Si Jesucristo ostenta todo poder en el cielo y en la tierra, entonces, no hay absolutamente ningún poder que esté sobre Él, por el contrario, todos están bajo su dominio y soberanía. No hay Reyes, ni Príncipes, Parlamentos, ni Cámaras que puedan sustraerse a la realeza de Cristo. Es más, todo poder de este mundo es participación del poder absoluto y supremo de Dios, por ello no puede ser ejercido en contra de su voluntad, ni de su santa ley. También el poder mundano está en función del fin último del hombre que es la gloria de Dios y bienaventuranza eterna.
El Reinado Social de Nuestro Señor Jesucristo
La importantísima y trascendental labor que ha de desempeñar todo sacerdote católico es el anuncio del Reino de Dios y la misión de extender el reinado social de Nuestro Señor Jesucristo.
Al tratar el tema del reinado de Cristo estamos tocando la esencia misma del Evangelio
- Jesús “recorría toda la Galilea, enseñando en las sinagogas, predicando el evangelio del reino y curando en el pueblo toda enfermedad y toda dolencia” Mt.4,23-, los fundamentos de la misión que el Señor ha encomendado a su Iglesia -” Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura” Mc. 16,15- , la razón de ser misma de la obra Redentora y Salvadora de Nuestro Señor Jesucristo - “Vosotros, que un tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios” 1Pe 2,10-.
La pretensión que nos ocupa es muy ambiciosa y resulta del todo imposible en tan corto tiempo abarcar la entraña misma y las consecuencias que se derivan de nuestra fe católica. Es esta una cuestión de tiempo, de lectura serena y pausada de la Palabra de Dios, de meditación orante, de estudio del Magisterio de la Iglesia y de profunda reflexión.
Podemos, sin embargo, aproximarnos y asomarnos sin miedo que algo aprenderemos.
Un presupuesto indispensable
Hemos de comenzar por un presupuesto indispensable al tratar del “Reino de Cristo”, un presupuesto que muy a menudo no se tiene en cuenta y debido a ello surgen los bandos, las suspicacias, las rebeldías, las incomprensiones, la polémica…
“Aconteció que, orando Jesús a solas, estaban con Él los discípulos, a los cuales preguntó: ¿Quién dicen las muchedumbres que soy yo?” Lc.9,18.
Comprenderemos todos que no era un espíritu de curiosidad lo que movía al Señor a realizar esta pregunta. Bien sabía lo que se decía de Él, pero no teme que salgan a la luz las distintas opiniones que circulan entre la gente. Comienzan así a dar sus respuestas: “unos que Juan Bautista; otros, Elías; otros, que uno de los antiguos profetas ha resucitado”. Lc.9, 19
En un momento determinado Jesús va más allá, toca el fondo al que pretende llegar, “ Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Lc.9, 20.
Era de su parte una verdadera provocación lanzada para que cada uno se “situase”, tomase “posición “ ante su Persona. Es entonces cuando Pedro responde, “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.Mt. 16,16
La respuesta del Príncipe de los Apóstoles se desmarca completamente de cuanto hasta el momento se había dicho. No era una respuesta lógica, tampoco una apreciación, ni siquiera un juicio fruto de la propia reflexión. La respuesta de Pedro era una “respuesta de fe”; lo dice el mismo Jesús: “Bienaventurado tú, Simón Bar Joná, porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos” Mt. 16, 17.
Cuanto venimos diciendo es transferible al tema que nos ocupa.
Los posicionamientos ante la Persona de Nuestro Señor Jesucristo son también hoy muy dispares, incluso absolutamente contrarios y consecuentemente lo mismo sucede con los posicionamientos ante la naturaleza de la Iglesia y su misión en el mundo.
Comprenderemos, por lo tanto, que el presupuesto ineludible para poder aceptar la realeza de Nuestro Señor Jesucristo es la fe.
