 6 Eccli. XXVIII, 1. 7 Ib., 3-4. 8 Lc. XXII, 20. 9 Mt. XVIII, 22. 10 Mc. XI, 25. 11 Mt. V, 43-44. 43
de Jesucristo, y que en esta misma sangre, que ha venido a ser su bebida, las almas encuentren la fuerza a veces heroica del mutuo perdón (que no excluye el restablecimiento de la justicia o del derecho lesionado); sin lo cual, no será jamás posible una verdadera y duradera concordia. 104. Pero queremos volver con el pensamiento a vosotros, queridos recién casados. En el camino que habéis emprendido, ¿no tendréis que practicar quizás un día el olvido de las ofensas, en un gra- do que algunos estiman superior a las fuerzas humanas? El caso, aunque felizmente es raro entre esposos verdaderamente cristianos, no es imposible, porque el demonio y el mundo asedian el cora- zón cuyos impulsos son prontos, y trabajan contra la carne, que es débil1. Pero sin llegar a estos extremos, en la vida misma de cada día, ¡cuántas ocasiones de pequeños contrastes, cuántos ligeros enfados que pueden crear entre los cónyuges, si no se les pone remedio a tiempo, un estado de la- tente y dolorosa aversión! Después, entre los padres y los hijos: si la autoridad debe hacerse valer, mantener sus derechos al respeto, sostenerlos con advertencias, con reprensiones, cuando sea preci- so con castigos, ¡qué deplorable sería, por parte de un padre o de una madre, hasta la más mínima apariencia de resentimiento o de venganza personal! Esta basta muchas veces para dar un golpe fatal o destruir en el corazón de los niños la confianza y el afecto filial. 105. En el calendario eclesiástico ocurre pasado mañana, doce de julio, la fiesta en un grande santo italiano, Juan Gualberto, nacido en Florencia, de noble familia, hacia el fin del siglo décimo, cuya historia muestra hasta qué punto puede llegar el perdón de las ofensas, y cómo lo recompensa Dios. Caballero joven, armado totalmente y escoltado de soldados, caminaba él en los alrededores de la ciudad por un estrecho sendero, cuando se encontró de improviso ante el asesino de un próximo y amado pariente suyo. Aquél, solo y sin armas, viéndose perdido, cae de rodillas y extiende los bra- zos en forma de cruz, esperando la muerte. Pero Juan, por respeto a aquel signo sagrado, le hizo gracia de la vida, lo levantó y lo dejó partir libremente. Después, prosiguiendo el camino, entró en la Iglesia de San Miniato a orar, y vió entonces la imagen del crucifijo inclinar la cabeza hacia él con un gesto de infinita ternura. Conmovido profundamente, resolvió no combatir más sino por Dios; con sus propias manos se cortó su hermosa cabellera y tomó el hábito monástico: su victoria sobre sí mismo, fué el preludio de una larga vida de santidad2. 106. Queridos hijos e hijas: vosotros no tendréis que practicar, probablemente, un heroísmo tan extraordinario, ni recibiréis probablemente un favor tan prodigioso. Pero sí deberéis estar todos los días prontos a perdonar las ofensas recibidas en la vida familiar o social; del mismo modo que todos los días repetiréis del rodillas ante la imagen del crucifijo: “Padre nuestro...perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”3. Y si no veis entonces sensiblemente que Cristo inclina hacia vosotros, con una sonrisa, su frente coronada de espinas, sabréis sin embar- go, y creeréis con fe firme y confianza absoluta, que de aquella frente divina, de las manos y de los pies del Salvador Jesucristo, sobre todo de su corazón siempre abierto, la sangre redentora derrama- rá tanto más largamente su perdón sobre vuestra alma, cuanto más generosamente hayáis vosotros mismos perdonado. XXXIII HEROES INVICTOS DE LA CARIDAD CRISTIANA 17 de Julio de 1940. (DR. 11, 177.) 107. En algunos países se acostumbra a celebrar anualmente una “Semana de la bondad”, o “de la Caridad”. Si tal costumbre hubiera de extenderse a toda la gran familia cristiana, una de las fechas más apropiadas para ella sería acaso esta mitad de julio, porque los santos cuyas fiestas, según el calendario de la Iglesia universal, ocurren en los tres días que siguen inmediatamente al de hoy, son maravillas de bondad. Se llaman Camilo de Lelis, Vicente de Paúl y Jerónimo Emiliano. Todos y 1 Cfr. Mc. XIV, 38. 2 Acta Sanctorum Boll., mes de Julio, t. III, p. 313 y 343-344. 3 Mt. VI, 12. 44
cada uno practicaron de manera admirable la Ley de oro de la caridad; pero el brillo de este oro tie- ne en cada uno de ellos un reflejo especial. Camilo se consagró sobre todo a los enfermos, a los incurables, a los moribundos. Vicente, el gran organizador de la Beneficencia, se dedicó a los mise- rables, a los abandonados de toda suerte, y fundó varias asociaciones caritativas de hombres y muje- res, entre las cuales conocéis todos a las Hijas de la Caridad, las de alas blancas como la inocencia, amplias como el amor, palpitantes como el celo. Jerónimo se apiadó especialmente de los desgra- ciados hijos del pueblo, de los huérfanos privados de ternura, abandonados por las calles, desprovis- tos de todo. Todos y cada uno sufrieron con los que sufrían y, olvidados de los propios dolores, par- ticiparon en los padecimientos de los demás para aligerarles su peso. 108. Para limitar hoy nuestras palabras, necesariamente breves, al primero de los tres santos que hemos nombrado, os exhortamos, queridos hijos e hijas, a seguir su luminoso ejemplo, cuidando de los enfermos y de los débiles en torno a vosotros o en vuestra casa. La palabra enfermo – del latín “in-firmus”, no firme, no estable – indica un ser sin fuerza, sin firmeza. Ahora bien, en toda familia hay, generalmente, sobre todo dos categorías de seres débiles, y que por eso tienen mayor necesidad de cuidados y de afecto: los niños y los viejos. El instinto da ternura hacia sus crías a los mismos animales irracionales. ¿Cómo podría, por lo tanto, ser necesario inculcárosla a vosotros, recién casados y futuros, padres cristianos? Sin embar- go, puede ocurrir que un exceso de rigor, una falta de comprensión, levante como una barrera entre el corazón de los hijos y el de los padres. San Pablo decía: “Me hice débil con los débiles...; me hice todo a todos, para salvarlos a todos”1. Es una gran cualidad la de saber hacerse pequeño con los pequeños, niño con los niños, sin comprometer con eso la autoridad paterna o materna. Además, convendrá siempre, en el seno de la familia, asegurar a los ancianos aquel respeto, aquel respeto, aquella tranquilidad, queremos decir aquellas delicadas consideraciones de que tienen necesidad. ¡Los viejos! Se es a veces, acaso inconscientemente, terco con sus pequeñas exigencias, con sus inocentes manías, arrugas que el tiempo ha cavado en sus almas, como las que surcan su rostro; pero que deberían hacerlos más venerables a los ojos de los demás. Se inclina uno fácilmente a re- procharles por lo que ya no hacen, en lugar de recordarles, como merecen, lo que han hecho. Se sonríe tal vez por la pérdida de su memoria, y no siempre se reconoce la sabiduría de sus juicios. En sus ojos ofuscados por las lágrimas se busca en vano la llama del entusiasmo, pero no se sabe ver la luz de la resignación, en la que se enciende ya el deseo de los esplendores eternos. Felizmente, estos ancianos cuyo paso vacilante se tambalea en las escaleras o cuya blanca cabeza, temblorosa, se mueve lentamente en un ángulo de la estancia, son con mucha frecuencia el abuelo o la abuela, o el padre y la madre, a quienes todo lo debéis. Hacia ellos, sea cual fuere vuestra edad, os obliga, como bien sabéis, el precepto del decálogo: “Honra a tu padre y a tu madre”2. Vosotros no seréis, pues, del número de aquellos hijos ingratos que abandonan a sus padres ancianos, y que luego, a su vez, se encuentran con frecuencia abandonados cuando la edad les hace necesitar la ayuda de los demás. 109. Sin embargo, cuando se habla de compasión hacia los enfermos, se piensa ordinariamente en personas de toda edad, afligidas por un mal físico, pasajero o crónico. Al socorro de semejantes sufrimientos, os anima, sobre, todo, el ejemplo de San Camilo. La llama de su celo se extendió de los hospitales hasta fuera de ellos; sin esperar a que los enfermos vinieran a él, él mismo iba a curar- los y confortarlos a domicilio. Porque en aquel tiempo, como siempre, había en muchas casas, do- lientes: ciegos, estropeados, paralíticos y enfermos: febricitantes, tuberculosos, cancerosos. ¿No los hay también hoy? Queridos recién casados: si Dios preserva a vuestra familia de las dolencias – como de corazón os auguramos –, recordad entonces con mayor razón las miserias de los demás y dedicaos, cuanto os sea posible y os lo permitan vuestros deberes, a las obras de asistencia y de bien. En el jardín de la humanidad, desde que ya no es el paraíso terrestre, ha madurado y madurará siempre uno de los frutos amargos del pecado original: el dolor. Instintivamente, el hombre lo abo- rrece y lo esquiva; querría, hasta perder su recuerdo y su vista. Pero desde que en la encarnación 1 I Cor. IX, 22. 2 Ex. XX, 12. 45
