DECIAMOS AYER:
RECHAZAMOS LA “NUEVA MISA” POR MOTIVOS MORALES
Pbro.Joaquin Saenz y Arriaga (qepd)
Una vez más vamos sencillamente a repetir lo que cualquier seminarista solía aprender en sus clases fundamentales de Teología Moral: ninguna ley, aunque dimane de muy alta autoridad, puede ser considerada obligatoria si obviamente es dañosa para el pueblo, a quien se supone quiere beneficiar. Para determinar si una norma directiva es o no dañina para el pueblo, ¿Qué criterio mejor podemos tener que aquél que Cristo nos dejó: “POR SUS FRUTOS LOS CONOCEREIS”? ¿Qué frutos ha logrado en el “pueblo de Dios” toda la reforma litúrgica y, especialmente, la “nueva misa” ? Para responder con verdad, veamos y examinemos con sinceridad lo que en las diversas parroquias y templos estamos presenciando. Pero nadie, lo ha expresado mejor que los Cardenales Ottaviani y Bacci, quienes, desde Roma, en su famosa “carta al Papa” (Paulo VI), del 3 de septiembre de 1969, manifestaron su completa repulsa de la “nueva misa” señalando de antemano los frutos que necesariamente había de ocasionar entre los fieles, en la inseguridad y en la pérdida progresiva de la fe, y entre los sacerdotes, con crisis agonizantes de conciencia.
Continuando en la misma línea del pensamiento, los moralistas y canonistas también enseñan que una nueva directiva, emanada de los que tienen autoridad, solamente adquiere fuerza de ley cuando puede probarse que esa nueva directiva es mejor que la ley que pretende sustituir.
Para probar cuán “buena y santa” era la Misa tradicional, basta con echar una mirada a la numerosísima lista de santos, hombres y mujeres, que en sus muchas veces secular existencia, ha producido y el calendario de la Iglesia nos ofrece. Nadie quizá haya expresado mejor este hecho histórico que el mismo Paulo VI, que, según los enemigos de la “Misa tradicional”, la puso fuera del legítimo uso. En la Constitución MISSALE ROMANUM él reconoce que el Misal de San Pío V ha sido “un instrumento de unidad litúrgica…un testimonio de la pureza del culto de la Iglesia…la fuente en la cual innumerables santos nutrieron su piedad hacia Dios…”
Ahora bien, ¿quién puede decir, con buena conciencia, que la nueva liturgia, con más de cuatrocientas lenguas o dialectos diferentes, con tan diversas ceremonias y ritos, que varían en cada templo y parroquia, si es que no en cada diferente sacerdote, es un “mejor instrumento” para la unidad litúrgica, que la “MISA TRADICIONAL” con su única lengua el ”LATIN” con la unidad de ceremonias, que todos los sacerdotes usaban en todas las partes del mundo? ¿Puede cualquier obispo o sacerdote creer seriamente que “la pureza del culto de la Iglesia” está mejor salvaguardado en las nuevas misas del sábado, que pretenden sustituir a la Misa dominical tradicional? ¿Pueden admitir en conciencia que esas celebraciones en las que toman parte ministros o miembros de otras denominaciones cristianas, que no son católicos, son un progreso en la apostólica identidad de la Iglesia? ¿Están o pueden estar convencidos que el divino culto salió beneficiado al cambiar las Misas Pontificales y solemnes por esas celebraciones sin sentido? ¿Cómo pueden pensar que esas “misas de juventud” ese show en los templos, con conjuntos musicales de cabaret son una expresión más genuina de nuestra fe y de nuestra piedad católica?