Sólo quien ha recibido, por medio del Santo Bautismo, el don de la fe puede afirmar que Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre, el Salvador y Redentor de la humanidad, y reconocerle como Rey de los cielos y de la tierra.
La doctrina acerca de la realeza de Cristo es una verdad de fe.
En la era de las comunicaciones el mundo se ha convertido en una aldea en la que con inusitada rapidez se transmite la información. Llegan directamente a las casas con total fluidez las distintas opiniones, y corrientes de pensamiento . Nuestro Señor Jesucristo y su Iglesia no quedan al margen de los debates y comentarios de la más rabiosa actualidad. Sin embargo el ritmo vertiginoso de los adelantos de la técnica no es proporcional al verdadero progreso cultural y espiritual de las gentes. Por eso no se corresponde la cantidad de información que se recibe con la calidad en la formación que se posee. Vivimos en una época de muchísima información y de muy baja formación. Este pronunciadísimo desnivel es todavía más patente y manifiesto en lo que se refiere al plano espiritual y a cuanto afecta a la verdad católica.
La deficiente formación religiosa existente, sumada a la paupérrima o nula vida espiritual de las gentes, es la explicación de tantos desatinos y desaciertos en los juicios de valor que se emiten a diario respecto de todo lo religioso.
Nos ha tocado vivir en una época de crisis que afecta a los cimientos mismos de la civilización cristiana y occidental. No es el caso de profundizar ahora en ello, pero sí hemos de reseñar que en la raíz de esta incertidumbre colosal se esconde una crisis de pensamiento y de fe. Se vive mal porque se razona peor, cuando no se vive bajo la tiranía de la sinrazón que conduce al absurdo.
Su Santidad el Papa San Pío X como padre y vigía de la cristiandad no se cansó de señalar reiteradamente el camino para no extraviarse respecto de la verdad: conducirse por la luz de la razón iluminada por la Revelación.
Todo este preámbulo se hace necesario puesto que sin fe nos encontramos ante un obstáculo insalvable para acercarnos al “Reino de Dios” y para poder reconocer a Nuestro Señor Jesucristo como “Rey de reyes y Señor de los que gobiernan”.
La fe no es un sentimiento, no es una apreciación, tampoco una conjetura. De este gravísimo error brota la terrible confusión reinante.
La fe es la completa adhesión de la inteligencia a las verdades reveladas por Dios y transmitidas infaliblemente por la Iglesia. Comprendemos, entonces, como en la raíz de la ruina de la fe se encuentra una perversión del pensamiento, un alejamiento de la luz de la verdad para introducirse en la oscuridad del error.
Nuestro Señor Jesucristo se presentó ante el mundo como el Camino, la Verdad y la Vida. Los instrumentos para encontrar a quien es la Verdad nos los ofrece el mismo Señor: la Sagrada Revelación ( Tradición oral y escrita) y el Magisterio infalible de la Iglesia.
Dios infunde la virtud de la fe en el alma del bautizado, el hombre ha de responder acogiendo el don y corresponder adhiriendo su inteligencia a la Revelación del mismo Dios. Esta sumisión, esta confianza y entrega del hombre a Dios, lejos de empobrecerle lo eleva a la participación en la vida y en el amor mismo de Dios.
La luz que viene en nuestra ayuda es clara: Revelación de Dios y Magisterio de la Iglesia.
La realeza de Cristo en la Sagrada Revelación
Antiguo Testamento
La primera pregunta que uno puede plantarse es si verdaderamente Jesús es Rey. Para encontrar la respuesta hemos de acudir forzosamente a la Revelación. ¿Qué nos enseña el mismo Dios acerca de esta materia?
Si acudimos a la Sagrada Escritura en busca de textos que den fe de la realeza de Cristo nos encontramos que es como ir en busca de agua al mar. El carácter real del Mesías prometido por Dios y aguardado por Israel es una idea dominante en todo el Antiguo Testamento.