Cristo se “aniquiló”, tomando forma de siervo1; desde que le plugo “elegir las cosas débiles del mundo para confundir a las fuertes”2; desde que “Jesús, dejado de gozo, sostuvo la cruz, sin hacer caso de la ignominia”3 ; desde que reveló a los hombres el sentido del dolor y el íntimo gozo del don de sí mismo a los que sufren el corazón humano ha descubierto en sí insospechados abismos de ternura y de piedad. Es verdad que la fuerza sigue siendo la dominadora indiscutida de la naturaleza irracional y de las almas paganas de hoy, semejantes a las que en su tiempo llamaba el Apóstol San Pablo “sine affectione”, sin corazón, y “sine misericordia”, sin piedad hacia los pobres y los débi- les4. Pero para los verdaderos cristianos, la debilidad ha venido a ser un título al respeto, y la enfer- medad, un título al amor. Porque la caridad, al contrario del interés y del egoísmo, no se busca a sí misma5, sino que se da; cuanto más débil, miserable, necesitado y deseoso de recibir es un ser, tanto más aparece a su benigna mirada como un objeto de predilección. 110. En el siglo XVI, en que vivió San Camilo, la organización de la beneficencia cristiana no había alcanzado todavía el desarrollo que hoy podemos admirar. Durante su juventud disipada, Ca- milo fué acogido en el Hospital de Santiago en Roma, para ser curado y, a fin de garantizarse el derecho a una larga estancia en aquel caritativo hospital, buscó ser empleado como sirviente; pero la pasión del juego le hizo tan olvidadizo de sus deberes, que terminó por ser despedido, porque, como narran sus biógrafos, “después de pruebas y más pruebas, se había tocado con la mano que era inco- rregible y completamente inepto para el oficio de enfermero”. Pues, precisamente,,:, éste era el hombre de quien la gracia divina haría luego el fundador y el modelo de los “ministros de los en- fermos” es decir, de una nueva orden religiosa que tendría como misión especial curar a los enfer- mos, socorrer a los contagiosos, asistir material y espiritualmente a los moribundos, no por un mez- quino salario, sino por amor de Cristo, que sufre en los enfermos, y con la única esperanza de la recompensa eterna. Una molesta llaga, aparecida hacia la edad de diecisiete años sobre su tobillo derecho, y que, transformada luego lentamente en una profunda úlcera purulenta e incurable, se extendió a toda la pierna, no le impidió dedicarse durante cuarenta años al alivio de todos los dolores; viajar por sus fundaciones o correr en ayuda de nuevas calamidades de una a otra ciudad; caminar a través de las calles de Roma o por las casas privadas, mientras con un bastón en la mano saltaba las escaleras más empinadas, sin pensar en otra cosa que en la caridad. Esta llaga tan dolorosa, la llamaba él la primera misericordia de Dios: la primera, porque de- bían sobreañadírsele otras penosísimas enfermedades, que él recibí igualmente como testimonios de la bondad divina. Es una idea específicamente cristiana, ver en el dolor un signo del amor de Dios y un manantial de gracias. Para ayudar a sus discípulos a comprenderlo, Jesucristo no sólo les impuso el precepto de la caridad como su mandamiento esencial6; ni se contentó con proponer por modelo al buen samaritano, que interrumpe su viaje para socorrer a un hombre desconocido que yacía me- dio muerto en el camino. Él conoció y experimentó en su misma carne santísima toda la gama de los dolores humanos. Así quiso como identificarse con todos los miembros sufrientes de la humani- dad. Sus discípulos le verán a Él mismo, a su rostro divino, a sus llagas adorables, a través de toda carne humana empalidecida por la fiebre, corroída por la lepra, consumida por el cáncer; y si esta carne sanguinolenta o fétida repugna a la naturaleza, ellos depositarán encima sus labios largo tiem- po en un beso misericordioso de amor, como hizo San Camilo, como hizo Santa Isabel, como hicie- ron San Francisco Javier y tantos otros santos. Porque ellos sabían que, en el último día, el Señor le dirá: “Él enfermo, el débil que vosotros visitasteis y socorristeis, era yo”. “Infirmus eram, et visitas- tis me”7. 1 Phil. II, 7. 2 I Cor. I, 27. 3 Hebr. XII, 2. 4 Rom. I, 31. 5 Cfr. I. Cor. XIII, 5. 6 Jn. XIII, 34-35; XV, 12. 7 Mt. XXV, 36. 46
Que podáis también vosotros, queridos hijos e hijas, con las limosnas, con la oración y con los sacrificios, con el concurso efectivo, participar en las obras de misericordia y aseguraros así un día una benigna y amorosa acogida ante el Juez supremo, que os abrirá las puertas del cielo en los es- plendores de la eternidad. XXXIV PROGRAMA DE VIDA SEGUN EL EJEMPLO DE SANTIAGO EL MAYOR 24 de Julio de 1940. (DR. 11, 185.) 111. Después del tabernáculo, donde vive realmente presente, aunque invisible, nuestro Señor Je- sucristo; después de la Palestina, que conserva además del Santo Sepulcro los vestigios de su paso por aquí abajo; después de Roma, que guarda las tumbas gloriosas de los príncipes de los Apóstoles, no hay acaso lugar al que haya acudido, a través de los siglos, un número tan grande de devotos peregrinos, como la capital histórica de Galicia, Santiago de Compostela, donde, según una antigua tradición, reposan las reliquias del Apóstol Santiago el Mayor1. Y como su fiesta se celebra mañana, deseamos hoy, queridos hijos e hijas, acudir con vosotros en espíritu a aquel célebre santuario, para recoger algunas útiles enseñanzas. Por vía terrestre, siguiendo los senderos visibles todavía en varios países de Europa, que tra- zaron los peregrinos de la Edad Media, vestidos de sayal y apoyados sobre su bordón, la duración del camino permitiría releer las piadosas crónicas que adornan con múltiples detalles la vida del Santo. Sin embargo, para un viaje puramente espiritual, basta lo que se lee en los santos Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles; breves noticias, pero suficientes para mostrar que Santiago co- menzó bien; continuó por un momento menos bien; pero prosiguió y terminó muy bien. 112. I.- Comenzó bien. El Evangelio compendia, en pocas líneas, el llamamiento que Jesús le diri- gió a él y a Juan, y su respuesta: “Ellos, inmediatamente, dejadas las redes y el padre, le siguieron”2. Es poco en apariencia, pero mucho en realidad. Porque Santiago, lo mismo que su hermano, dejan- do a su padre Zebedeo en la barca que se mecía en la ribera, mientras las redes para la pesca se se- caban colgadas de las antenas, sumergía para siempre en las aguas del lago sus ternuras del pasado y ponía incondicionalmente en las manos del Divino Maestro sus esperanzas en el porvenir. Tam- bién vosotros, queridos recién casados, debéis daros a Dios sin reserva en la nueva vida a la que habéis sido llamados. Tomad desde hoy con seriedad las graves obligaciones que ella trae consigo. Guardaos de continuar una vida quizás despreocupada y ligera; para los jóvenes, desenfrenada o indolente; para las jóvenes, frívola o melindrosa. Proyectad todas vuestras energías hacia los debe- res del nuevo estado. Ha pasado el tiempo en que las muchachas iban al matrimonio casi sin cono- cerlo; pero dura todavía el tiempo en que ciertos jóvenes esposos creen poder permitirse al principio un período de libertad moral, y gozar de sus derechos sin preocuparse de sus deberes. Grave culpa que provoca la cólera divina; fuente de infelicidad también temporal, cuyas consecuencias deberían infundir temor a todos. El deber que se comienza por desconocer o despreciar, se retrasa siempre para más tarde, para tan tarde que se termina por olvidarlo, y con él los goces que aporta su animosa observancia. Y cuando vuelve su recuerdo y nace el arrepentimiento, se comprende acaso con inúti- les lágrimas que es demasiado tarde: a la pareja infiel a su misión, no le queda más que desecarse sin esperanza, en el desierto de su estéril egoísmo. 113. II. - Comenzar bien no es todo: la salud del alma no se ha prometido sino a la perseverancia3. Santiago, con su ímpetu generoso, había comenzado bien; cómo continuó, lo hace ver el Evangelio en pocos rasgos. Por parte de Jesús, cuyo amor no cambia, fué objeto de una especial predilección; él, su hermano Juan, y Pedro, su vecino y compañero de oficio, formaban una tríada a la que Jesús reservó singulares favores: sólo ellos vieron manifestarse particularmente su bondad en la resurrec- 1 Cfr. Acta Leonis XIII, IV, 1884, pág. 159 y ss. 2 Mt. IV, 21-22. 3 Mt. X, 22. 47
ción de la hija de Jairo1, su gloria en la transfiguración2, su tristeza y su obediencia en la agonía de Getsemaní3. Pero precisamente aquí Santiago no fué fiel a su divino Maestro. Sí que le había amado sinceramente; había seguido con ardor; no sin razón, nuestro Señor había dado el sobrenombre de “hijos del trueno” a los dos hermanos hijos del Zebedeo4. Su buena madre, ambiciosa como muchas otras, se había atrevido un día a pedir a Jesús para sus hijos un puesto de preferencia en su reino; y habiendo el Salvador preguntado a los interesados: “¿Podéis vosotros beber el cáliz que yo bebe- ré?”, ambos habían respondido de buena fe: “Sí, podemos”5. ¡Oh Santiago! tu hermano Juan, el Apóstol del amor, estará al menos presente en el Calvario: pero tú ¿dónde estarás entonces? La de- fección había comenzado en Getsemaní, cuando los tres Apóstoles predilectos habían merecido este doloroso lamento del Maestro: “Así que no habéis podido velar una hora conmigo?” Y Jesús había añadido: “¡Velad y orad para que no entréis en tentación!”6. Así para mantener la generosidad del fervor inicial, son necesarias la vigilancia y la oración. Si habéis imitado a Santiago en la bondad de su principio, aprovechaos de esta segunda enseñanza para buscar en la vigilancia y en la oración el secreto de la perseverancia. Ciertamente, :la mayor parte de los niños de nuestros países católicos, lo aprenden desde muy temprano; pero ¡qué fácil es olvidarlo! Hay jóvenes que piensan que en el mundo, a partir de cierta edad, la oración es un incien- so cuyo oloroso humo conviene dejar a las mujeres, lo mismo que ciertos perfumes de moda; otros acuden en alguna ocasión a la Misa, cuando les es cómodo, pero se creen, a lo que parece, demasia- do grandes para arrodillarse, y no lo bastante místicos, como dicen algunos, para acercarse a la sa- grada Comunión. Tampoco faltan muchachas jóvenes que, aun habiendo sido educadas con todo cuidado por sus madres o por buenas religiosas, se creen eximidas, una vez casadas, de las más elementales normas de prudencia; lecturas, espectáculos, bailes, distracciones peligrosas, todo les es permitido. Pero en una familia verdaderamente cristiana, el marido sabe que su alma es de la misma naturaleza y no menos frágil que la de su mujer y la de sus hijos, por eso añade a la de éstos su ora- ción diaria, y así como se complace en verlos en torno suyo en la mesa familiar, no deja de acercar- se con ellos a la mesa eucarística. La mujer, aún antes de que pesen sobre ella las responsabilidades de la educación de los hijos, se dice a sí misma, como deberá después decírselo a ellos, que el que juega con fuego se quema, y “el que ama el peligro, perecerá en él”7; escucha a la sabiduría divina, la cual proclama que la virtud de la prudencia hace de la esposa un regalo particular de Dios a su esposo8; y no puede pensar sin intranquilidad en la grave advertencia de la Escritura, apuntada en el antiguo Testamento, explícitamente formulada en el nuevo, de que el amor desordenado del mundo es enemistad con Dios9. 