lunes, 30 de mayo de 2011

DE LA CONSIDERACIÓN DEL JUICIO FINAL por FRAY LUIS DE GRANADA

LIBRO DE ORACIÓN Y MEDITACIÓN
FRAY LUIS DE GRANADA
(Granada, 1504-Lisboa, 1588) Escritor español. Confesor de duques y de reyes, fue el orador sagrado más famoso de su tiempo en España y Portugal. Sus sermones, dentro del más puro estilo ciceroniano, sirvieron de modelo hasta el s. XVIII; fue también uno de los mejores prosistas del s. XVI en latín, castellano y portugués. Destacan sus Seis libros de la retórica eclesiástica (1576), el Libro de la oración y de la meditación (1554), la Guía de pecadores (1556) y el Memorial de la vida cristiana (1561).     


TRATADO CUARTO


De la consideración del juicio final

Grandes son los efectos que obra en el ánima el temor de Dios. «Al que teme a Dios -dice el Eclesiástico- irá bien en sus postrimerías, y en el día de la muerte le vendrá la bendición.» Y en otro lugar: «¡Cuán grande es -dice él- el que ha llegado a la cumbre de la sabiduría y de la ciencia! Mas por muy grande que sea, no es mayor que el que teme a Dios. Porque el temor de Dios, sobre todas las cosas puso su silla. Bienaventurado el varón a quien es dado temer al Señor. El que este temor tiene, ¿con quién lo compararemos? Porque el temor de Dios es principio de su amor.» Todas éstas son palabras del Eclesiástico, por las cuales parece claro cómo el temor de Dios es principio de todos los bienes, pues lo es de su amor. Y no sólo principio, sino también llave y guarda de todos ellos, como lo testifica San Bernardo, diciendo: 

«Verdaderamente he conocido que ninguna cosa hay tan eficaz para conservar la divina gracia como vivir en todo tiempo con temor, y no tener altos pensamientos».

Pues, para alcanzar esta joya tan preciosa, aprovecha mucho la consideración y memoria continua de los juicios divinos, y mayormente de aquel supremo juicio que se ha de hacer en el fin del mundo, el cual es la más horrible cosa de cuantas nos anuncian las escrituras divinas. Porque son tan espantosas las nuevas que deste día se nos dan, que si no fuera Dios el que las dice, del todo fueran increíbles. Por donde el Salvador, después de haber predicado algunas dellas a sus discípulos, porque la grandeza dellas parecía exceder la común credulidad y fe de los hombres, acabó la materia con esta afirmación, diciendo: «En verdad os digo que no se acabará el mundo sin que todas estas cosas se cumplan. Porque el cielo y la tierra faltarán, mas mis palabras no faltarán».

En los Actos de los apóstoles se escribe que, predicando san Pablo de las cosas deste día delante del presidente de Judea, que el juez comenzó a temblar de lo que el apóstol decía, puesto caso que como gentil no tenía fe ni crédito de aquel misterio. Por do parece cuán terribles cosas deberían ser las que el apóstol predicaba, pues el sonido solo dellas bastó para causar tan grande espanto y temblor en un hombre que no las creía.

Pues el cristiano, que las cree y las tiene por fe, ¿qué será razón que sienta en esta parte?
Y no piense nadie excusarse con su inocencia, diciendo que esas amenazas no dicen a él, sino a los hombres injustos y desalmados. Porque justo era san Jerónimo, y con todo eso decía que, cada vez que se acordaba del día del juicio, le temblaba el corazón y el cuerpo. Justo era también David, y hombre hecho a la condición de Dios, y con todo eso temía tanto la cuenta deste día, que decía en un salmo: «No entres, señor, en juicio con tu siervo, porque no será justificado delante ti ninguno de los vivientes». 

Justo era también el inocentísimo Job, y con todo eso era tan grande el temor con que vivía, que dice de sí: 


«De la manera que teme el navegante en medio de la tormenta, cuando ve venir sobre sí las olas hinchadas y furiosas, así yo siempre temblaba delante la majestad de Dios; y era tan grande mi temor, que ya no podía sufrir el peso dél». 