Ya en el libro de los Números, Balaán pronuncia el oráculo en el que manifiesta que contempla, aunque no de cerca, como “una estrella sale de Jacob, un cetro surge de Israel” Núm.24, 17, y “de Jacob sale un dominador”Núm.24,19.
En los textos del Profeta Isaías la tradición cristiana ha interpretado un anuncio del Mesías que se ha visto cumplido en Jesús y en el reino inaugurado por Él: “Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Sobre sus hombros descansa el poder, y es su nombre: “Consejero prudente, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz”. Dilatará su soberanía en medio de una paz sin límites, asentará y afianzará el trono y el reino de David sobre el derecho y la justicia, desde ahora y para siempre” Is. 9, 5-6.
El carácter real del Mesías como descendiente de la casa de David aparece con toda claridad en las palabras del Profeta.
En la misma línea, el Profeta Jeremías predice en su oráculo: “He aquí que vienen días, oráculo del Señor, en que yo suscitaré a David un descendiente legítimo, que reinará con sabiduría, que practicará el derecho y la justicia en esta tierra”. Jer. 23,5
El Profeta Daniel anuncia como “el Dios del cielo hará surgir un reino que jamás será destruido y cuya soberanía no pasará a otro pueblo. Pulverizará y aniquilará a todos los otros y él mismo subsistirá por siempre” Dan. 2, 44. Y en la primera de sus visiones narra, “vi venir sobre las nubes alguien semejante a un hijo de hombre; se dirigió hacia el anciano y fue conducido por él. Se le dio poder, gloria y reino, y todos los pueblos, tacones y lenguas le servían. Su poder es eterno y nunca pasará, y su reino jamás será destruido” Dan. 7, 13-14
Con toda la carga expresiva de los términos empleados, la clara referencia a la estirpe de David y las connotaciones que los Profetas aplican al reino anunciado, especialmente su carácter de soberanía absoluta y universal, así como su característica de eternidad, es imposible no ver una clara referencia a Nuestro Señor Jesucristo en quien, según sus propias palabras, se cumplen todas las Escrituras: “Escudriñad las Escrituras, ya que en ellas creéis tener la vida eterna, pues ellas dan testimonio de mí, y no queréis venir a mí para tener la vida” Jn. 5,39
Después de estas palabras contundentes del Señor bien podemos culminar estas referencias a algunos de los Profetas con la visión casi fotográfica del Profeta Zacarías:
“Salta de alegría, Sión, lanza gritos de júbilo, Jerusalén, porque se acerca tu rey, justo y victorioso, humilde y montado en un asno, en un joven borriquillo”Zac.9,9
El libro de los Salmos canta también la realeza de Cristo y sus desposorios místicos con su Esposa la Iglesia: “Tu trono, como el de Dios, es eterno, un cetro de equidad es el cetro de tu reino. Amas la justicia y odias la maldad, por eso te ha ungido el Señor tu Dios con perfume de fiesta entre tus compañeros” Sal.44.
Nuevo Testamento
Como no podía ser de otra manera toda la doctrina acerca de la realeza de Cristo que venimos entresacando del Antiguo Testamento se ve confirmada en el Nuevo, manifestándose así la plenitud de la Revelación.
En los umbrales mismos del Nuevo Testamento se nos da autorizada carta de presentación de Jesús de Nazaret, el Hijo de María la Virgen. Tal carta de presentación nos la relata el Santo Evangelio en la Anunciación que el Arcángel San Gabriel hace a la Virgen elegida por Dios para que a través de ella se cumplan las promesas realizadas por Dios a su pueblo: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios, y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin”. Lc. 1,30-33
Podríamos continuar con otra serie de textos entresacados del Evangelio, de las cartas del Apóstol San Pablo y del Libro del Apocalipsis. En todos ellos encontraríamos apoyatura más que suficiente para presentar a Nuestro Señor Jesucristo como verdadero y auténtico Rey del cielo y de la tierra, y a su Santa Iglesia como verdadero “reino de Cristo sobre la tierra”, destinada a extenderse a todos los hombres y a todas las naciones”(Quas Primas 10)
Todos los textos de la Sagrada Escritura gozan de la autoridad divina y son verdad infalible revelada por Dios que ni se engaña Él mismo, ni nos engaña a nosotros. Sería suficiente una sola referencia a la realeza de Cristo para que esta fuese una verdad e fe. No tenemos una, sino abundantes referencias. Sin embargo, quizás la verdad adquiera una carga de profundidad asombrosa y una severidad majestuosa y divina cuando brota de los labios mismos de Nuestro Señor Jesucristo.
