¿Hay un lugar para ellas en la Iglesia? ¿Por qué no romper con el club de hombres solos del Vaticano?
Durante décadas, sacerdotes de Estados Unidos, Europa, Irlanda, México, Brasil (y Dios sabe de dónde más), abusaron, vejaron y violaron a niños y adolescentes, en las sacristías, en los viajes de campamento, en los coches, en los dormitorios y en los confesionarios.
Muy pocos de esos niños y niñas tuvieron el valor y la confianza de decírselo a las personas en quienes confiaban: madres, tías, abuelas... Y pocas de esas mujeres fureron lo suficientemente valientes para denunciar los casos ante las autoridades civiles o los obispos, y cuando lo hicieron, éstos últimos se quedaron callados ante la infamia. En este caso Jesús estaba equivocado: los mansos no heredaron la Tierra.
El Cardenal de Boston, Humberto Medeiros, lo describió de manera muy gráfica a una madre indignada por el abuso sexual de siete niños de su propia familia. El Cardenal le dijo: “No podemos aceptar el pecado, pero sabemos bien que debemos amar al pecador”.
Incluso con la presencia de la madre María de Nazaret, en el centro de la historia cristiana, las mujeres de la Iglesia de hoy se han visto marginadas en medio de las interminables revelaciones de abuso sexual. Y sus rezos a la Virgen, Protectora de la Humanidad, parecen no haber sido escuchados.
El propio Benedicto XVI, ya sea como Papa o como el cardenal Joseph Ratzinger, hizo a un lado muchas de las denuncias que llegaron hasta sus dominios.
No es de extrañar entonces que los obispos y sacerdotes, en todas partes del mundo, se hayan mostrado indiferentes ante el daño causado.
Ahí está por ejemplo el caso de Irlanda, donde 15 mil niños fueron abusados sexualmente durante más de cuatro décadas, y donde el cardenal Sean Brady ignoró una y otra vez los llamados de la comunidad para que dejara su cargo.
Y ahí están los casos de abuso a 200 infantes de una comunidad de niños sordomudos de Estados Unidos, reportada en el diario The New York Times.
Una vez más, el Papa y sus subordinados no pudieron convencernos de su pena.
Un grupo cerrado
El problema no está en el celibato, como muchos aseveran. Tampoco lo es el vestuario —las mitras y sotanas—, aunque esas vanidades sirven como recordatorios de la gran distancia que debe haber entre los hombres que tienen el poder y las personas que viven allá abajo.
El problema, para decirlo sin rodeos, es que los obispos y los cardenales que manejan la Iglesia, viven detrás de muros arcaicos. Y dentro de sus enclaves, siguen en gran medida al margen de lo que sucede en el mundo real.
Por ejemplo, los hombres que dirigen la Iglesia Católica han ignorado deliberadamente uno de los grandes logros de la era moderna: la inclusión de la mujer en los procesos productivos, en la fuerza laboral y en la vida pública.
Pero en la Iglesia Católica sus miembros viven y trabajan como lo han hecho durante miles de años, dejando de lado no sólo el matrimonio, sino la cercanía con las mujeres y las relaciones profesionales con ellas —por no mencionar ninguna posibilidad de familiarizarse con el desorden terrenal que se vive en todo el planeta. De hecho, entre más lejos se encuentre el sacerdote de su parroquia, es más probable que permanezca ajeno al caos de la vida real.
“Veo a la jerarquía de la Iglesia escandalosamente indiferente a lo que sucede a su alrededor”, dice la erudita, Elaine Pagels, catedrática de religión en Princeton (EU). “Para mí esto es difícil de entender. Me parece fuera de sintonía con el mundo. Pero ellos no quieren conectarse con la realidad.
Los amagos
El Segundo Concilio Vaticano a principios de la década de 1960 hizo un esfuerzo para mejorar la integración de la iglesia antigua con el mundo moderno, y sus documentos tratan abiertamente del lugar de la mujer como parte activa de la sociedad.
“Se está acercando la hora” se lee en los documentos de cierre del Concilio, “en la cual las mujeres adquieran una influencia y un poder jamás alcanzados hasta ahora.
“Las mujeres, imbuidas en el espíritu del Evangelio, pueden hacer mucho para ayudar a la humanidad a no caer”.