Mas, sobre todos, aun era más justo el apóstol san Pablo, y con todo eso decía: «No me remuerde la conciencia de cosa mal hecha, mas no por eso me tengo por seguro; porque el que me ha de juzgar, el señor es». Como si dijera: «Muchas veces puede acaecer que nuestros ojos no hallen cosa que tachar en nuestras obras, y que la hallen los ojos de Dios; porque lo que se esconde a los ojos de los hombres, no se esconde a los de Dios». A un pintor grosero parecerá muy perfecta una pintura que tiene hecha, en la cual un pintor famoso hallará muchos defectos que notar. Pues, ¿cuánto mayores los hallará aquella suma bondad y sabiduría en una criatura tan mal inclinada como el hombre, que como se escribe en Job, bebe así como agua la maldad? Y si la espada de Dios halló tanto que cortar en el cielo, ¿cuánto más hallará en la tierra, que no lleva sino cardos y espinas? ¿Quién habrá que tenga todos los rincones de su ánima tan barridos y limpios, que no tenga necesidad de decir con el profeta: «De mis pecados ocultos líbrame, señor»?

Así que a todos conviene vivir con temor deste día, por muy justificadamente que viva, pues el día es tan temeroso, y nuestra vida tan culpable, y el juez tan justo, y, sobre todo, sus juicios tan profundos, que nadie sabe la suerte que le ha de caber, sino que,como dice el Salvador, «dos estarán en el campo, a uno tomarán y a otro dejarán; dos en una misma cama, a uno tomarán y a otro dejarán; dos moliendo en un molino, a uno tomarán y a otro dejarán». En las cuales palabras se da a entender que, de un mismo estado y manera de vida, unos serán llevados al cielo y otros al infierno, porque ninguno se tenga por seguro mientras vive en este mundo.


I

De cuán riguroso haya de ser el día del juicio

Para pensar en la grandeza deste juicio, has primero de presuponer que no hay lengua en el mundo que sea bastante para explicar el menor de los trabajos deste día.
Por donde el profeta Joel, queriendo hablar de la grandeza dél, hallóse tan atajado de razones y tan embarazado, que comenzó a tartamudear como niño y a decir: «¡A, a, a, qué día será aquél!» Desta manera de hablar usó Jeremías, cuando Dios lo quería enviar a predicar, para significar que era niño y del todo inhábil para aquella embajada tan grande a que Dios lo escogía, y desta misma usa ahora este profeta para dar a entender que no hay lengua en el mundo que no sea como de niño tartamudo para significar lo que ha de ser en este día.

En este día reducirá Dios a su debida hermosura toda la fealdad que los malos han causado en el mundo con sus malas obras. Y como éstas hayan sido tantas, así la enmienda ha de ser proporcionada con ellas, para que a costa del malo quede el mundo tan hermoseado con su pena cuanto antes estuvo afeado con su culpa. 

Cuando un hombre da alguna gran caída y se le desconcierta un brazo, tanto cuanto fue mayor el desconcierto, tanto con mayor dolor se viene después a concertar y poner en su lugar.
Pues como los malos hayan desconcertado todas las cosas deste mundo, y puéstolas fuera de su lugar natural, cuando aquel celestial reformador venga a restituir el mundo con el castigo de tantos desconciertos, ¿qué tan grande será el castigo, pues tales y tantos fueron los desconciertos?
No sólo se llama este «día de ira», sino también «día de Dios», como lo llama el profeta Joel, para dar a entender que todos estotros han sido días de hombres, en los cuales hicieron ellos su voluntad contra la de Dios, mas éste se llama día de Dios, porque en él hará Dios su voluntad contra la dellos. Tú ahora juras y perjuras y blasfemas, y calla Dios. Día vendrá en que rompa Dios el silencio de tantos días y tantas injurias, y responda por su honra. De manera que no hay más que dos días en el mundo: un día de Dios y otro del hombre. En este su día, puede el hombre hacer todo lo que quisiere, y a todo callará Dios. 

En este día puede el rey Sedecías mandar empozar al profeta de Dios, y darle a comer pan por onzas y hacer todo cuanto se le antojare, y a todas estas injurias callará Dios. Mas tras de este día vendrá otro día, y tomará Dios al rey Sedecías y quitarle ha el reino, y destruirá a Jerusalén y llevará en hierros a Sedecías delante del rey de Babilonia, y allí matarán todos sus amigos e hijos en presencia dél, y luego le mandarán sacar los ojos, guardados para ver tanto mal, y tras desto lo hará llevar en hierros a Babilonia y poner en una cárcel hasta que muera. De manera que, así como el hombre tuvo licencia para hacer en su día todo cuanto se le antojó sin que nadie le fuese a la mano, así la tendrá Dios para hacer en este día todo lo que él quisiere sin que nadie se lo estorbe.