“ Le dijo entonces Pilato: ¿Luego tú eres rey? Respondió Jesús: Soy rey, como tú dices. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad oye mi voz”. Jn. 18, 37
La verdad que perseguimos acerca de la condición de Cristo la obtenemos de sus propias palabras, “soy rey”. Esta es la verdad testimoniada por quien ha venido al mundo para dar testimonio de ella. Todo el que es de la verdad oye la voz de Jesucristo y reconoce su testimonio: “Yo soy el Alfa y el Omega, el Principio y el Fin”. Él es, por lo tanto el Autor de la creación –el Alfa-, es la Meta de todo lo creado –el Omega-, es el “Rey de los reyes y Señor de los señores” Ap. 19, 16.
La Sagrada Tradición
El “sagrado depósito de la Revelación” se encuentra en la Sagrada Escritura y en la Sagrada Tradición de la Iglesia. Ambas fuentes de la Revelación contienen la verdad de fe acerca de la realeza de Nuestro Señor Jesucristo. “No hay ni un profeta, ni un evangelista, ni uno de los apóstoles que no le asegure su cualidad y sus atribuciones de rey” (M. Pie)
La Sagrada Liturgia de la Iglesia imbuida toda ella de piedad bebe en el sagrado depósito de la fe y expresa luego los contenidos mismos de la verdad católica , bien mediante la proclamación de la Palabra de Dios, bien mediante ritos y símbolos que expresan esa misma fe con toda su pureza. Así en la liturgia católica la Iglesia celebra y glorifica a Cristo como “a su Autor y Fundador como Soberano Señor y Rey de los Reyes”.
Los Padres de la Iglesia se expresan de igual manera, en sintonía absoluta con la Sagrada Revelación. Válgannos de muestra las palabras de San Cirilo de Alejandría:
“Posee Cristo el poder supremo sobre toda la creación, no por violencia ni por usurpación, sino en virtud de su misma esencia y naturaleza. Es decir, la autoridad de Cristo se funda en la admirable unión hipostática. De donde se sigue que Cristo no sólo debe ser adorado como Dios por los ángeles y por los hombres, sino que además, los ángeles y los hombres deben sumisión y obediencia a Cristo en cuanto hombre; en una palabra, por el solo hecho de la unión hipostática, Cristo tiene potestad universal sobre la creación”.
También el Supremo Magisterio de la Iglesia que custodia, profundiza y transmite fiel e íntegramente el Sagrado depósito de la fe propone como verdad la Realeza de Nuestro Señor Jesucristo.
Podemos afirmar que a Realeza de Cristo es una verdad dogmática, aunque no definida ex cáthedra, y que se apoya en la Sagrada Revelación y en el Magisterio infalible de la Iglesia.
Cristo es Rey Universal
Podemos afirmar que Nuestro Señor Jesucristo es Rey universal, tal es la enseñanza que se desprende de las palabras del Apóstol San Pablo: Jesucristo “es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en Él fueron creadas todas las cosas del Cielo y de la Tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades; todo fue creado por Él y para Él”.