El Papa Juan Pablo II expuso sobre la centralidad de la mujer en la Iglesia en su carta de 1988, titulada Mulieres Dignitatem (“Sobre la Dignidad de la Mujer”) —incluso lo reiteró firmemente seis años después cuando la Iglesia rechazó considerar la ordenación de sacerdotisas.
Pero hay un enorme abismo entre los principios establecidos por la Iglesia y la realidad que le rodea.
En Estados Unidos, por ejemplo, 60 por ciento de los asistentes a la misa dominical son mujeres; así que la mayoría de las aportaciones a la charola —6 mil millones de dólares al año— son hechas por mujeres. Y sin embargo, la presencia de mujeres en cualquier lugar dentro de la estructura institucional de la Iglesia es virtualmente nula.
El número de mujeres que ocupan puestos de primer nivel en cualquiera de los dicasterios o comités que conforman la estructura del Vaticano, se pueden contar con una sola mano.
Son pocas las mujeres que mantienen puestos directivos de alto perfil dentro de las diócesis. Y aunque las monjas sobrepasan en número a los sacerdotes a nivel mundial, son tan invisibles que cuando un grupo de ellas habla, todo mundo se sorprende.
Y que yo sepa, no hay ninguna mujer en el Vaticano que haya estado siguiendo de cerca los temas de abuso sexual que ahora asombran al mundo.
La consecuencia grave es que la Iglesia se hace cada vez menos relevante para las mujeres. Y la consecuencia de esto último es que la Iglesia se hace cada vez menos relevante para los hijos de esas mujeres.
Presencia bíblica
Jesús no dijo nada acerca del papel que la mujer debe desempeñar en su iglesia. Pero como líder de su movimiento pequeño y radical, invitó a todos a unirse a su bando, incluyendo mujeres casadas, solteras y prostitutas; y el Evangelio relata sobre un papel crucial de la mujer: ellas fueron las que encontraron al Señor resucitado y luego informaron a los hombres sobre la importancia de ese evento sobrenatural.
No hay duda de que las mujeres trabajaron en la iglesia primitiva. En su carta a los Romanos, el apóstol Pablo escribe sobre un diácono llamado Phoebe; una ‘compañera’ llamada Prisca; y dos ‘servidoras del Señor’, Trifena y Trifosa. Pablo incluso menciona a una ‘apostol’ llamada Junia —un hecho tan impactante, que generaciones de escribas han creído que esos apóstoles podían ser hombres, y que ellos (los escribas) probablemnte entendieron mal lo que dijo Pablo.
“Muy a menudo Junia es cambiado por nombre de hombre”, dice Diarmaid MacCulloch, autor del libro Los Primeros Tres Mil Años. “Usted obtiene la sensación de que la finalidad de la Iglesia es remar lejos de las mujeres que tienen posiciones de poder”.
Se irán a otro lado
Es indiscutible que la jerarquía católica ha respondido a la crisis de pederastia con demasiada lentitud e incluso ha protegido sus propios intereses por encima de los niños.
El profesor de historia Nicholas Syrett, dice: “Yo creo que la Iglesia Católica no disciplina a los sacerdotes porque está preocupada por su reputación, de hecho crea un espacio donde aquellos (los que abusan de los niños) son llevados a creer que cualquier cosa que hagan estará bien.
En fin, “si se agrega un ladrillo más al muro, los clérigos del Vaticano se aislarán de sus fieles para siempre”, asegura Kevin Schultz, historiador en la Universidad de Illinois en Chicago.
La elevación de la iglesia por sobre todas las cosas, explica cómo una organización comprometida con la familia, puede negar el uso de las píldoras anticonceptivas. Y explica además, y por desgracia, cómo un obispo frente a un sacerdote pedófilo, decide no llamar a la policía.
“Quiero abrir la ventana de la Iglesia para ver hacia fuera y que la gente pueda ver hacia dentro” dijo el Papa Juan XXIII.
Hay en la Biblia historias de mujeres y niñas que no son narradas desde los púlpitos como parte del Evangelio. Por eso muchas madres e hijas han dejado de verse como parte del Cuerpo de Cristo. Si el Vaticano insiste en aislar a las mujeres, ellas se irán de la Iglesia católica —y se llevarán a sus hijos consigo.
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