II

De las señales que precederán este día

Finalmente, si quieres saber qué tal será este día, párate a considerar las señales que le precederán, porque por las señales conocerás lo señalado, y por la víspera y vigilia la fiesta del día.
Primeramente, aquel día cuándo haya de ser, nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo -para haberlo de revelar a nadie-, sino sólo el Padre. Mas, todavía, precederán antes dél algunas señales por las cuales puedan pronosticar los hombres, no sólo la vecindad deste día, sino también la grandeza dél. Porque, como dice el Salvador, primero que este día venga habrá grandes guerras y movimientos en el mundo.

Levantarse han gentes contra gentes y reinos contra reinos, y habrá grandes temblores de tierra en muchas partes, y pestilencias, hambres y cosas espantosas que parecerán en el aire, y otras grandes señales y maravillas.
Y, sobre todos estos males, vendrá aquella persecución tantas veces denunciada del mayor perseguidor de cuantos ha tenido la Iglesia, que es el Anticristo, el cual, no sólo con armas y tormentos horribles, sino también con milagros aparentes y fingidos hará la más cruel guerra contra la Iglesia que jamás se hizo. Piensa, pues, ahora tú, como dice san Gregorio, qué tiempo será aquél, cuando el piadoso mártir ofrecerá sus miembros al verdugo, y el verdugo hará milagros delante dél. Finalmente, será tan grande la tribulación destos días, cual nunca fue desde el principio del mundo, ni jamás será. Y, si no proveyese la misericordia de Dios que se abreviasen estos días, no se salvara en ellos toda carne. Mas por amor de los escogidos se abreviarán.


Después destas señales habrá otras más espantosas y más vecinas a este día, las cuales parecerán en el sol y en la luna y en las estrellas, de las cuales dice el Señor por Ezequiel: «Haré que se oscurezcan sobre ti las estrellas del cielo, y cubriré el sol con una nube, y la luna no resplandecerá con su luz, y todas las lumbreras del cielo haré que se entristezcan y hagan llanto sobre ti, y enviaré tinieblas sobre toda tu tierra». Pues habiendo tan grandes señales y alteraciones en el cielo, ¿qué se espera que habrá en la tierra, pues que toda se gobierna por él? Vemos que cuando en una república se revuelven las cabezas que la gobiernan, que todos los otros miembros y partes della se revuelven y desconciertan. Pues si todo este cuerpo del mundo se gobierna por las virtudes de cielo, estando éstas alteradas y fuera de su orden natural, ¿qué tales estarán todos los miembros y partes dél? ¿Cuál estará el aire, sino lleno de relámpagos y torbellinos y cometas encendidos? ¿Cuál estará la tierra, sino llena de aberturas y temblores espantosos, los cuales se cree que serán tan grandes, que bastarán para derribar, no sólo las casas fuertes y las torres soberbias, mas aún hasta los montes y peñas arrancarán y trastornarán de sus lugares? Mas la mar, sobre todos los elementos, se embravecerá, y serán tan altas sus olas y tan furiosas, que parecerá que han de cubrir toda la tierra. A los vecinos espantará con sus crecientes, y a los distantes con sus bramidos, los cuales serán tales, que de muchas leguas se oirán.

¡Cuáles andarán entonces los hombres! ¡Cuán atónitos, cuán confusos, cuán perdido el sentido, la habla y el gusto de todas las cosas! Dice el Salvador que se verán entonces las gentes en grande aprieto y ahogamiento, y que andarán los hombres secos y ahilados de muerte por el temor grande de las cosas que han de sobrevenir al mundo. ¿Qué es esto?, dirán. ¿Qué significan estos pronósticos? ¿Qué ha de venir a parir esta preñez del mundo? ¿En qué han de parar estos tan grandes remolinos de todas las cosas? Pues así andarán los hombres espantados y desmayados, caídas las alas del corazón y los brazos, mirándose los unos a los otros. Y espantarse han tanto de verse tan desfigurados, que esto solo bastaría para hacerlos desmayar, aunque no hubiese más que temer. Cesarán todos los oficios y granjerías del mundo, y con ellos el estudio y la codicia de adquirir, porque la grandeza del temor traerá tan ocupados sus corazones, que no sólo se olvidarán destas cosas, sino también del comer y del beber, y de todo lo necesario para la vida. Todo el cuidado será andar a buscar lugares seguros para defenderse de los temblores de la tierra y de las tempestades del aire y de las crecientes de la mar. Y así, los hombres se irán a meter en las cuevas de las fieras, y las fieras se vendrán a guarecer en las casas de los hombres. Y así, todas las cosas andarán revueltas y llenas de confusión. Afligirlos han los males presentes, y mucho más el temor de los venideros, porque no sabrán en qué fines hayan de parar tan dolorosos principios.