114. III.- La tercera enseñanza de Santiago, es su muerte. Aquí la narración de la Escritura es bre- ve: “El rey Herodes (Agripa) mató con la espada a Santiago, hermano de Juan”10. De todo lo que el Apóstol había hecho desde la resurrección de Cristo, de sus viajes, de sus fatigas por la salvación de las almas, no se encuentra ninguna mención especial. Pero de la lectura de este texto se deduce que Santiago bebió efectivamente el cáliz que Jesús le había predicho, y que él había generosamente aceptado: ¡murió mártir! Por otra parte, la debilidad del abandono en las horas tristes de la pasión, fué perdonada y olvidada por el Redentor; la misma tarde de su resurrección gloriosa, Jesús, apare- ciéndose a los discípulos, les dirigió, en lugar de un amargo reproche, un saludo lleno de amor: la paz sea con vosotros, Pax vobis!11. 1 Lc. VIII, 49-56. 2 Mt. XVII, 1-8. 3 Mc. XIV, 33. 4 Mc. III, 17. 5 Mt. XX, 20-22. 6 Mt. XXVI, 40-41. 7 Eccli. III, 27. 8 Cfr. Prov. XIX, 14. 9 Cfr. Sgo. IV, 4. 10 Act. XII, 2. 11 Jn. XX, 19. 48
Queridos hijos e hijas, ya en otras ocasiones, durante este mes de julio, hemos hablado de la preciosísima sangre de nuestro Señor; con tan saludable pensamiento terminaremos también hoy nuestra breve exhortación. Por graves que sean los pecados de los hombres, el Corazón de Jesús, fuente viva de su sangre redentora, les queda siempre abierto. Todos los discípulos, en el primer momento de la pasión abandonando a Jesús, huyeron de Él: “Tunc discipuli omnes, relicto eo, fuge- runt”1. Pero todos fueron perdonados; todos excepto aquel que, no atreviéndose a confiar en el Co- razón de Jesús, cortó con una soga fatal el acceso a la misericordia. Aunque fuerais culpables de todos los pecados del mundo, no deberíais unir a ellos el de no admitir que la bondad de Dios es mayor todavía que nuestras culpas y capaz de perdonarlas. Prontos y generosos en el cumplimiento de vuestros deberes, fieles en la oración, haced vuestra la humilde súplica del sacerdote en la santa Misa, antes de la comunión: “Señor Jesús..., que con tu muerte devolviste al mundo la vida, líbrame por este sacrosanto cuerpo y sangre tuya, de todas mis iniquidades y de todos los males; haz que siempre permanezca unido a tus mandatos, y no permitas que jamás me aparte de ti”. ¡No, jamás, jamás; ni en este mundo, ni en la eternidad! XXXV PODER, EFICACIA Y NECESIDAD DE LAS SANAS LECTURAS 31 de Julio de 1940. (DR. 11, 191) 115. El verano es ordinariamente la estación de las vacaciones, cuyo nombre suena como una ale- gre campana en los oídos de muchos, porque anuncia, después de largos meses de trabajo, un perío- do de reposo. Vosotros mismos gozáis de él, queridos recién casados, en este -aunque breve- viaje de bodas, que os ha conducido a la Ciudad Eterna. A algunas familias, las vacaciones les ofrecen la ocasión de un veraneo, bien en cualquier vecina región acogedora, o sobre los montes y riberas de Italia. Para otras, menos afortunadas, que no pueden abandonar su casa, las vacaciones constituyen al menos el tiempo en que padres e hijos se encuentran más largamente unidos en la paz del santua- rio doméstico. ¡La paz! ¡Cuántas familias suspiran hoy por ella! ¡Cuántas esposas, madres, novias – aunque firmemente resueltas y prontas hasta los sacrificios extremos en el cumplimiento del deber y en el cumplimiento del amor patrio – tienen el corazón dolorido por la partida de un ser querido hacia un destino lejano, tal vez desconocido, muchas veces peligroso! ¡Otras, con el ánimo todavía más tor- turado porque sus pensamientos agitados se pierden en la noche de una incertidumbre angustiosa, interrogan al cielo y a la tierra, siquiera para conocer sin dudas la suerte, aunque sea trágica, de la persona amada de la que no tienen noticias! ¡La paz! Blanca paloma que, no encontrando ya dónde posar el pie sobre la tierra cubierta de cadáveres y sumergida en el diluvio de la violencia, parece haber vuelto a aquella Arca de la nueva Alianza, que es el Corazón de Jesús2, para no salir de ella sino cuando pueda recoger por fin, en el árbol del Evangelio, el ramo reverdecido de la caridad fra- terna entre los hombres y los pueblos. Sin embargo, a pesar de las tristezas de la hora presente, a no pocos de vosotros, particular- mente a los recién casados, les será concedido – como os auguramos de corazón – gozar de algún alivio; pero reposar, para el hombre, no es únicamente distender muellemente los miembros des- ocupados y abandonarse a un sueño restaurador. El reposo humano lleva consigo sanas distraccio- nes, y de ordinario también algunas lecturas. Y como actualmente casi no hay familia donde no en- tre el libro, el opúsculo, el diario, y durante los ocios de las vacaciones las ocasiones de lectura se multiplican, queremos hoy dirigíros alguna breve exhortación sobre este tema. 116. El primer hombre que deseoso de comunicar su pensamiento a otros hombres en una forma más duradera que el sonido fugaz de las palabras, grabó acaso con un tosco silex, en la pared de una caverna, signos convencionales cuya interpretación determinó y explicó, inventó al mismo tiempo 1 Mt. XXVI, 56. 2 “Cor, arca legem continens, etc.” – Oficio del S. C. de Jesús ad Laudes. 49
la escritura y el arte de la lectura. Leer es penetrar por medio de signos gráficos, más o menos com- plicados, en el pensamiento de otro. Ahora bien, como “los pensamientos de los justos son justicia, y los consejos de los impíos son fraudulentos”, síguese que algunos libros, como algunas palabras, son manantial de luz, de fuerza, de libertad intelectual y moral, mientras, que otros no traen sino insidias y ocasiones de pecado; tal es de fuerza, de libertad intelectual y moral, mientras que ense- ñanza de la Sagrada Escritura: “Cogitationes iustorum iudicia, et consilia impiorum fraudulenta. Verba impiorum insidiantur, sanguini; os iustorum liberabit eos”1. Hay, por lo tanto, buenas y malas palabras. La palabra no es con frecuencia sino una lámpara; en la noche y en la oscuridad, puede bastar al viajero para encontrar el recto camino, como por otra parte también hasta en el sendero más segu- ro un rayo puede ser suficiente para fulminar a un pasajero incauto; tal es el efecto de la palabra buena o de la mala. El libro obra menos rápidamente, pero su acción se prolonga en el tiempo, es una llama que puede encubrirse bajo las cenizas o arder como una débil lucecilla en la noche, y después súbitamente encenderse benéfica o devastadora; será la lámpara del santuario, siempre presta a señalar al fiel que se acerca, el tabernáculo santo y su divino Huésped; o bien será el volcán cuyas terribles convulsiones lanzan ciudades enteras en la desolación y en la muerte. Vosotros de- seáis las conversaciones gratas, las palabras prudentes y confortadoras, y detestáis con razón la blas- femia y los discursos corruptores. Pues buscad también los libros buenos, y odiad los malos. 117. No es nuestra intención esta mañana, describiros los estragos causados por la mala prensa, sino más bien mostraros el bien que pueden haceros las buenas lecturas, para exhortaros a amarlas y a fomentar su difusión. El santo cuya fiesta celebra hoy la Iglesia, Ignacio de Loyola, ofrece a este respecto en su vida un luminoso ejemplo. Capitán ansioso de renombre y de gloria, defensor intrépido de Pamplona contra los soldados del rey de Francia, Ignacio había sido herido por una bala de bombarda, que le había roto la pierna derecha y herido malamente la izquierda. Los franceses, una vez entrados en la ciudadela, y esti- mando dignamente el heroico valor que había demostrado, le trataron con modos caballerescos y le hicieron transportar en una litera al castillo de Loyola. Allí convaleciente después de dolorosísimas operaciones, con gusto se hubiera lanzado, para arrojar el tedio, sobre los libros de caballería, nove- las de amor y de hazañas, entonces tan en boga, como el Amadís de Gaula; pero en aquel austero castillo no se encontró ni uno siquiera de ellos, de modo que le fueron ofrecidas, en cambio, la vida de Cristo, de Ludolfo de Sajonia, y las leyendas de los santos de Jacobo de Vorágine. A falta de otra cosa, Ignacio se resignó a leer estos libros; pero muy pronto, insensiblemente, en su alma leal, pri- mero sorprendida, después conquistada, se infiltró una luz más pura, más dulce, más fúlgida que todo el vano brillo de las cortes de amor, de los torneos de caballería, de las bravuras de las batallas. Ante sus ojos todavía ardorosos por la fiebre, la visión hasta entonces tan admirada de los grandes gentiles-hombres de armaduras damasquinadas, empalidecía; en su lugar, surgían otros seres, antes apenas entrevistos en algunos instantes de oración. Poco a poco, en sus largas noches de insomnio, las sombras de los mártires ensangrentados, de los monjes de cogulla del paño burdo, de las vírge- nes de vestidos de azucena, diseñadas por Jacobo de Vorágine, tomaban cuerpo; sus figuras frías se animaban, sus gestos adquirían expresión y relieve; después, sobre ellas, de las páginas de Ludolfo surgía la imagen de un Rey generoso que llamaba en. su seguimiento, para conquistar toda la tierra de los infieles, a legiones de soldados obedientes, y a un pequeño grupo de caballeros entusiastas, deseosos de señalarse de manera especial en su servicio. Pero este Rey soberano y Señor eterno no hablaba ya de epopeyas heroicas y de combates sangrientos, donde se hería de punta y de revés. Decía Él: “el que quiere venir conmigo, debe trabajar conmigo, para que siguiéndome en las fatigas, me siga igualmente en la gloria”. El alma de Ignacio, esclarecida por esta nueva luz, se alejaba así gradualmente de sus falaces sueños terrenos e iniciaba su total oblación al Señor de todas las cosas2. 