domingo, 26 de diciembre de 2010

San Esteban

Protodiácono y protomártir de la Iglesia; y entre los diáconos, el más famoso. La palabra sagrada de la Escritura hace un gran elogio de él. Su plenitud de Dios le valió ser condenado por el Sanedrín judaico y apedreado. Mientras estaba muriendo, pedía a Dios el perdón de sus perseguidores. — Fiesta: 26 de diciembre. Misa propia.
Estamos en los albores del cristianismo... dentro del primer lustro subsiguiente a la Muerte y Resurrección de Jesús. La Iglesia va creciendo, conquistando fronteras, organizándose, santificándose, glorificando al Señor y dando frutos de sabroso sobrenaturalismo. No cesan de predicar su testimonio los Apóstoles y cuantos «no pueden callar lo que vieron y oyeron».
Dentro de la Comunidad de Jerusalén, que en conjunto conserva la caridad primera, se perciben disturbios de alguna nota, que los Doce deben aplacar. El conflicto lo han provocado los fieles de origen griego, al quejarse de que sus viudas y familias indigentes no son socorridas ni atendidas igualmente que las judaicas. Cosa comprensible y susceptible de explicaciones muy naturales. Sin embargo, Pedro, cabeza de la Comunidad jerosolimitana —por espontáneo dictado de los hechos y por institución de Jesucristo—, quiere solucionar el problema y determina hablar: siendo así que los Apóstoles no podían ya con todos, y menos en los ministerios materiales, y siendo así también que su primera obligación era entregarse a la oración y al ministerio de la palabra, que ellos mismos —los griegos, sin duda— se escojan a siete varones llenos del Espíritu Santo y de sabiduría. Serán los siete quienes cuiden del reparto de limosnas y subsidios.
Esteban fue constituido jefe —protodiácono— entre los elegidos, los cuales fueron elevados al sagrado Orden. El libro de los «Hechos de los Apóstoles», por cuya narración conocemos la vida de Esteban, le tributa un elogio perfecto. Dice que estaba él «lleno de fe», es decir, profundamente imbuido en las verdades y hechos sobrenaturales; «de Espíritu Santo», o sea, inundado de vigor y poder taumatúrgico; «de gracia», lo cual equivale a sostenimiento divino; y «de sabiduría», que significa penetración de la Religión y fuerza para proclamarla.
El citado libro bíblico se detiene a contarnos el ejercicio diaconal de Esteban. Los diáconos no sólo cuidaban de la administración temporal de la Comunidad, sino también de la predicación instructiva o catequética de la palabra divina. A él y a Felipe les vemos ejercer este oficio con todo el ardor de su caridad, la brillantez de su fe, la valentía de su juventud, la sinceridad absoluta de sus labios.
Muy pronto se atrajo Esteban la envidia de los fariseos y de sus satélites; mucho más, a medida que su palabra era garantizada con milagros: «Esteban, lleno de gracia y de virtud, hacía grandes prodigios y señales en el pueblo», Los envidiosos —saturados ya de verdadero odio— sobornaron a unos falsos testigos que abogaron por su condenación, alegando supuestas blasfemias del joven cristiano. Fue llevado ante el Sanedrín o Gran Tribunal de los judíos.
La respuesta del Diácono a las acusaciones fue un discurso maravilloso y contundente. Es uno de los más venerables monumentos de la literatura cristiana. Más que una autodefensa, es un precioso tratadito doctrinal. «De acusado se convierte en acusador, que machaca como un martillo», dice San Agustín. Pero es algo más el sermón. «Todas las sectas del judaísmo estaban exacerbadas contra Esteban, y él, con la firmeza de su verbo, sostuvo señorialmente la causa de Jesús y el honor del Evangelio», añade un escritor de hoy.
He aquí la idea fundamental de la peroración: «Nuestros Padres —les dice el protodiácono a los sanedritas—, desde los mismos comienzos del pueblo escogido en Abraham, tuvieron siempre la protección del Cielo. Y a más misericordia por parte de Dios, correspondía el pueblo con mayor ingratitud. Lo propio hemos hecho nosotros, y aún peor, pues hemos crucificado al Justo, que se nos ofrecía para conversión».
El discurso, que había comenzado con mansedumbre y serenidad expositiva, va tejiendo una visión histórica de las magnanimidades de Dios y de las ingratitudes de Israel, cada vez con más intensa, aunque nobilísima, violencia, hasta estallar al final en este heroico apóstrofe: «¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón! Siempre habéis resistido al Espíritu Santo. Como vuestros padres fueron, habéis sido vosotros. ¿Qué profeta no persiguieron? Dieron muerte a quienes les anunciaban la venida del Justo, a quien vosotros ahora traicionasteis y crucificasteis; vosotros, sí, vosotros, que por ministerio de ángeles recibisteis la Ley y no la observasteis».
No pudo continuar Esteban. Con este último agravio puso a todos los oyentes en revuelta.
Nada soliviantaba más a los judíos que la acusación de inobservancia de la Ley. Estalló un gran griterío, un clamoreo salvaje.
En embestida unánime se arrojaron sobre él, le arrastraron fuera, para lapidarle. Seguro de que iba a morir, levantó los ojos al cielo, y, como en éxtasis, exclamó: «Veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre de pie a la diestra de Dios». Estas palabras parecieron a todos una nueva blasfemia. Se lo llevaron hacia el valle de Cedrón y empezaron a arrojarle la pedrea.
El protomártir clamó en voz alta: «Señor, no les imputes esto a pecado». Después cayó en definitivo desfallecimiento y se durmió en la paz de Cristo Redentor.


Martirio de San Esteban




San Pablo dice:

«Yo perseguí de muerte a los seguidores de esta nueva doctrina, aprisionando y metiendo en la cárcel a hombres y mujeres».

Y cuando estalló el motín que costó la vida a San Esteban, Pablo evidentemente tomó parte activa en él, ya que los verdugos dejan las vestiduras ante sus ojos: «Y depositaron las vestiduras delante de un mancebo llamado Saulo», leemos en los «Hechos de los Apóstoles».

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