Faltan palabras para encarecer este negocio, y todo lo que se dice es menos de lo que será. Vemos ahora que, cuando en la mar se levanta alguna brava tormenta, o cuando en la tierra sobreviene algún grave torbellino o terremoto, cuáles andan los hombres, cuán medrosos y cuán cortados, y cuán pobres de esfuerzo y de consejo. Pues cuando entonces el cielo y la tierra, y la mar y el aire ande todo revuelto, y en todas las regiones y elementos del mundo haya su propia tormenta, cuando el sol amenace con luto, y la luna con sangre, y las estrellas con sus caídas, ¿quién comerá? ¿Quién dormirá? ¿Quién tendrá un solo punto de reposo en medio de tantas tormentas? ¡Oh, desdichada suerte la de los malos, a cuya cabeza amenazan todos estos pronósticos, y bienaventurada la de los buenos, para quien todas estas cosas son favores y regalos y buenos anuncios de la prosperidad que les ha de venir! ¡Cuán alegremente cantarán entonces con el profeta:

«Dios es nuestro refugio y nuestra firmeza, y por esto no temeremos aunque se trastorne la tierra y se arranquen los montes y vengan a caer en el corazón de la mar»! «Así como entendéis -dice el Salvador- que, cuando la figuera y todos los árboles comienzan a florecer y dar su fruto, que se llega ya el verano, así, cuando viereis estas cosas, sabed que se acerca el reino de Dios. Entonces podréis abrir los ojos y levantar la cabeza, porque se llega el día de vuestra redención.» ¡Cuán alegre estará entonces el bueno, y por cuán bien empleados dará todos sus trabajos! Y, por el contrario, ¡cuán arrepentido estará el malo, y por cuán condenados tendrá todos sus pasos y caminos!