118. Queridos hijos e hijas: recogeos un instante en vosotros mismos e inquirid con ánimo sincero, de dónde viene lo que hay de mejor en vosotros. ¿Por qué créis en Dios, en su Hijo encarnado por la 1 Prov. XII, 5-6. 2 Cfr. Ejerc. Espir. Del Reino de Cristo. 50
redención del mundo, en su Madre María, de la que hizo vuestra Madre? ¿Por qué obedecéis a sus mandamientos, amáis a vuestros padres a vuestra patria, a vuestro prójimo? ¿Por qué estáis resueltos a fundar una casa en la que Jesús sea el Rey, y donde podáis transmitir a vuestros hijos el tesoro familiar de las virtudes, cristianas? Ciertamente, porque la fe os ha sido infundida en el santo Bau- tismo; porque vuestros padres, vuestro párroco, vuestros maestros y maestras de escuela, os han enseñado de viva voz y con su ejemplo a hacer el bien y a huir del mal. Pero escrutad todavía más vuestros recuerdos: entre los mejores y mas decisivos encontraréis probablemente el de algún libro bienhechor: el Catecismo, la Historia Sagrada, el santo Evangelio, el Misal romano, el Boletín pa- rroquial, la Imitación de Cristo, la Vida de aquel santo o de aquella santa; volveréis a ver con los ojos de la mente, sobre todo, uno de aquellos libros, tal vez ni el más hermoso, ni el más rico, ni el más docto, sobre cuyas hojas, cierta tarde, vuestra lectura se detuvo en un punto, vuestro corazón palpitó más fuerte, vuestros ojos se bañaron de lágrimas; y entonces se grabó en vuestra alma, bajo el invisible impulso del Espíritu Santo, un surco profundo que, a pesar de los años transcurridos y las más o menos largas desviaciones, puede serviros todavía de guía en vuestro camino hacia Dios. Si vosotros, especialmente los más jóvenes, no habéis hecho todavía una experiencia semejante, sentiréis probablemente un día su penetrante dulzura, cuando encontrando en un anaquel oscuro o en un viejo armario un librito de vuestros primeros años, descubráis con emoción en sus páginas amarillentas, como una flor disecada del jardín de vuestra infancia, aquella historia edificante, aque- lla máxima moral aquella oración devota, que habíais dejado sepultarse bajo el polvo de las ocupa- ciones y preocupaciones de la vida diaria, pero que recobrará de repente el perfume, el sabor, la vi- veza de colores con que había encantado y fortificado en un tiempo a vuestra alma. Esta es una de las grandes ventajas del buen libro. El amigo cuyas sabias advertencias y justos reproches desde- ñáis, os abandona; pero el libro que habéis abandonado, os permanece fiel: olvidado o rechazado en muchas ocasiones, está siempre pronto a volveros a dar la ayuda de sus enseñanzas, la saludable amargura de sus reproches, la clara luz de sus consejos. Escuchad, pues, sus avisos, tan discretos como directos. La amonestación, con demasiada frecuencia merecida, que os dirige, el deber, con demasiada frecuencia olvidado, que os recuerda, se los ha dicho ya a muchos, antes que a vosotros; pero no os dirá sus nombres, como no revelará a nadie el vuestro; y mientras bajo la lámpara silen- ciosa, a través de vuestros ojos fijos sobre él, os amonesta y os conforta, nadie oirá su voz, fuera de vuestro propio corazón. XXXVI LOS GRAVES DAÑOS DE LAS MALAS LECTURAS 7 de Agosto de 1940. (DR. 11, 201.) 119. Cuando, bajo el sol radiante de agosto, un niño deja temporalmente a su familia, para irse a una colonia veraniega de montaña o de mar, su padre estimaría superfluo decirle: “Querido hijo, no lleves una serpiente en tu maletín, y si ves una de ellas en tus paseos, guárdate de asirla con las ma- nos para examinarla”. Pues, de igual manera, el amor paterno nos dicta un consejo semejante para vosotros. En la audiencia del miércoles pasado, expusimos brevemente la utilidad de las buenas lecturas; hoy que- remos recordaros el peligro de las malas; peligro contra el cual la Iglesia no ha cesado nunca de elevar su voz, pero cuya gravedad desconocen o niegan no pocos cristianos, a pesar de aquellos saludables avisos. Pues vosotros debéis persuadiros de que hay libros malos, y malos para todos, a semejanza de aquellos venenos contra los cuales nadie puede decirse inmune. Como en todo hombre la carne está sujeta a las debilidades y el espíritu está pronto a las rebeliones, así tales lecturas constituyen un peligro para todos. Los Hechos de los Apóstoles cuentan que, durante la predicación de San Pablo en Éfeso, muchos de los que habían andado tras de las vanas artes y supersticiones, llevaron sus libros y los quemaron públicamente; calculado el valor de estos escritos de magia así convertidos en 51
ceniza, se encontró que ascendía a más de cincuenta mil denarios1. Después, en el curso de los si- glos, los romanos pontífices tuvieron cuidado de hacer publicar un catálogo o índice de libros cuya lectura está prohibida a los fieles, advirtiendo bien al mismo tiempo, que otros muchos, aunque no estén explícitamente nombrados, caen bajo la misma condenación y prohibición, porque son daño- sos a la fe y a las buenas costumbres. ¿Quién podría maravillarse de semejante prohibición por parte de aquellos que son los tutores de la salud espiritual de los fieles? ¿La sociedad civil no procura también, con sabias normas legislativas y profilácticas, impedir la acción deletérea de las substan- cias tóxicas en la economía doméstica e industrial y rodear de cautelas la venta y el uso de los ve- nenos, especialmente e los más nocivos? 120. Si os recordamos este grave deber es a causa de la extensión del mal, facilitada actualmente por la amplitud siempre creciente de la producción librera, así como por la libertad que muchos se atribuyen de leerlo todo. Pero no puede existir una libertad de leerlo todo, como no hay libertad de comer y beber todo lo que se tiene a mano, aunque sea la cocaína o el ácido prúsico. Queridos re- cién casados: estos avisos paternos se dirigen particularmente a vosotros. Vosotros estáis, en vuestra mayoría, en una edad y en una situación en que el espíritu se complace en mayor grado en las narra- ciones novelescas, y el deseo encuentra pasto en felicidades a veces imaginarias, y la pureza de las realidades se atenúa en la dulzura de los sueños. Ciertamente, no os está prohibido gustar el encanto de las narraciones de pura y santa ternura humana: la misma Sagrada Escritura ofrece escenas seme- jantes que han conservado a través de los siglos, su frescura de idilio: como el encuentro de Jacob y de Raquel2, el desposorio del joven Tobías3, la historia de Ruth4. Hay también autores de gran inge- nio que han escrito novelas buenas y honestas: baste citar a nuestro Manzoni. Pero, junto a estas flores puras, ¡qué pululación de planta venenosas en el vasto imperio de las obras la imaginación! Ahora bien, con demasiada frecuencia, estas últimas se estiman más accesibles y vistosas, y se aspi- ran con más ansia a causa de su perfume intenso y embriagador. “Ya no soy una niña – dice aquella joven – y conozco la vida: así que tengo el deseo y el de- recho de conocerla todavía mejor”. Pero no se da cuenta la pobrecita de que su lenguaje es el de Eva ante el fruto prohibido: ¿y cree acaso que para conocer, amar, utilizar la vida, es necesario escrutar todos sus abusos y sus deformaciones? “Ya no soy un chiquillo – dice igualmente aquel joven –, y a mi edad las descripciones sen- suales y las escenas voluptuosas no hacen ya nada”. ¿Está bien seguro de eso? Si fuese verdad, ello sería indicio de una perversión inconsciente, fruto de las malas lecturas ya hechas. Así, según algu- nos historiadores, Mitrídates, rey del Ponto, cultivaba yerbas venenosas, preparaba y experimenta- ba, aún en sí mismo, venenos a los que quería habituarse; de donde viene el nombre de mitridatis- mo. 121. Pero no creáis, jóvenes y muchachas que os dejáis acaso arrastrar a leer, quizás secretamente, libros sospechosos, no creáis que su veneno no produce efectos sobre vosotros; temed más bien que este efecto, por no ser inmediato, sea más maléfico. Hay en los países tropicales del África, algunas glosinas o insectos dípteros, conocidos con el nombre de mosca “tsé-tsé”, cuya punzada no causa una muerte repentina, sino una simple y fugaz irritación local, pero inocula en la sangre tripanoso- mas deletéreos; cuando los síntomas del mal se manifiestan claramente, es acaso demasiado tarde para ponerles remedio con los medicamentos usados por la ciencia. De igual manera las imágenes impuras y los pensamientos nocivos que produce en vosotros un libro malo, parecen tal vez entrar en vuestra mente sin haceros, como suele decirse, una herida sensible. Entonces reincidiréis fácil- mente y no os daréis cuenta de que de ese modo, por las ventanas de los ojos, penetra la muerte en la casa de vuestra alma5; si no reaccionáis súbita y enérgicamente, ésta, como un organismo entor- 1 Act. XIX, 19. 2 Gen. XXIX, 9-12. 3 Tob. VII. 4 Ruth, III. 5 Cfr. Jer. IX, 21. 52