“Todo fue creado por Él y para ÉL” y como consecuencia lógica no podemos establecer excepción alguna “allí donde Dios no ha dejado lugar a la excepción. El hombre individual y el jefe de familia, el simple ciudadano y el hombre público, los particulares y los pueblos, en una palabra, todos los elementos de este mundo terrestre, cualesquiera que sean, deben sumisión y homenaje al nombre de Jesús”.(M. Pie)
No hay excepción alguna ante la soberanía de Jesucristo tal y como lo expresa la carta a los Filipenses: “Dios lo levantó sobre todo y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”. Flp. 2, 9-11
Si todo fue creado por Él, entonces, todo le pertenece y tiene un dominio soberano sobre todas las cosas. Y si todo fue creado para Él, entonces todo debe tender hacia Él como hacia su fin último y supremo.
Cristo es Rey universal en cuanto que es Dios y posee el dominio sobre toda criatura, pero también en cuanto Hombre, ya que Él es el Hombre Dios que nos ha rescatado y redimido. En cuanto Hombre Redentor nos ha rescatado y por eso nos recuerda el Apóstol San Pablo que no hemos sido comprados ni con plata, ni con oro, sino al precio del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.
Jesús manifiesta :”Todo poder me ha sido dado en el cielo y en la tierra”, es decir en el orden sobrenatural y en el orden natural. Es Rey en cuanto Dios, pero Rey también en cuanto Hombre Redentor de la humanidad ya que la Santísima Trinidad ha tenido la voluntad de dar a Jesucristo-Hombre un verdadero y absoluto poder real sobre todas las cosas.
Cuando decimos sobre todas las cosas queremos expresar el mundo invisible, y el mundo visible al que pertenecen los hombres y las sociedades.
Si Jesucristo ostenta todo poder en el cielo y en la tierra, entonces, no hay absolutamente ningún poder que esté sobre Él, por el contrario, todos están bajo su dominio y soberanía. No hay Reyes, ni Príncipes, Parlamentos, ni Cámaras que puedan sustraerse a la realeza de Cristo. Es más, todo poder de este mundo es participación del poder absoluto y supremo de Dios, por ello no puede ser ejercido en contra de su voluntad, ni de su santa ley. También el poder mundano está en función del fin último del hombre que es la gloria de Dios y bienaventuranza eterna.
Su reino no es de este mundo, por eso no conoce límites, ni fronteras, no depende de la elección de los hombres.
Su reino es universal y eterno, es el reino de la verdad y de la vida, un reino de justicia, de paz y de amor. Es un reino espiritual que en palabras del Papa Pío XI “Lo evangelios describen este reino como un reino cuyo ingreso exige una penitencia preparatoria, ingreso que a su vez sólo es posible por medio de la fe y del bautismo, el cual, si bien es un rito externo, significa y produce la regeneración desalma. Este reino se opone solamente al reinote Satanás y a la potestad de las tinieblas, y exige de sus súbditos no sólo que, con el desprendimiento espiritual de las riquezas y de los bienes temporales, observen una moral pura y tengan hambre y sed de justicia, sino que exige además la abnegación de sí mismos y la aceptación de la cruz”.
“Todo fue creado por Él y para ÉL”, tanto el hombre como la sociedad.
Si el fin último del hombre es Dios, el hombre como ser social no puede ignorar su finalidad última, y por lo tanto la sociedad debe tender también hacia su fin último y supremo, que es Dios. “Todo lo que contribuye a formar una sociedad debe estar impregnado de Dios” (A. Philippe), de tal manera que “cuando un Estado se constituye, tiene como primer deber el de poner como base de su Carta fundamental, de su legislación y todo lo demás, la más absoluta dependencia para con Dios y su más entera conformidad con la Ley Eterna” (A. Philippe). Ningún Estado está excusado de someterse a la Ley natural porque ésta, según las enseñanzas de San Pablo está grabada no en piedra, sino en los corazones de los hombres. Esta ley natural es ley divina. Y quienes negasen la existencia de Dios no están justificados ya que tal y como se expresa San Pablo en su carta a los Romanos, “la ira de Dios se manifiesta desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres, que injustamente cohíben la verdad; puesto que lo que es dable conocer de Dios está manifiesto en ellos, ya que Dios se lo manifestó. Porque lo invisible de Él, su eterno poder y su divinidad, se hacen notorios desde la creación del mundo, siendo percibidos por sus obras, de manera que no tienen excusa; por cuanto conocieron a Dios y no lo glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias” Rom. 1,18
De ninguna de las maneras, pues, se puede justificar la ignorancia de Dios y sería un atrevimiento tal que sólo se podría calificar de soberbia frente a Dios el mero intento de justificar lo que Él mismo no justifica.