III

Del fin del mundo, y de la resurrección de los muertos

Después de todas estas señales, acercarse ha la venida del juez, delante del cual vendrá un diluvio universal de fuego que abrase y vuelva en ceniza toda la gloria del mundo. Este fuego, a los malos será comienzo de su pena, y a los buenos principio de su gloria, y a los que algo tuvieren por pagar purgatorio de su culpa. Aquí fenecerá toda la gloria del mundo, aquí expirará el movimiento de los cielos, el curso de los planetas, la generación de las cosas, la variedad de los tiempos, con todo lo demás que de los cielos depende. Y así, escribe san Juan en el Apocalipsis que vio un ángel poderoso vestido de una nube resplandeciente, el cual tenía el rostro como el sol, y el arco del cielo por corona en su cabeza, y los pies como columnas de fuego, de los cuales, el uno tenía puesto sobre la mar, y el otro sobre la tierra. Y este ángel dice que levantó el brazo hacia el cielo, y juró por el que vive en los siglos de los siglos que de ahí adelante no habría más tiempo, es a saber, ni movimiento de cielos ni cosa que se gobierne por ellos, y lo que más es, ni lugar de penitencia, ni de mérito ni de demérito, para la otra vida.
Después deste fuego vendrá, como dice el apóstol, un arcángel con grande poder y majestad, y tocará una trompeta que sonará por todas las partes del mundo, con la cual convocará todas las gentes a juicio. Ésta es aquella temerosa voz de que dice San Jerónimo: «Ahora coma, ahora beba, siempre parece que me está sonando a las orejas aquella voz que dirá: Levantaos, muertos, y venid a juicio». ¿Quién apelará desta citación? ¿Quién podrá recusar este juicio? ¿A quién no temblará la contera con esta voz? Esta voz quitará a la muerte todos sus despojos, y le hará restituir todo lo que tiene tomado al mundo. Y así, dice San Juan que allí la mar entregó los muertos que tenía, y asimismo la muerte y el infierno entregaron los que tenían. Pues, ¿qué cosa será ver allí parir a la mar y a la tierra por todas partes tantas diferencias de cuerpos, y ver concurrir en uno tantos ejércitos, y tantas suertes y maneras de naciones y gentes? Allí estarán los Alejandros, allí los Jerjes, allí los Daríos, y los césares de los romanos y los reyes poderosísimos, con otro hábito y otro brío, y con otros pensamientos muy diferentes de los que en este mundo tuvieron. Y allí, finalmente, se juntarán todos los hijos de Adán para que cada uno dé razón de sí y sea juzgado según sus obras.
Mas, aunque todos resuciten para nunca más morir, será grande la diferencia que habrá entre cuerpos y cuerpos. Porque los cuerpos de los justos resucitarán hermosos y resplandecientes como el sol, mas los de los malos oscuros y feos como la misma muerte. Pues, ¿qué alegría será entonces para las ánimas de los justos ver del todo ya cumplido su deseo, y verse juntos los hermanos tan queridos y tan amados, a cabo de tan largo destierro? Cómo podrá entonces decir el ánima a su cuerpo: «¡Oh cuerpo mío y fiel compañero mío que así me ayudaste a ganar esta corona, que tantas veces conmigo ayunaste, velaste y sufriste el golpe de la disciplina, y el trabajo de la pobreza, y la cruz de la penitencia, y las contradiciones del mundo! ¡Cuántas veces te quitaste el pan de la boca para dar al pobre! ¡Cuántas quedaste desabrigado por vestir al desnudo! ¡Cuántas renunciaste y perdiste de tu derecho por no perder la paz con el prójimo! Pues justo es que te quepa ahora parte desta hacienda, pues me ayudaste a ganarla, y que seas compañero de mi gloria, pues también lo fuiste de mis trabajos». Allí, pues, se ayuntarán en un supuesto los dos fieles amigos, no ya con apetitos y pareceres contrarios, sino con liga de perpetua paz y conformidad, para que eternalmente puedan cantar y decir: «Mirad cuán buena cosa es, y cuán alegre, morar ya los hermanos en uno».

Mas, por el contrario, ¡qué tristeza sentirá el ánima del condenado cuando vea su cuerpo tal cual allí se lo ofrecerán, oscuro, sucio, hediondo y abominable! ¡Oh malaventurado cuerpo!, dirá ella. ¡Oh principio y fin de mis dolores! ¡Oh causa de mi condenación! ¡Oh, no ya compañero mío, sino enemigo; no ayudador, sino perseguidor; no morada, sino cadena y lazo de mi perdición! ¡Oh gusto malaventurado, y qué caros me cuestan ahora tus regalos! ¡Oh carne hedionda, que a tales tormentos me has traído con tus deleites! ¿Éste es el cuerpo por quien yo pequé? ¿Déste eran los deleites por quien yo me perdí? ¿Por este muladar podrido perdí el reino del cielo? ¿Por este vil y sucio tronco perdí el fruto de la vida perdurable? ¡Oh furias infernales!, levantaos ahora contra mí y despedazadme, que yo merezco este castigo. ¡Oh, malaventurado el día de mi desastrado nacimiento, pues tal hubo de ser mi suerte, que pagase con eternos tormentos tan breves y momentáneos deleites!
Éstas y otras más desesperadas palabras dirá la desventurada ánima a aquel cuerpo que en este mundo tanto amó. Pues dime ahora, ánima miserable, ¿por qué tanto aborreces lo que tanto amaste? ¿No era esta carne tu querida? ¿No era este vientre tu dios? ¿No era este rostro el que curabas y guardabas del sol y aire, y pintabas con tan artificiosos colores? ¿No eran éstos los brazos y los dedos que resplandecían con oros y diamantes? ¿No era éste el cuerpo para quien se cercaba la mar y la tierra para tenerle la mesa delicada y la cama blanda y la vestidura preciosa? Pues, ¿quién ha trocado tu afición? ¿Quién ha hecho tan aborrecible lo que antes era tan amable? Cata aquí, pues, hermano, en qué para la gloria del mundo con todos los deleites y regalos del cuerpo.