pecido por la “enfermedad del sueño”, resbalará lánguidamente en el pecado mortal y en la enemis- tad de Dios. 122. El peligro de las malas lecturas, es además, bajo algunos aspectos, más funesto que el de las malas compañías, porque sabe hacerse más traidoramente familiar. ¡Cuántas niñas o jóvenes, solas en su cuarto con el pequeño libro de moda, se dejan decir de él crudamente cosas que no permitirían a otros murmurar en su presencia, o se dejan describir escenas de las que por nada del mundo qui- sieran ser las actrices y las víctimas! ¡Ah! ¡Así se preparan para ser tales el día de mañana! Otros, cristianos o cristianas, que desde su infancia han caminado por la vía recta, gimen después por el repentino aumento de tentaciones que les oprimen, y ante las cuales se sienten cada vez más débiles. ¡Acaso si interrogasen sinceramente su conciencia, deberían reconocer que han leído una novela sensual, hojeado una revista inmoral, fijado la vista sobre ilustraciones inconvenientes! ¡Pobres al- mas!, ¿pueden lealmente y lógicamente lamentarse de que una ola de fango amenace sumergirlas, cuando son ellas las que han abierto el dique de un océano envenenado? 123. Pero además, queridos recién casados, puesto que vosotros preparáis ahora vuestro porvenir e imploráis entre los demás favores divinos la bendición de la fecundidad sobre vuestra unión, pensad que el alma de vuestros hijos será el reflejo de la vuestra. Ciertamente, ¿ estáis por completo resuel- tos a educarles cristianamente y no infundirles sino buenos principios? Magnífico propósito, ¿pero será siempre suficiente? ¡Ah!, tal vez ocurre que padres cristianos que han usado muchas cautelas para la educación de un hijo, de una hija, que les han mantenido lejos de los placeres peligrosos y de las compañías perversas, les ven de repente, hacia la edad de los dieciocho a los veinte años, ser víctimas de miserables y a veces escandalosas caídas: el buen grano que ellos habían sembrado se ha arruinado por la cizaña. ¿Quién ha sido el “inimicus homo” que ha hecho tanto mal? En el mismo hogar doméstico, en este pequeño paraíso, el tentador, el astuto, se ha introducido furtivamente y ha encontrado allí, recogido ya, el fruto corruptor que ofrecer a aquellas manos inocentes. Un libro del padre, que ha minado en el hijo la fe del bautismo; una novela olvidada sobre el sofá o en el velador de la madre, que ha ofuscado en la hija la pureza de su primera comunión. Ahora bien, el mal que se oculta detrás del placer, es tanto más difícil de curar cuanto más tenaz es la mancha infligida al can- dor en un alma virgen. 124. Pero junto a los escritos que propagan la impiedad y las malas costumbres, no podemos dejar de mencionar aquellos otros que difunden la mentira y provocan el odio. La mentira, abominable a los ojos de Dios y detestada por todo hombre justo1, lo es todavía más cuando esparce la calumnia y siembra discordias entre los hermanos2. Como aquellos maniáticos anónimos cuya pluma mojada en la hiel y en el fango hace desmoronarse la felicidad de la vida doméstica y la unión de las familias, así una cierta prensa parece haberse fijado el propósito destruir, en la gran familia de los pueblos, las relaciones fraternas entre los hijos del mismo Padre celestial. Esta obra de odio se lleva a cabo algunas veces con el libro, con más frecuencia aún con los diarios. Que en la prisa del trabajo cotidiano a un escritor se le escape un error, que acepte una infor- mación menos comprobada, que exprese una apreciación injusta, puede parecer y ser, no rara vez, más ligereza que culpa; debería sin embargo pensarse que semejantes ligerezas o inadvertencias pueden ser suficientes, especialmente en épocas de aguda tensión, para suscitar graves repercusio- nes. Pluguiese a Dios que la historia no registrara ninguna guerra provocada por una mentira hábil- mente difundida. 125. Un publicista consciente de su misión y de sus responsabilidades, se siente en el deber de res- tablecer la verdad, si ha divulgado el error. Está obligado, ante los millares de lectores sobre los que podrían hacer impresión sus escritos, a no arruinar en ellos o en torno a ellos el sagrado patrimonio de verdad liberadora y de caridad pacificante que diecinueve siglos de cristianismo han aportado trabajosamente al género humano. Se ha dicho que la lengua ha matado más hombres que la espada1.. De igual manera, la literatura mentirosa puede resultar no menos homicida que los carros 1 Prov. VI, 17 y XIII, 5. 2 Prov. VI, 19. 53
da1.. De igual manera, la literatura mentirosa puede resultar no menos homicida que los carros blin- dados y los aviones de bombardeo. El Evangelio de la transfiguración del Señor, que ayer leímos en la santa Misa, narra cómo el divino Maestro, para revelar su gloria a los tres Apóstoles predilectos, comenzó por separarlos de los demás y conducirlos consigo a la cumbre de un alto monte2. Si vosotros queréis que también vuestra casa sea favorecida por las bendiciones de Dios, por la protección especial de su corazón, por las gracias de paz y de unión prometidas a quien le honra, separaos de la multitud, rechazando las publicaciones reprobables y corruptoras. Buscando el bien en esto como en todo, viviendo habi- tualmente bajo la mirada de Dios y en la observancia de su ley, haréis de vuestra casa un íntimo Tabor, adonde no subirán las miasmas de la llanura y donde podréis decir como San Pedro: “¡Maes- tro, qué bien estamos aquí!”3. XXXVII EL ROSARIO EN LA FAMILIA 16 de Octubre de 1940. (DR. 11, 255.) 126. De todo corazón os damos la bienvenida, queridos recién casados, a quienes parece haber conducido a Nos la Virgen del Santísimo Rosario, en este mes consagrado a ella. Nos place mirarla con los ojos del espíritu – como la han visto algunos santos privilegiados – inclinada hacia vosotros con una sonrisa (para ofreceros aquel simple y devoto objeto que, a través de una cadena de anillos flexibles y ligeros que no recuerda sino una servidumbre de amor, reúne por decenas sus pequeños granos, llenos de un invisible jugo sobrenatural), mientras que en vuestro canto, arrodillados ante ella, prometéis honrarla, ofreciéndose con la mayor frecuencia posible, en todas las vicisitudes de la vida familiar, el tributo de vuestra piedad. I.- El rosario, según la etimología misma de la palabra, es una corona de rosas, cosa encanta- dora que en todos los pueblos representa una ofrenda de amor y un símbolo de alegría. Pero estas rosas no son aquellas con que se adornan con petulancia los impíos, de los que habla la Sagrada Escritura4: “Coronémonos de rosas – exclaman – antes de que se marchiten”. Las flores del rosario no se marchitan; su frescura es incesantemente renovada en las manos de los devotos de María; y la diversidad de la edad, de los países y de las lenguas, da a aquellas rosas vivaces la variedad de sus colores y de su perfume. En este rosario universal y perenne, habéis tomado parte desde vuestra infancia. Vuestras ma- dres os enseñaron a hacer correr lentamente entre vuestros dedos infantiles los granos del rosario y a pronunciar al mismo tiempo las sencillas y sublimes palabras de la oración dominical y de la saluta- ción angélica. Un poco más tarde, con ocasión de vuestra primera comunión, fuisteis consagrados a vuestra Madre celestial, recitando el rosario, recibido en regalo como recuerdo de aquel gran día, con un fervor ingenuamente aumentado por la delicada belleza de sus perlas. ¡Cuántas veces, des- pués, habréis renovado vuestra doble ofrenda, a Jesús y a su Divina Madre, ante el tabernáculo eu- carístico o en la Congregación Mariana! Y ahora, con el sacramento del matrimonio celebrado en este mes dedicado a María, nos parece que toda vuestra vida por venir será como una mata de rosas, un rosario cuyo rezo perseverante y concorde comienza cuando a los pies del altar habéis unido vuestros corazones, obligados así por deberes nuevos y más graves, que con vuestro consentimiento nupcial bendito por Dios habéis libremente contraído. 127. Vuestro “sí” sacramental, tiene en realidad algo del “Pater noster” por el compromiso que implica de santificar el nombre de Dios en la obediencia a sus leyes (“sanctificetur nomen tuum”), de establecer su reino en vuestro hogar doméstico (“adveniat regnum tuum”) de perdonar todos los 1 Cfr. Eccli. XXVIII, 22. 2 Mc. IX, 1. 3 Mt. V, 4-9. 4 Sap. II, 8. 54