En cuanto a las sociedades de mayorías cristianas, teniendo en cuenta que el hombre se encuentra sobre la tierra para prepararse a su fin último, que no es otro que la eterna bienaventuranza, “todas las instituciones sociales, todas las acciones y directivas políticas deben tener en cuenta esta verdad fundamental, de que el hombre no ha sido hecho para este mundo, sino para la Eternidad. Las Constituciones de los pueblos, su Legislación, las disposiciones jurídicas, administrativas, etc. Deben considerar primeramente y antes de cualquier otra cosa, el fin último de toda existencia humana. Toda política debe, en razón de este fin último, ser conforme a la Ley Eterna de Dios, al Credo y al Decálogo”. Afirmar lo contrario sería caer en una verdadera esquizofrenia personal y colectiva. Por un lado la persona individualmente buscaría a Dios y socialmente, la reunión de todas las voluntades, ignoraría su finalidad principal. Peor aún, ensalzaría el fin opuesto, la radical ignorancia de Dios.
En este sentido se han expresado en numerosas ocasiones los Vicarios de Cristo. Escuchemos, a modo de ejemplo, las palabras de Su Santidad Juan XXIII:
“Ningún desatino, sin embargo, parece más propio de nuestro tiempo como el de querer constituir un orden temporal estable y provechoso sin asentarlo, sobre el único cimiento capaz de darle consistencia, es decir, prescindiendo de Dios; así como querer hacer la grandeza del hombre cegando la fuente de que mana y se nutre esa grandeza, o sea, frenando y, si fuera posible, destruyendo el impulso de los espíritus hacia Dios. Los sucesos que han tenido lugar en esta edad, y que han acarreado tantos desengaños y arrancado tantas lágrimas a no pocos, confirman, por el contrario, con cuanta verdad fue escrito: “Si el Señor no edificara la casa, en vano trabajan los que tratan de edificarla” ( Mater et Magistra)
La misión que Cristo ha encomendado a su Iglesia
El evangelista San Mateo nos narra uno de los encuentros del Señor Resucitado con sus Apóstoles. En este encuentro reciben el mandato misionero, válido para ellos y para sus sucesores de todos los tiempos:
“Jesús, les dijo: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo” Mc. 28,18-20
A la luz de esta palabras no ofrece duda que el Señor ha dispuesto que su Iglesia sea el instrumento que Él ha puesto en el mundo para la salvación de las almas. Sólo Ella, iluminada por la luz del Espíritu de Dios, puede iluminar, enseñar y dirigir a los hombres hacia su meta última. En esta función de Maestra la Iglesia no tiene a nadie por encima de Ella, y de esta misión encomendada por Cristo nace su derecho y su obligación de iluminar a los Pueblos sobre sus deberes.