IV

De la venida del juez y de la materia del juicio y de los testigos y acusadores

Pues estando ya todos resucitados y juntos en un lugar, esperando la venida del juez,descenderá de lo alto aquel a quien Dios constituyó por juez de vivos y muertos. Y así como en la primera venida vino con grandísima humildad y mansedumbre, convidando a los hombres con la paz y llamándolos a penitencia, así en la segunda vendrá con grandísima majestad y gloria, acompañado de todos los poderes y principados del cielo, amenazando con el furor de su ira a los que no quisieron usar de la blandura de su misericordia. Aquí será tan grande el temor y espanto de los malos, que como dice Isaías «andarán a buscar las aberturas de las piedras y las concavidades de las peñas para esconderse en ellas, por la grandeza del temor del Señor y por la gloria de su majestad cuando venga a juzgar la tierra». Finalmente, será tan grande este temor, que como dice San Juan, los cielos y la tierra huirán de la presencia del juez, y no hallarán lugar donde se esconder. Pues, ¿por qué huís, cielos? ¿Qué habéis hecho? ¿Por qué teméis? Y si por cielos se entienden aquellos espíritus bienaventurados que moran en los cielos, vosotros, bienaventurados espíritus, que fuisteis criados y confirmados en gracia,¿por qué huís? ¿Qué habéis hecho? ¿Por qué teméis? No temen, cierto, por su peligro, sino temen por ver en el juez una tan grande majestad y saña, que bastara para poner en espanto y admiración a todos los cielos. Cuando la mar anda brava, todavía tiene su espanto y admiración el que está seguro a la orilla. Y cuando el padre anda hecho un león por casa castigando al esclavo, todavía teme el hijo inocente, aunque sabe que no es contra él aquel enojo. Pues, ¿qué harán entonces los malos, cuando los justos así temerán? Si los cielos huyen, ¿qué hará la tierra? Y si aquellos que son todo espíritu tiemblan, ¿qué harán los que fueron del todo carne? Y si, como dice el profeta, «los montes en aquel día se derretirán delante la cara de Dios», ¿cómo nuestros corazones son más duros que las peñas, pues aun con esto no se mueven?

Delante del juez vendrá el estandarte real de la cruz, con todas las otras insignias de la sagrada pasión, para que sean testigos del remedio que Dios envió al mundo, y cómo el mundo no lo quiso recibir. Y así, la santa cruz justificará allí la causa de Dios, y a los malos dejará sin consuelo y sin excusa. Entonces dice el Salvador que llorarán y plantearán todas las gentes de la tierra, y que unas a otras se herirán en los pechos. ¡Oh, cuántas razones tendrán para llorar y plantear! Llorarán porque ya no pueden hacer penitencia ni huir de la justicia ni apelar de la sentencia. Llorarán las culpas pasadas, la vergüenza presente y los tormentos advenideros. Llorarán su mala suerte, su desastrado nacimiento y su malaventurado fin. Por estas y por otras muchas causas llorarán y plantearán, y como atajados por todas partes, y pobres de consejo y de remedio, darán palma con las manos y herirse han en los pechos unos a otros.

Entonces el juez hará división entre malos y buenos, y pondrá los cabritos a la mano siniestra y las ovejas a la diestra. ¿Quién serán éstos tan dichosos, que tal lugar y honra como ésta recibirán? Atribúlame, señor, aquí; aquí mata, aquí corta, aquí abrasa, porque allí me pongas a tu mano derecha. Luego comenzará a celebrarse el juicio, y tratarse de las causas de cada uno, según lo escribe el profeta Daniel por estas palabras: «Estaba yo -dice él- atento, y vi poner unas sillas en sus lugares, y un anciano de días se sentó en una dellas, el cual estaba vestido de una vestidura blanca como la nieve, y sus cabellos eran también blancos así como una lana limpia. El trono en que estaba sentado eran llamas de fuego, y las ruedas dél como fuego encendido, y un río de fuego muy arrebatado salía de la cara dél. Millares de millares entendían en servirle, y diez veces cien mil millares asistían delante dél. Miraba yo todo esto en aquella visión de la noche, y vi venir en las nubes uno que parecía hijo de hombre». Hasta aquí son palabras de Daniel, a las cuales añade san Juan, y dice: «Y vi todos los muertos, así grandes como pequeños, estar delante deste trono; y fueron abiertos allí los libros. Y otro libro se abrió, que es el libro de la vida, y fueron juzgados los muertos según lo contenido en aquellos libros y según sus obras». Cata aquí, hermano, el arancel por donde has de ser juzgado. Cata aquí las tasas y precios por donde se ha de apreciar todo lo que hiciste, y no por el juicio loco del mundo, que tiene el peso falso de Canaán en la mano, donde tan poco pesan la virtud y el vicio. En estos libros se escribe toda nuestra vida con tanto recaudo, que aún no has echado la palabra por la boca, cuando ya está apuntada y asentada en su registro.