Dicen que: ahora es cuando el pueblo entiende mejor los divinos servicios. ¿Entienden ¿ ¿Qué es lo que entienden? ¿las palabras? La Misa es un misterio, que nunca llegaremos a comprender. Las explicaciones, que antes los buenos sacerdotes daban a los niños y jóvenes, preparaban las almas para asistir con gran recogimiento, con estrecha unión con Cristo, Sacerdote y Víctima, a la celebración de tan grandes misterios. Los misales y devocionarios ayudaban a recoger las almas y a seguir las diversas partes del Santo Sacrificio de la Misa. Había fe; había fervor; había verdadera devoción. Ahora hay ruido; hay “movimiento”; hay una increíble profanación de los más grandes misterios. Antes había SACRIFICIO , ahora hay ASAMBLEA, hay CENA PROTESTANTE. Y, mientras la vida y las costumbres de nuestros clérigos modernizados y de nuestras monjas liberadas se vayan haciendo más escandalosas, tendremos una más clara idea de la clase de “piedad” que la nueva liturgia produce, y tendremos más perfecta y pronta comprensión de la urgencia que existe de que vuelva la “Misa tradicional” .
Hay otro punto de nuestra Teología moral, que justifica la resistencia que los sacerdotes tradicionalistas han opuesto y siguen oponiendo a la nueva misa de Paulo VI: me refiero al verdadero contrato y a las obligaciones que él implica para los contrayentes, que hicimos con la Iglesia, de nuestra ordenación. Todavía lo recuerdo, como si fuera ayer, lo que juré el día de mi ordenación sacerdotal, aquel 30 de abril de 1930, después de haber firmado mi juramento, coloqué mi mano derecha sobre el Misal de San Pío V y, poniendo a Dios por testigo de la absoluta sinceridad de mi alma, en los momentos más solemnes de mi vida, “Yo acepto y abrazo, dije, con la mayor firmeza de mi alma, las apostólicas y eclesiásticas tradiciones y todas las constituciones y prescripciones de la Iglesia” Al mismo tiempo, como una compensación a la total entrega de mi vida a su servicio, la Iglesia católica, mi Iglesia, a la que desde mi infancia he amado y sigo amando como el tesoro mas precioso de mi existencia, me dio en nombre del mismo Cristo el perpetuo y el personal privilegio de poder celebrar el Santo Sacrificio de la Misa, según el rito tradicional, con la certeza que la misma Iglesia me ofrecía, al entregarme su ley oficialmente promulgada e impresa en la misma página de aquel Misal Romano: “En ningún tiempo, en el futuro, puede un sacerdote, regular o diocesano, ser obligado NUNCA a decir de otra manera la misa “. En virtud de este contrato, que me obligaba a mí, pero obligaba también a los jerarcas de la Iglesia, yo quedé ordenado sacerdote del rito LATINO de la Iglesia UNIVERSAL.
Desde entonces y como consecuencia de este contrato y de mi completa entrega pudo la Iglesia señalarme para decir mi Misa y administrar los sacramentos a todas las personas, de cualquiera lengua que tuvieran; cualesquiera que fuesen sus antecedentes étnicos. Y yo, a mi vez, sabía que, ni mi nacionalidad ni mi lengua materna impedían que encontrase, en todas partes, a mis hermanos católicos que no tan solo me recibirían con gusto en sus templos, sino que asistirían con igual fe y devoción a mi Misa que la Misa de sus propios sacerdotes.
Tal vez ha llegado el tiempo de recordar al Vaticano y a los obispos, que tanto se preocupan por respetar y defender los derechos humanos, especialmente los de los sacerdotes de la NUEVA OLA- hasta el punto de permitirles contraer sacrílegamente matrimonio, sin objetar por ello el que sigan enseñando teología o cualquier otra materia, en las Universidades o Seminarios Católicos-que también los sacerdotes tradicionalistas tenemos nuestros derechos-según la ley divina y la ley humana-y que entre esos derechos el primero es el que tenemos de permanecer sacerdotes y no ser devaluados a la categoría de “ministros presidentes”, exactamente en la misma línea de los pastores protestantes, que hacen los así llamados “servicios de comunión” en las iglesias católicas de nuestros días.
Porque eso precisamente es lo que la nueva Iglesia y especialmente la “nueva misa” están haciendo con los sacerdotes: convertirlos en MINISTROS PROTESTANTES.