Siempre ha tenido la Iglesia conciencia clara de la misión recibida: “En medio de los desórdenes actuales, es necesario recordar a los hombres que la Iglesia es, por su divina institución, la única arca de salvación para la humanidad. Fundada por el Hijo de Dios sobre San Pedro y sus sucesores, no solamente es la guardiana de las verdades reveladas, sino también la custodia necesaria de la ley natural. Por esto, hoy más que nunca se debe enseñar que la verdad liberadora tanto para los individuos como para las sociedades es la verdad sobrenatural en su plenitud y pureza, sin atenuación ni disminución ni compromisos, tal, en una palabra, como Nuestro Señor Jesucristo vino a traerla al mundo, tal como la confió a la custodia y magisterio de Pedro y su Iglesia”
Carta de la Santa Sede 1917-
La Iglesia es, pues, la custodia de las verdades reveladas y también de las verdades morales del orden natural. Cuando las naciones prescinden de Dios y de su Iglesia están completamente errados y corren el gravísimo riesgo de poner a sus ciudadanos en el peligro de no alcanzar el fin para el cual han sido creados.
El gran error de nuestro tiempo
El mayor error que ataca la soberanía de Cristo sobre los hombres y las naciones ha sido desenmascarado por los Papas. Así se expresaba Pío XI “Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos…Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la Religión Cristiana fue igualada con las demás religiones falsas, y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: Hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la Religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios.” -Quas Primas 23-
Ante esta situación, detalladamente descrita por el Sumo Pontífice, y que se corresponde literalmente con la situación de nuestros días se abre para los católicos un verdadero campo de batalla, un objetivo principal y supremo: Instaurar todas las cosas en Cristo.
Este fue el lema de Su Santidad Pío X. Sus palabras y sus indicaciones son el mejor objetivo que hoy pudiéramos y bebiéramos marcarnos:
“No, es necesario decirlo de nuevo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en los que cada uno se erige en doctor y legislador…no se levantará la ciudad sino como Dios la ha levantado, no se edificará la sociedad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige sus trabajos. No, la civilización no está por inventar, ni la ciudad nueva por construir en las nubes. Ha existido, existe; es la civilización cristiana, es la CIUDAD CATÓLICA. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sobre sus naturales y divinos fundamentos contra los ataques siempre renovados e la utopía nociva, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia Instaurare in Christo” .
Acabamos de asistir en Europa a un nuevo asalto del laicismo ante la impasibilidad de los católicos y del resto de los cristianos, la negativa a reconocer las raices cristianas de Europa , aunque el mero reconocimiento estaría por debajo de los mínimos exigibles ya que lo propio sería el reconocimiento gozoso de la Realeza de Cristo y la búsqueda de inspiración en sus santa Ley. Ante tal espectáculo recobran rabiosa actualidad las palabras del Papa Pío XI “Cuanto mayor es el indigno silencio con que se calla el dulce nombre de nuestro Redentor en las conferencias internacionales y en los Parlamentos, tanto más alta debe ser la proclamación de ese nombre por los fieles y la energía en la afirmación y defensa de los derechos de su real dignidad y poder” -Quas Primas-.
Venga a nosotros tu reino… y líbranos del Mal
La ciudad secularizada es una triste realidad en nuestros días. Los frutos son también evidentes.
“Estamos tentando a Dios si creemos que podremos conservar la fe en un mundo descristianizado en el que sólo se nos ofrecen incitaciones a la mundanidad en todos los sentidos, ¿conservarán la fe nuestros hijos si asisten a una escuela anticristiana, si escuchan mayoritariamente desfiguraciones racionalistas del contenido de la religión, si se ponen a su alcance un cúmulo de obras de teatro, de películas cuyo contenido es esencialmente anticristiano? Muchos son los que están naufragando en su fe en este tiempo y muchos son, desgraciadamente, los que lo harán” -J.M. Petit-
El drama es de proporciones gigantescas y el sufrimiento de los corazones católicos es todavía más desgarrador cuando contemplan estupefactos las complicidades y los guiños que no pocos “hombres de Iglesia” hacen a la Revolución. El pecado de los “perros mudos” de nuestros días es doble ya que no sólo no “ladran ante el enemigo”, es que a menudo sólo ladran, atacan y muerden a los de la propia casa. ¡Ay de vosotros cuando llegue al dueño de la casa!...