Mas, ¿de qué cosas, si piensas, se nos ha de pedir cuenta? «Todos los pasos de mi vida tienes, señor, contados», dice Job. No ha de haber ni una palabra ociosa, ni un solo pensamiento de que no se haya de pedir cuenta. Y no sólo de lo que pensamos o hicimos, sino también de lo que dejamos de hacer cuando éramos obligados. Si dijeres: «Señor, yo no juré», dirá el juez: «Juró tu hijo, o tu criado, a quien tú debieras castigar». Y no sólo de las obras malas, sino también de las buenas daremos cuenta con qué intención y de qué manera las hicimos. ¿Qué diré, sino que, como dice San Gregorio, de todos los puntos y momentos de nuestra vida se nos ha de pedir allí cuenta en qué y cómo los gastamos? Pues si esto ha de pasar así, ¿de dónde nace en los que esto creemos tanta seguridad y descuido? ¿En qué confiamos? ¿Con qué nos satisfacemos y lisonjeamos en medio de tantos peligros? ¿En qué va esto, que los que más tienen por qué temer menos teman, y los que menos tenían por qué temer vivan con mayor temor?
Justo era el bienaventurado Job, pues por tal fue pronunciado por boca de Dios, y con todo esto vivía con tan gran temor desta cuenta, que decía: «¿Qué haré cuando se levante Dios a juzgar? Y cuando comience a preguntarme, ¿qué le responderé?» Palabras son éstas de corazón grandemente afligido y congojado. «¿Qué haré?», dice. Como si dijera: «Un cuidado me fatiga continuamente, un clavo traigo hincado en el corazón, que no me deja reposar. ¿Qué haré? ¿Adónde iré? ¿Qué responderé cuando entre Dios en juicio conmigo?» ¿Por qué temes, bienaventurado santo? ¿Por qué te congojas? ¿No eres tú el que dijiste: «Padre era yo de pobres, ojo de ciegos, y pies de cojos»? ¿No eres tú el que dijiste que en toda tu vida tu corazón te reprendió de cosa mala? Pues un hombre de tanta inocencia, ¿por qué teme? Porque sabía muy bien este santo que no tenía Dios ojos de carne, ni juzgaba como juzgan los hombres, en cuyos ojos muchas veces resplandece lo que ante Dios es abominable. ¡Oh, verdaderamente justo, que por eso eres tan justo, porque vives con tan gran temor! Este temor, hermanos, condena nuestra falsa seguridad, esta voz deshace nuestras vanas confianzas.
¿A quién habrá alguna vez quitado la comida, o el sueño alguna vez, este cuidado? Pues los que esto sienten como se debe sentir, algunas veces llegan a perder el sueño y la comida, y algo más. En las vidas de los Padres leemos que, como uno de aquellos santos varones viese una vez reír a un discípulo suyo, que le reprendió ásperamente, diciendo: «¡Cómo!, ¿y habiendo de dar a Dios cuenta delante del cielo y de la tierra, te osas reír?» No le parecía a este santo que tenía licencia para reírse quien esperaba hallarse en esta cuenta.

Pues acusadores y testigos tampoco faltarán en esta causa. Porque testigos serán nuestras mismas conciencias, que clamarán contra nosotros, y testigos serán también todas las criaturas de quien mal usamos, y sobre todo, será testigo el mismo señor a quien ofendimos, como él mismo lo significa por un profeta, diciendo: «Yo seré testigo apresurado contra los hechiceros y adúlteros y perjuros, y contra los que andan buscando calumnias para quitar al jornalero su jornal, y contra los que maltratan a la viuda y al huérfano, y fatigan a los peregrinos y extranjeros que poco pueden, y no miraron que estaba yo de por medio, dice el Señor».