Yo nunca he sentido la menor simpatía por los sacerdotes que entraron al seminario, no por una verdadera vocación, sino por el deseo de mejorar la situación económica y social de su familia o con el deseo de no cumplir su servicio militar. Cuando ahora veo cuán pocos son los sacerdotes –a pesar de haber conocido a tantos y tantos de verdadero espíritu sacerdotal y edificante vida apostólica- que, conscientes de su vocación, hayan sabido guardar sus compromisos con Dios mismo, me doy cuenta, con lágrimas en los ojos, de lo que el Establishment ha podido hacer, con manifiesto abuso de su poder, a tantos idealistas jóvenes, que un día, como yo, se consagraron al servicio de Dios, en la inmutable estabilidad de los divinos misterios.
Yo me pregunto: ¿si el día de nuestra ordenación sacerdotal nos hubieran puesto delante una “misa panamericana” de Méndez Arceo o una “misa a go-go, una misa con conjunto de jazz, o cualquiera misa nueva, que confeccionaron Lercaro, Bugnini y seis ministros protestantes, hubiéramos dado el paso de nuestro voto, hubiéramos aceptado el sacerdocio moderno? Yo ciertamente no me ordené para cometer sacrilegios, ni para presidir asambleas, ni para celebrar la “Cena Protestante”. Yo recuerdo la idea central de mi sacerdocio, desde ese día feliz de mi ordenación: "Yo quiero ser ALTER CHRISTUS"; yo quiero dedicar mi vida para servir a Cristo, para ofrecer, en nombre de Cristo, con el poder de Cristo, en representación de Cristo, EL SANTO SACRIFICIO, EL SACRIFICIO PERPETUO DEL ALTAR, ¿Cuándo nos imaginamos que las fórmula de la consagración sería adulterada? ¿Cuántos creímos que el SACRIFICIO PERPETUO sería abolido? Y, sobre todo, ¿cuándo pensaron esos sacerdotes, y yo con ellos, en aquel día de gloria, que, con el tiempo nuestros prelados nos impedirían celebrar el Santo Sacrificio de nuestra Primera Misa, para adaptarnos a la nueva religión, la nueva mentalidad, la nueva economía del evangelio? ¿Pudimos imaginarnos entonces que la Misa de nuestra ordenación y de nuestro sacerdocio, habría de ser prohibida y aún castigada, en la Iglesia por los Obispos?
Y también los fieles quedaron defraudados. La “nueva misa” no es ya la Misa tradicional, la Misa de sus antepasados; la Misa que ellos mismos desde su infancia había oído, fue sigilosa y progresivamente cambiada, sin que ellos mismos se dieran cuenta de lo que perdían y hacia donde los llevaban. Porque, no cabe duda, la habilidad y astucia de los reformadores, en esta ocasión como en tiempos pasados, fue maravillosa. Empezaron con pequeñas y, al parecer insignificantes reformas que gradualmente fueron transformándose hasta llegar a la famosa “misa normativa”, presentada en el primer sínodo de obispos, de los que instituyó Paulo VI, para hacer la demolición de las estructuras de la Iglesia.
Siguiendo el sistema democrático, fue sometida a votación entre esos primeros sinodales, quedando desechada por una gran mayoría. Pero los votos no cuentan cuando se quiere imponer lo que de antemano ha sido ya determinado.
En la historia del “Novus Ordo” tendrán que recordar las generaciones del mañana las diócesis y parroquias “piloto”, en donde se hicieron los experimentos más escandalosos, con el silencio o complacencia de los obispos y de los párrocos. Entre nosotros el “ejemplar morboso de Cuernavaca, en donde empezaron la “misa de mariachis” la “misa panamericana” y las “homilías revolucionarias de tendencia comunistas” Eso fue al principio. Ahora las locuras y sacrilegios de Cuernavaca han sido no solo divulgadas sino superadas, en este concurso infernal de sacrilegios; tolerados por los más discretos obispos; aplaudidos y celebrados por los prelados que en el concurso pretenden alcanzar las prebendas, los premios vaticanos.