días, el uno a la otra, las mutuas ofensas o faltas (“et dimitte nobis... sicut es nos dimittimus...”), de combatir las tentaciones (“et ne nos inducas in tentationem”), de huir del mal (“sed libera nos a ma- lo) y sobre todo el “fiat” resuelto y confiado con que os presentáis al encuentro de los misterios del porvenir. Aquel “sí” es también como un reflejo de la salutación angélica, porque os abre una nueva fuente de gracia, de la que María, “gratia plena” es la soberana dispensadora, y que es la habitación de Dios en vosotros (“Dominus tecum”); es una prenda especial de bendiciones no sólo para voso- tros, sino también para los frutos de vuestra unión; un nuevo título de remisión de los pecados du- rante la vida y de asistencia materna en la hora suprema (“nunc et in hora...”). Así pues, permane- ciendo fieles a los deberes de vuestro nuevo estado, viviréis en el espíritu del santo rosario, y vues- tras jornadas se desenvolverán como una concatenación de actos de f e y de amor hacia Dios y hacia María, a través de los años, que os deseamos numerosos y ricos de favores celestes. 128. II.- Pero un rosario, queridos hijos e hijas, significa también que los misterios de vuestro por- venir no serán siempre y únicamente hechos de alegrías; tendrán también acaso providenciales do- lores. Es la ley de toda vida humana, como de todo ramo de rosas, que las flores estén mezcladas con las espinas. Vosotros vivís ahora los misterios gozosos, y os auguramos que gustéis largamente su dulzura, porque la felicidad se ha prometido a quien teme al Señor y pone todas sus delicias en sus mandamientos1, está prometida a los mansos, a los misericordiosos, a los puros de corazón, a los pacíficos2, y vos otros esperáis que la Providencia, cuyos secretos designios os han traído el uno hacia la otra, derramará sobre vuestro hogar la bendición prometida a los patriarcas, cantada por la Iglesia en la liturgia del matrimonio; la bendición alegre de la fecundidad: “matrem filiorum laetan- tem”3. De igual manera que habéis recibido y recibiréis las alegrías – las de hoy y las de mañana – con filial reconocimiento y prudente moderación, acogeréis con espíritu de fe y sumisión los miste- rios dolorosos del porvenir, cuando llegue su hora. ¿Misterios? Es el nombre que el hombre da con frecuencia al dolor, porque sí no acostumbra a buscar una significación a sus gozos, querría en cambio, con su corta vista, saber la razón de sus desventuras, y sufre doblemente cuando no ve aquí abajo su por qué. La Virgen del Rosario, que es también la del “Stabat” en el Calvario, os enseñará a estar en pie bajo la cruz, por muy densa que pueda ser su sombra, porque comprenderéis con el ejemplo de esta “Mater dolorosa” y reina de los mártires, que los designios de Dios superan infini- tamente los pensamientos de los hombres, y que aun cuando hieren el corazón, están inspirados por el más tierno amor de nuestras almas. 129. III.- ¿Podréis esperar, deberéis desear que haya también en el rosario de vuestra vida misterios gloriosos? Sí, si se trata aquí de la gloria que sólo la fe puede percibir y gustar. Los hombres se pa- ran con frecuencia ante los resplandores humeantes del nombre que se dan o se disputan entre ellos con altisonantes palabras o acciones. Ser alabados, ser célebres: he aquí en lo que consiste para ellos la gloria. “Gloria est frequens de aliquo fama cum laude”, escribía Cicerón4. Pero los hombres no se cuidan con frecuencia de la gloria que sólo Dios puede dar, y por eso, según la palabra de nuestro Señor, no tienen la fe: “¿Cómo es posible, decía el Redentor a los judíos, que creáis, vosotros que andáis mendigando gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que de sólo Dios procede?”5. La gloria del mundo se marchita, como las flores del campo, exclamaba Isaías6; y por boca de este mismo Profeta, anunciaba el Dios de Israel que humillaría a los grandes de la tierra7. ¿Qué hará, pues, el Dios encarnado, aquel Jesús que se decía “humilde de corazón”8 y que no había jamás bus- cado su propia gloría?9. 1 Salmo CXI, 1. 2 Mt. V, 4-9. 3 Salmo CXII, 9. 4 De inventione, L. II, c. 55 §166. 5 Jn. V, 44. 6 Is. XL, 6. 7 Is. XLV, 2. 8 Mt. XI, 29. 9 Jn. VIII, 50. 55
Elevad, pues, vuestra mirada más arriba, o mejor aún, penetrad más profundamente con los ojos de la fe, y a la luz de las Sagradas Escrituras, en lo íntimo de vuestras almas. “Es una gran glo- ria, os dirá el Espíritu Santo, seguir al Señor”1. En una familia donde Dios es honrado, “corona de los ancianos son los hijos e hijas, y gloria de los hijos son sus padres”2. Cuanto más puros sean vuestros ojos, jóvenes madres de mañana, tanto más veréis en los queridos pequeñines confiados a vuestros cuidados almas destinadas a glorificar con vosotros el único objeto digno de todo honor y de toda gloria. Entonces, en lugar de perderos, como tantas otras, en sueños ambiciosos sobre la cuna de un recién nacido, os inclinaréis con mente devota sobre el frágil corazón que comienza a palpitar, y pensaréis, sin vanas inquietudes, en los misterios de su porvenir, que confiaréis a la ternura ¡más maternal, todavía y cuánto más poderosa que la vuestra! – de la Virgen del Rosario. 130. De este modo, el santo Rosario os enseña que la gloria del cristiano no tiene lugar en su pere- grinación terrestre. Interrogad la serie de los misterios: gozosos y dolorosos, desde la anunciación a la crucificación, dibujan como en diez cuadros toda la vida del Salvador; los misterios gloriosos no comienzan sino el día de Pascua, y ya no cesan; ni para Jesús resucitado, que sube a la diestra del Padre y envía al Espíritu Santo a presidir, hasta el fin de los siglos, la propagación de su reino; ni para María que, arrebatada al Cielo sobre las alas ardientes de los ángeles, recibe allí de las manos del Padre celestial la corona eterna. De este mismo modo os ocurrirá a vosotros, queridos hijos e hijas, si permanecéis fieles a las promesas hechas a Dios y a María, y observáis lealmente las obligaciones que habéis adquirido el uno respecto de la otra. No os avergoncéis del Evangelio3; y en un tiempo en que muchas almas débiles y vacilantes se dejan vencer por el mal, no imitéis su extravío, sino triunfad del mal, según el consejo de San Pablo, haciendo el bien4. Así, el rosario de vuestra vida, continuado por una cade- na de años, que os deseamos largos y benditos, tendrá su termino feliz cuando caiga para vosotros el velo de los misterios en la glorificación luminosa y eterna de la Santísima Trinidad: “Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto, Amen!”. XXXVIII EL CANTICO DEL AMOR BENDECIDO POR DIOS 23 de Octubre de 1940. (DR. 11, 283.) 131. La primera palabra, queridos recién casados, que saldrá de nuestro corazón y de nuestros la- bios, es un acto de gratitud hacia Dios cuya providencia paterna os ha permitido, en el tumulto de las discordias y de las armas, cantar ante su altar vuestro cántico de amor y nos concede a Nos, en medio de tantas tristezas, el gozo de ser testigos de vuestra felicidad. De esta unión vuestra, de la que Dios mismo, como dice la Iglesia en la liturgia del matrimonia, ha sido el autor, sea Él también, con su ayuda celeste, el conservador: “ut qui te auctore iunguntur, te auxiliante serventur”. I.- Dios es amor, escribe San Juan5. Amor substancial e infinito, se complace eternamente, sin deseo y sin saciedad, en la contemplación de su infinita perfección; y como Él es el único Ser abso- luto, fuera del cual nada hay, si quiere llamar a la existencia a otros seres, no puede sacarlos sino de su propia riqueza. Toda criatura, derivación más o menos lejana del amor infinito, es por lo tanto fruto del amor y no se mueve sino por amor. En la nebulosa caótica, una primera fuerza de atracción, podríamos decir un primer símbolo de amor, agrupó en torno a un núcleo los elementos cósmicos que formaban un astro; luego, la atracción de este primero llamó a otro segundo; y como a su vez era atraído otro más, el maravilloso 1 Eccli. XXIII, 33. 2 Prov. XVII, 6. 3 Cf. Rom. I, 16. 4 Cf. Rom. XII, 21. 5 I Jn. IV, 8. 56
cortejo de los mundos comenzó su curso en torno al firmamento. Pero la obra maestra de Dios es el hombre, y a esta obra maestra de amor le ha dado El una potencia de amar, que no conocen las cria- turas irracionales. El amor del hombre es personal, es decir, consciente; libre, es decir, sometido al control de su voluntad responsable; y este poder de determinarse por si mismo es, como canta el Alighieri, “lo maggior don, che Dio per sua larghezza - fesse creando, e alla sua bontate - più con- formato, e quel ch'ei più apprezza”1. 132. Dios había dado al hombre con su cuerpo y su alma todo lo que convenía a la naturaleza humana; las aspiraciones del hombre habían sido colmadas; pero no lo fue el querer de Dios. Para ir todavía más allá en el amor, hizo a la criatura humana un regalo nuevo y sobrehumano: la gracia; la gracia, prodigio inexcrutable del amor de Dios, maravilla cuyo misterio no puede penetrar la inteli- gencia humana, y que el hombre ha llamado “sobrenatural”, lo que equivale a confesar humilde- mente que sobrepasa su naturaleza. Los Padres de la Iglesia, los Doctores y los Santos, han escrito amplios tratados sobre esta elevación del hombre a una vida superior; pero en realidad el niño de una aldea dice lo mismo, cuando recita la frase de su Catecismo: “la gracia (habitual) hace al hombre participante de la natu- raleza divina”. De aquí a mil, diez mil años acaso, cuando entre estos mundos lanzados sin descanso el uno hacia el otro en su inmensa órbita de amor, el hombre haya descubierto con estupor la serie continua de las criaturas escalonadas sobre él y debajo de él; cuando la investigación científica, los progresos de la mecánica y la reflexión especulativa hayan hecho su saber tan superior a nuestros conocimientos modernos como éstos nos parecen dominar los vislumbres de la edad prehistórica, entonces acaso un genio con el alma enamorada de Dios, sabrá traducir al lenguaje humano algo de la prodigalidad – ahora oculta a nosotros – del amor divino hacia su criatura predilecta. Pero cuando este explorador del mundo físico y espiritual, después de haber ascendido muchas sublimes vertien- tes, llegue ante la cima inaccesible e inmaculada de la gracia, no encontrará todavía para describirla sino las tres breves palabras del Príncipe de los Apóstoles San Pedro: “divinæ consortes naturæ”2: la gracia nos hace partícipes de la naturaleza divina. 