Acusadores tampoco faltarán, y bastará por acusador el mismo demonio, que como San Agustín escribe, alegará muy bien ante el juez de su derecho, y decirle ha: «Justísimo juez, no puedes dejar de sentenciar y dar por míos a estos traidores, pues ellos han sido siempre míos, y en todo han hecho mi voluntad. Tuyos eran ellos, porque tú los criaste e hiciste a tu imagen y semejanza, y redimiste con tu sangre. Mas ellos borraron tu imagen y se pusieron la mía, desecharon tu obediencia y abrazaron la mía, menospreciaron tus mandamientos y guardaron los míos. Con mi espíritu han vivido, mis obras han imitado, por mis caminos han andado, y en todo han seguido mi partido.
Mira cuánto han sido más míos que tuyos, que sin darles yo nada ni prometerles nada, y sin haber puesto mis espaldas en la cruz por ellos, siempre han obedecido a mis mandamientos, y no a los tuyos. Si yo los mandaba jurar y perjurar, y robar y matar, y adulterar y renegar de tu santo nombre, todo esto hacían con grandísima facilidad. Si yo les mandaba poner hacienda, vida y alma por un punto de honra que yo les encarecía, o por un deleite falso a que yo los convidaba, todo lo ponían a riesgo por mí. Y por ti, que eras su Dios y su criador y su redentor, que les diste la hacienda y la salud y la vida, que les ofrecías la gracia y les prometías la gloria, y sobre todo esto, que por ellos padeciste en cruz, con todo esto, nunca se pusieron al menor de los trabajos del mundo por ti
».

¡Cuántas veces te aconteció llegar a sus puertas llagado, pobre y desnudo, y darte con ellas en la cara, teniendo más cuidado de engordar sus perros y caballos, y vestir sus paredes de seda y oro, que de ti! Y pues esto es así, justo es que algún día sean castigadas las injurias y desprecios de tan grande majestad.
Pues oída esta acusación, pronunciará el juez contra los malos aquella terrible sentencia que dice: «Id, malditos, al fuego eterno, que está aparejado para Satanás y para sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, etc. Y así irán los buenos a la vida eterna, y los malos al fuego eterno». ¿Quién podrá explicar aquí lo que los malaventurados sentirán con estas palabras? Allí es donde darán voces a los montes para que caigan sobre ellos, y a los collados para que los cubran. Allí blasfemarán y renegarán, y pondrán su boca sacrílega en Dios, y maldecirán siempre el día de su nacimiento y su malaventurada suerte. Allí se acabará su día, allí fenecerá su gloria, allí se volverá la hoja de su prosperidad y se comenzará para siempre el día de su dolor, como lo significó San Juan en su Apocalipsis, debajo del nombre de Babilonia, por estas palabras: «Llorarse han, y harán llanto sobre sí, los reyes de la tierra que gozaron de los regalos y deleites de Babilonia y fornicaron con ella cuando vean el humo que sale de sus tormentos, y ponerse han lejos por el temor dellos, y dirán: ¡Ay, ay de aquella ciudad grande de Babilonia que en una hora le vino su juicio! Y los mercaderes de la tierra llorarán, porque ya no habrá quien compre más sus mercaderías
de oro y plata y piedras preciosas, y harán llanto sobre ella, y dirán: ¡Ay, ay de aquella ciudad grande que se vestía de holanda y grana y carmesí, y se cubría de oro y piedras preciosas, que en una hora perecieron tantas riquezas!»

Pues, ¡oh hermanos míos!, si esto ha de pasar así, proveámonos con tiempo, y tomemos el consejo que nos da aquel que primero quiso ser nuestro abogado que nuestro juez. No hay quien mejor sepa lo que sea menester para aquel día, que el que ha de ser juez de nuestra causa. Él, pues, nos enseña brevemente lo que nos conviene hacer, por estas palabras: «Mirad -dice él por San Lucas-, no se carguen y apesguen vuestros corazones con demasiados comeres y beberes, y con los cuidados y negocios desta vida, y os venga de rebato aquel temeroso día. Porque, así como lazo, ha de venir sobre todos los que moran sobre la haz de la tierra. Y por esto, velad y haced oración en todo tiempo, porque merezcáis ser librados de todos estos males que han de venir, y parecer delante el hijo de la virgen.» Pues, considerando esto, hermanos, venid y levantémonos deste sueño tan pesado antes que caiga sobre nosotros la noche oscura de la muerte, antes que venga este tan temeroso día, de quien dice el profeta: «Ya viene, ¿y quién lo esperará? ¿Y quién podrá sufrir el día de su venida?» Aquél, por cierto, podrá esperar el día deste juicio, que hubiere tomado la mano al juez y juzgádose a sí mismo.

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