Aprobadas las dos primeras, con enorme esfuerzo y desgaste, la última batalla se presenta como la definitiva, la que decidirá cómo se articulará Estados Unidos a lo largo de este siglo. La petición de Obama a los republicanos no es sólo una cuestión aritmética —necesita convencer a al menos un par de senadores republicanos para que se sumen a los demócratas cuando llegue el momento de votar— es una cuestión de seguridad nacional: no hay economía ni nación que aguante once millones de trabajadores ilegales, fuera de cualquier control federal y muchos de ellos a merced de organizaciones criminales.
Esa masa de indocumentados —en su gran mayoría mexicanos— significa un problema similar al que en su día supuso la minoría negra segregada, constituida por ciudadanos de segunda categoría, marginados por los blancos y perseguidos como criminales cuando trataban de rebelarse. Sólo el liderazgo del predicador Martin Luther King y su resistencia pacífica activa logró poner en pie de guerra a un ejército de desarmados que doblegó la resistencia blanca y consiguió que se reconocieran sus derechos civiles (la prueba viva es el propio Obama como primer presidente negro de la historia).
Pero los hispanos no tienen un Luther King a quien seguir. La comunidad hispana en EU, con cerca de 50 millones de almas, ya más numerosa que la negra, sólo tiene al presidente Obama como última esperanza para que se reconozcan los derechos de esa gigantesca masa de trabajadores ilegales y, sobre todo, para que haga frente a la contrarrevolución en marcha impulsada por la extrema derecha, que convierte en sospechosos de ser criminales a todo el que tenga aspectos raciales latinos.
Por tanto, Estados Unidos se juega su futuro, con los partidarios de aplicar una real-politik, en la que se asuma el coste de legalizar a millones de sin papeles a cambio de redoblar el control policial en la frontera, o los que apuestan por la “cacería” pura y dura del latino, como pretende la gobernadora-sheriff de Arizona, Jan Brewer, su compañera de partido y “presidenciable” Sarah Palin, organizaciones supremacistas como la muy activa Tea Party o el canal ultraderechista Fox.
Se echó de menos en su mensaje de ayer el anuncio de que el gobierno federal iba a presentar una querella contra la Ley Arizona, por abiertamente racista y por extralimitarse de las limitaciones de los Estados sobre la autoridad de Washington. Quizá Obama no pretenda exacerbar los ánimos de los sectores más duros del Partido Republicano; quizá busque un rápido acuerdo con los republicanos moderados, antes de que sean engullidos por lo más intransigente del Old Party.
En cualquier caso, el mensaje fue contundente y no deja lugar a dudas: Estados Unidos es un país de inmigrantes y su sistema migratorio tiene que reflejar esta realidad. Negarla sería suicida, no sólo para un supuesto deseo de reelección de Obama sino para la propia estabilidad y la paz social de un país cada vez más dividido por la cuestión migratoria.
La tercera ola revolucionaria, la migratoria, ya está en marcha. Obama no puede ahora defraudar a quienes prometió en campaña que iba a solucionar este importante escollo, a esos millones de hispanos que depositaron en él la esperanza de un Estados Unidos más justo.
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