133. II.- Si hasta el amor puramente sensible tiene su tierna belleza conmovedora, tanto que el Se- ñor se parangona a sí mismo con el águila que enseña a volar a sus polluelos extendiendo sus alas sobre ellos3, el amor humano es incomparablemente más noble, porque en él participa el espíritu bajo el impulso del corazón, este delicado testigo e intérprete de la unión entre el cuerpo y el alma, que concuerda las impresiones materiales del uno con los sentimientos superiores de la otra. Este encanto del amor humano ha sido por siglos el tema inspirador de admirables obras del genio, en la literatura, en la música, en las artes plásticas; tema siempre antiguo y siempre nuevo, sobre el cual los siglos han bordado, sin agotarlo jamás, las más elevadas y poéticas variaciones. ¡Pero con qué nueva e indecible belleza aumenta este amor de dos corazones humanos, cuan- do con su cántico se armoniza el himno de dos almas vibrantes de vida sobrenatural! También aquí se verifica el mutuo cambio de dones; y entonces, con la ternura sensible y sus sanas alegrías, con el afecto natural y sus lances, con la unión espiritual y sus delicias, los dos seres que se aman se iden- tifican en todo lo que tienen de más íntimo, desde la profundidad inconcusa de sus creencias hasta el vértice insuperable de sus aspiraciones. “Consortium omnis vitæ, divini et humani iuris commu- nicatio”4. Tal es el matrimonio cristiano, modelado, según la célebre expresión de San Pablo, sobre la unión de Cristo con su Iglesia5. En el uno como en la otra, el don de si es total, exclusivo, irrevoca- ble; en el uno y en la otra el esposo es cabeza de la esposa, que le está sujeta como al Señor6; en el uno y en la otra el don mutuo resulta principio de expansión y fuente de vida. 1 Paraíso V, 19-21. 2 II Pet. I, 4. 3 Deut. XXXII, 11. 4 Cfr. I. D. De ritu nupt. XXIII, 2. 5 Ef. V, 32. 6 Cfr. ídem 22-33. 57
El amor eterno de Dios ha hecho surgir de la nada el mundo y la humanidad; el amor de Jesús hacia la Iglesia engendra las almas a la vida sobrenatural; el amor del esposo cristiano hacia su es- posa, participa de estas dos efusiones divinas, en cuanto que, según la voluntad formal del Creador, el hombre y la mujer preparan la habitación de un alma en que el Espíritu Santo vivirá con su gra- cia. Así los esposos, en la misión providencial a ellos asignada, son propiamente los colaboradores de Dios y de su Cristo; sus mismas obras tienen algo de divino; también aquí pueden ellos llamarse “dívinæ consortes naturæ”. 134. III.- ¿Habrá que admirarse de que estos magníficos privilegios lleven consigo graves deberes? La nobleza de la adopción divina obliga a los esposos cristianos a no pocas renuncias y a muchos actos de valor, para que la materia no retenga al espíritu en sus ascensiones hacia la verdad y la vir- tud, y no le incline con su peso hacia los abismos. Pero como Dios no manda jamás lo imposible y con el precepto que impone concede también la fuerza para cumplirlo, el matrimonio, que es un gran sacramento, proporciona, con las obligaciones que pueden parecer sobrehumanas, auxilios que son sobrenaturales. Tenemos la firme confianza de que os serán concedidos estos divinos socorros, queridos es- posos, porque los habéis invocado ardientemente cuando al pie del altar vuestros corazones se han dado el uno al otro para siempre. Habéis venido hoy, en el mes dedicado a nuestra Señora del Santí- simo Rosario, a implorar de nuevo la abundancia de las gracias celestes, por intercesión de esta Ma- dre misericordiosa que queréis hacer Reina de vuestro hogar doméstico, bajo la protección de los Príncipes de los Apóstoles, cuyas tumbas gloriosas habéis venerado. A todas estas prendas de feli- cidad para vuestro porvenir temporal y eterno, unimos Nos nuestra paterna bendición apostólica, que de todo corazón os impartimos. XXXIX SOMOS HIJOS DE SANTOS 6 de Noviembre de 1940. (DR. 11, 295.) 135. Habéis venido a Nos, queridos recién casados, para buscar nuestra bendición sobre vuestro porvenir lleno de esperanzas, en estos primeros días de noviembre, cuando la gran multitud de los fieles, guiada por el llamamiento de la santa Madre Iglesia, dirige sus pasos, con sus lágrimas y sus plegarias, hacia aquel ángulo de tierra bendita donde reposan los testigos del pasado. El recuerdo de los seres queridos desaparecidos reaviva en todos los corazones la tristeza de la separación; pero deja sin amargura a las almas, serenadas por la fe. También para vosotros, en el momento en que fundáis una familia, debe ser dulce y saludable pensar en aquellos que os han abierto el camino de la vida y os han transmitido un patrimonio de virtudes cristianas. Porque evocando en la mente sus pálidos semblantes, como los habéis contemplado en vuestra infancia u os los habéis piadosamente figurado, podréis deciros el uno a la otra, con orgullo y confianza, lo que el joven Tobías decía a su esposa: “Filii quippe Sanctorum sumus”: ¡somos hijos de Santos!1. No ignoráis ciertamente que la sagrada liturgia une estrechamente la conmemoración de los fieles difuntos a la solemne festividad de Todos los Santos. Esta unión pone en singular relieve el dogma consolador de la comunión de los santos, es decir, del vínculo espiritual que une íntimamen- te con Dios Nuestro Señor y entre sí a todas las almas que viven en estado de gracia. Como estas almas están divididas en tres grupos: las unas coronadas ya en el Cielo, que forman la Iglesia triun- fante, otras que se encuentran detenidas en el Purgatorio para su plena y definitiva purificación, y que constituyen la Iglesia Purgante, otras, en fin, que peregrinan aún sobre la tierra y que componen la Iglesia militante; la solemnidad de Todos los Santos podría decirse en cierto modo la fiesta de las tres Iglesias. En la oración de la Misa de aquel día se invoca la bondad de Dios por los méritos de todos los Santos: “omnium Sanctorum tuorum merita sub una tribuisti celebritate venerari”. Hay méritos en las tres Iglesias: glorificados en la triunfante; adquiridos y que no se pueden ya aumentar 1 Tob. VIII, 5. 58
ni perder, pero que esperan aún su recompensa en la purgante; adquiridos y susceptibles de creci- miento, pero también de pérdida, completa, en la militante. La fiesta de Todos los Santos es, pues, como una grande fiesta de familia para todas las almas en estado de gracia. Esta consideración debe moveros más particularmente a vosotros, que habéis dejado una fa- milia amada que era hasta ahora la vuestra, para formar una nueva que será la continuación de la primera y, si Dios quiere (como Nos se lo suplicamos con vosotros), el comienzo de una larga serie de otras. 136. Tal vez pensáis que en el día de Todos los Santos la Iglesia intenta simplemente glorificar juntos a todos aquellos a quienes la Iglesia ha decretado el honor de los altares. Este día sería, según eso, como una recapitulación anual del Martirologio Romano. Y en realidad es eso; pero no sólo eso. En efecto, el Papa Bonifacio IV, cuando en el año 609 ó 610 purificó el antiguo Panteón en Roma, que le había sido cedido por el Emperador Focio, dedicó aquel templo a la Bienaventurada Virgen María y a todos los mártires1, e instituyó una fiesta que se celebraría anualmente en su honor2. Pero ya en el siglo siguiente Gregorio III dedicó en la basílica de San Pedro un oratorio “a Nuestro Señor Jesucristo, a su Santa Madre, a los Santos Apóstoles, a todos los santos Mártires y Confesores, a los justos perfectos que reposan en toda la tierra”3. En fin, Gregorio IV extendió la celebración de la fiesta de Todos los Santos a la Iglesia universal4. 137. ¿Qué quiere decir: Todos los Santos? Comúnmente, y en primer lugar, se quiere significar los héroes del cristianismo, los que una última y definitiva sentencia del magisterio infalible declara haber sido recibidos en la Iglesia triunfante, y cuyo culto está prescrito en la Iglesia militante uni- versal5. Entre ellos no faltan ciertamente los modelos y los patronos especiales para vosotros. Toda familia cristiana dirige casi instintivamente la mirada a la Sagrada Familia de Nazaret y se atribuye un título particular para la protección de Jesús, María y José. Pero además de ellos, numerosos hombres y mujeres se han sacrificado en la vida familiar, como los santos cónyuges Crisanto y Da- ría, mártires bajo el Emperador Numeriano. Hay en el Cielo padres de familia admirables, como San Fernando III, Rey de Castilla y de León, que educó piadosamente a sus catorce hijos; madres heroicas, como Santa Felicidad, romana que – según las actas de su martirio – bajo el Emperador Antonino, vió con sus ojos a los siete hijos muertos entre atroces tormentos hasta que a ella misma le cortaron la cabeza. La madre fortísima, narra San Pedro Crisólogo, daba vueltas entre los cadá- veres destrozados de sus hijos, más alegre que si se encontrara entre las queridas cunas donde habí- an dormido de niños, porque con los ojos internos de la fe percibía tantas palmas cuantas eran las heridas, tantos premios cuantos eran los tormentos, tantas coronas cuantas eran las víctimas6. Sin embargo, como cada uno de los santos tiene durante el año su día de fiesta, se puede sos- tener que la Iglesia, en la solemnidad de Todos los Santos, va mas allá de un simple recuerdo colec- tivo. En la Iglesia triunfante, ante todo. Que en el Cielo además de los grandes vencedores, reful- gentes de luz – por su canonización o por la simple beatificación – hay multitud de almas, descono- cidas en la tierra, pero beatificadas por la visión intuitiva, y que su número sobrepasa a todos los cálculos humanos, nos lo testifica en el Apocalipsis el Apóstol San Juan, que había visto su gloria: “Post haec vidi turbam magnam, quam dinumerare nemo poterat...: stantes ante thronum, et in conspectu Agni, amicis stolis albis, et palmæ in manibus eorum”, y estos elegidos, sin nombre dis- tinto, eran “ex omnibus gentibus, et tribubus, et populis, et linguis”, de todas las gentes, tribus, pue- blos y lenguas7. Aquí volvéis a encontrar la idea de familia: “Filii Sanctorum sumus!”. En aquella gloriosa falange, ¿no tenéis acaso antepasados o incluso próximos parientes? Elevando en estos días los ojos y el alma al Cielo, podéis ver con la mente, allí arriba y para siempre, a muchos de aquellos 1 Cfr. Liber Pontificalis LXVIII. 2 Cfr. Martyrologium Romanum, Kal. Novemb. 3 Cfr. Lib. Pont. XCII. 4 Cfr. Mart. Rom. l. c. 5 Cfr. Bened. XIV, De Serv. Dei Beatif. et Beat. Canoniz. I, cap. 39 y 42. 6 S. Petrus Chrysologus, Sermo CXXXIV, Migne, P. L. t. 52, col. 566. 7 Apoc. VII, 9. 59