Resueltamente esta reforma post-conciliar ha sido un truco en todos los pasos de su cauta evolución. Hubo truco en los cambios sucesivos que nos impuso el Concilio, presidido por el tristemente célebre cardenal Lercaro; hubo truco en la supresión del altar y en la imposición de la “mesa protestante”; hubo truco en las mudanzas del latín por las lenguas vernáculas; hubo truco mayúsculo en la traducción de la fórmula de la Consagración del pan y del vino a las otras lenguas y dialectos, hubo truco en la Constitución MISSALE ROMANUM del Papa Montini, que dice no suprimir, cuando está ya suprimiendo la única Misa tradicional de la Iglesia, en abierta contradicción de sus predecesores. Una legislación, que procede y se impone con engaños, no puede ser, no es una verdadera legislación; no es, puede ser una LEY DE LA IGLESIA. Mala en su origen, mala en su implantación, mala en los efectos que ha alcanzado en unos cuantos años, la Constitución MISSALE ROMANUM, indebidamente llamada apostólica, es también mala, en su finalidad ecuménica.
Porque, éste es, en realidad, el fin que la reforma ha perseguido, desde sus antecesores y sus principios: adaptar la liturgia de la Iglesia a los ritos protestantes, para poder poner en movimiento el “ECUMENISMO”, suprimiendo o ignorando la catolicidad de la Iglesia de Cristo.
Parafraseando la frase de Lutero: “DESTRUID LA MISA Y DESTRUIREIS LA IGLESIA CATOLICA” tenemos que reconocer que para entablar el diálogo ecuménico con “los hermanos separados” , era necesario echar por tierra las defensas que el Santo Concilio de Trento levantó contra la incursión protestante en el seno de la verdadera y única Iglesia de Jesucristo. ¿Cómo iban a admitir el diálogo los anglicanos, por ejemplo, si nos empeñábamos en no reconocer la validez de sus ordenaciones sacerdotales, según lo declaró definitivamente Su Santidad León XIII?. Ellos, como los demás “hermanos separados”, si todavía conservaban algunas creencias y no un mero ritualismo, no estaban dispuestos a convertirse a nuestra religión católica, ni a reducirse o, mejor dicho, a reconocer su ya secular reducción al estado laical, para empezar de nuevo con el bautismo condicionado en la Iglesia Católica, renunciando a todos sus errores, abrazando todas nuestras verdades y sujetándose humildemente a la legislación y a los Obispos de la Iglesia fundada por Jesucristo.
No; los “separados” nunca nos han dicho que desean convertirse a la fe católica; nunca han manifestado el deseo de abrazar nuestro culto. Somos nosotros los que, por esos increíbles cambios, haciendo a un lado todo lo definido y prescrito en el CONCILIO DE TRENTO Y EN EL VATICANO I, nos acercamos a ellos para adaptar nuestra religión a la suya.
Por eso fue a Ginebra, al Consejo Mundial de las Iglesias, el Pontífice ecuménico, cuya ambición suprema es nuestra fusión con los “hermanos separados”.
El fin no justifica los medios y más cuando los medios pasan a ocupar el lugar del fin. Ciertamente todos los católicos queremos la conversión de todos los “hermanos separados” y pedimos por ella. La Iglesia, en las solemnes oraciones del Viernes Santo, -para citar un solo ejemplo- siempre ha pedido por esta conversión.
Pero entendámoslo bien: ninguna unión es posible, si no precede la conversión de los “separados”.
El movimiento ecuménico, que llevó a Paulo VI hasta nombrar a unos pastores protestantes, seis nada menos, a estructurar su “nueva misa”, que le indujo a autorizar a “hermanos separados” no convertidos, a recibir la Sagrada Eucaristía, que le dio ánimos y audacia para invitar en este año santo de la reconciliación a cuarenta ministros anglicanos y bautistas a celebrar su Cena en un templo del Vaticano. NO ES UN MOVIMIENTO ECUMENICO, sino es un movimiento que va en contra de la fe católica para acomodarse a las creencias o a la irreligiosidad de las sectas desprendidas de la Iglesia fundada por Cristo.
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