que habéis amado, y todavía otros más que a través de una serie de generaciones han sembrado en la descendencia familiar aquella fe que vosotros queréis transmitir a otros. ¡Qué fuerza y qué con- suelo para vosotros pensar que ellos, al abandonar esta tierra, no os han olvidado; que os aman siempre con la misma ternura, pero con una clarividencia incomparablemente mayor para conocer vuestras necesidades y para poder satisfacerlas; y que desde el Cielo su sonrisa de bendición des- cenderá, como un invisible rayo de gracia, sobre cada nueva cuna de su posteridad! 138. Es cierto que no podéis tener la certeza absoluta de su glorificación definitiva: ¡hace falta ser tan puros antes de ser admitidos a contemplar para siempre y sin velos a aquel Dios que encuentra imperfecciones en los mismos ángeles!1. Aquel abuelo venerable cuya vida os aparecía tan digna y rica de méritos, aquella buena abuela, cuyos días laboriosos terminaron con una muerte tan piadosa y dulce, ¿no estarán todavía en el Cielo? Pero al menos podréis, sin vana presunción, apoyándoos con firme confianza en las promesas divinas hechas a la fe y a las obras de una vida verdaderamente cristiana, buscarles en el lugar de la suprema purificación: el purgatorio. Así experimentaréis una serena alegría en el pensamiento de que aquellos seres queridos están ya seguros de su eterna salva- ción y preservados del pecado, de las ocasiones de pecado, de las angustias, de las enfermedades y de todas las miserias de aquí abajo. Después, considerando las penas con las cuales terminan ellos por ser liberados de sus manchas, vuestro devoto afecto os hará prestar oído a sus voces queridas que invocan vuestro sufragio, como Job, en el abismo de sus dolores, imploraba la compasión de sus amigos2. Y entonces comprenderéis por qué, si el gozo de la fiesta de Todos los Santos se pro- longa en la sagrada liturgia durante una octava, la oración por la Iglesia purgante continúa todo el mes de noviembre, dedicado de modo especial a tan piadoso sufragio. Así pues, si buscáis la pro- tección de los santos que están en el cielo, no dejéis de socorrer con la oración, con la limosna y sobre todo con el santo sacrificio de la Misa, a aquellos de vuestros seres queridos que se encuen- tran todavía en el purgatorio, para que, a su vez, como piadosamente se cree, intercedan por voso- tros y, admitidos pronto a la fuente de toda gracia, puedan dirigir sus aguas benéficas sobre toda su descendencia. 139. ¿Qué decir ahora de los santos de la tercera Iglesia, es decir, de los que militan todavía sobre la tierra? Reconoced, queridos hijos e hijas, que los hay, y que vosotros podéis, si queréis, ser de su número. Según el sentido etimológico y más amplio de la palabra, la santidad es el estado de una persona o de una cosa reputada inviolable y sagrada. Así, Cicerón hablaba de la “matronarum sanc- titas”, de la santidad de aquellas esposas y madres universalmente respetadas, que eran las matronas romanas. En más alto sentido, el Señor decía en el antiguo Testamento a los hijos de su pueblo: “sed santos, como Yo soy santo”3. Y uniendo al precepto la ayuda necesaria para cumplirlo, añadía: “Yo soy vuestro Señor, que os santifico”4. En el nuevo Testamento, ser santo significa haber sido consa- grado a Dios con el Bautismo y conservar el estado de gracia, esta vida sobrenatural, toda interior, que es la única que a los ojos del Señor y de los ángeles divide a los hombres en dos clases profun- damente diferentes: los unos privados de la gracia santificante, los otros elevados hasta aquella mis- teriosa, pero real participación de la vida divina. Por eso, los primeros cristianos, en muchos pasajes del nuevo Testamento, son designados con el nombre de santos. Así, por ejemplo, San Pablo se acu- sa de haber encerrado en las prisiones, antes de su conversión, un gran número de santos5. El mismo Apóstol escribía a los fieles de Éfeso: “Sois conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios?6, y rogaba a los de Roma que subvinieran a las necesidades de los santos7. 140. Estos santos de la tierra tienen también sus méritos, que pueden superar a los de otros hom- bres8 y a los de las almas purgantes. Pero la Santa Madre Iglesia sabe bien que los méritos de los 1 Job. IV, 18. 2 Cfr. Job XIX, 21. 3 Levit. XIX, 2. 4 Levit. XX, 3-8. 5 Act. XXVI, 10. 6 Ef. II, 19. 7 Rom. XII, 13. 8 Cfr. S. T. I-II, q. 114, a. 6. 60
vivos son precarios, y que si algunos de sus hijos son desde ahora en este mundo poderosos aboga- dos de sus hermanos, tienen también ellos, como todos los que militan todavía aquí abajo, una con- tinua necesidad de intercesión. Por eso concluye así su oración en la festividad de Todos los Santos: “¡Concédenos, oh Señor, la deseada abundancia de tu propiciación, gracias a un número multiplica- do de intercesores!”. “¡Filii sanctorum sumus¡”. Queridos hijos e hijas: debéis, pues, persuadiros bien de que vues- tra nueva familia podrá y deberá ser una familia, santa, es decir, inviolablemente unida a Dios por la gracia. Inviolablemente: porque aquel mismo sacramento que exige la indisolubilidad del vínculo conyugal, os confiere una fuerza sobrenatural contra la cual serán impotentes, si vosotros lo queréis, las tentaciones, y las seducciones; las pérfidas insinuaciones del disgusto cotidiano, de la calma habitual, de la necesidad de novedad y de cambio, la sed de las experiencias peligrosas, la atracción del fruto prohibido, no tendrán poder alguno contra vosotros, si conserváis este estado de gracia, con la vigilancia, la lucha, la penitencia, la oración. Unidos a Dios, seréis santos, y vuestros hijos lo serán después de vosotros, porque lavados desde el Bautismo en la sangre redentora de Cristo, habéis consagrado o, sin duda, consagraréis vuestro hogar doméstico a su Corazón divino, cuya imagen velará sobre vuestros días y sobre vuestras noches. XL ENSEÑANZAS DE LA DIVINA PROV1DENCIA 8 de Enero de 1941. (DR. 11, 367.) 141. Al presentaros a Nos habéis querido, amados recién casados, demostrar vuestro doble ardor: el ardor de la juventud que sin temor afronta y vence los rigores de la estación invernal, y el ardor de vuestra fe y devoción que os ha conducido a buscar la bendición del Padre común de los fieles para las familias que habéis fundado con irrevocable contrato. Absortos como estáis en la felicidad de vuestra reciente y concorde unión y en el sueño de una aurora rosada de alegres esperanzas por el sendero de la vida que acabáis de iniciar, ni el camino de Roma ha enfriado vuestros ardientes cora- zones, ni os han arrancado y atraído muchas miradas durante el viaje los campos fugaces, las hela- das y nevadas llanuras, los cándidos montes, los tristes árboles que distendían a través de un cielo gris los brazos desnudos de sus ramas. Sin embargo, bajo aquella costra de frío y de nieve vive la naturaleza durmiendo un sueño que parece de muerte; pero que en su silencio tranquilo habla un lenguaje que es para vosotros, como para todos los que han sido llamados por Dios a transmitir la vida, una gran enseñanza dada a las almas por la divina Providencia. Nuestro Señor la recordaba a los Apóstoles antes de su Pasión: “En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo caído a la tierra no muere, permanece infecundo; pero si muere, fructifica con abundancia”1; enseñanza que el buen Maestro completaba poco después: “Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se cambiará en alegría. La mujer, cuando da a luz un hijo, está triste porque ha llegado su hora; pero cuando ha traído al mundo a su niño, no se vuelve a acordar del dolor, llena de alegría porque ha nacido al mundo un hombre”2. Profunda verdad, al mismo tiempo humana y cristiana, es que la vida no se transmite sin sacrificio, y que, sin embargo, trans- mitir la vida es un gozo inefable que disipa todo recuerdo del dolor. Mirad los campos y la maravillosa obra de la naturaleza. El grano, confiado en la tierra a su cuidado, yace como en un sepulcro, parece que muere y se disuelve, para que el germen que tiene en sí pueda desenvolverse, para abrir los ojos, salir a la luz, verdear y crecer en vigoroso tallo. Pero pasará y pesará encima el invierno antes de que, con la tibieza primaveral y el ardiente rayo del ve- rano, el germen se cambio en flores y las flores en fruto. En el orden más elevado de la naturaleza viviente, sensible al dolor, todo nacimiento es más o menos doloroso; y porque del dolor nace el amor, veis vosotros que sólo dándose a sus pequeños, custodiándolos con su vigilancia, nutriéndo- 1 Jn. XII, 24. 2 Jn. XVI, 21. 61