sábado, 11 de junio de 2011

LA EUCARISTÍA Y LA GLORIA DE DIOS

Ego honorifico Patrem meum.
"Yo honro a mi Padre" 
(Juan.,VIII, 49)


Jesucristo nuestro Señor, no ha querido permanecer con nosotros aquí en la tierra sólo por medio de la gracia, de su verdad  y de su palabra, sino también quiso quedarse en persona.
Así que nosotros poseemos al mismo Jesucristo que vió la Judea, aunque bajo otra forma de vida. Ahora viste el ropaje sacramental, es verdad; mas no por eso deja de ser el mismo Jesucristo, el mismo hijo de Dios e hijo de María.
La gloria de Dios: eso es lo que Jesucristo procuró mientras vivió en la tierra, y eso es lo que, en el augusto Sacramento constituye el fin principal de todos sus deseos. Puede decirse que Jesucristo tomó el estado sacramental para seguir honrando y glorificando a su Padre.

I

El verbo reparó, por la encarnación , y restauró la gloria del creador, oscurecida en la creación por el pecado del primer hombre, a que le arrastró la soberbia.
Para ello se humilló el verbo eterno hasta unirse a la naturaleza humana; tomó la carne en el purísimo seno de María y se anonadó a sí mismo tomando forma de esclavo.
Rescatado el hombre con el precio de su divina sangre, devuelta a su Padre una gloria infinita con todos los actos de su vida mortal y purificada la tierra con su presencia personal, Jesús subió glorioso al cielo, pues su obra quedaba terminada.
¡Oh que día mas glorioso para la celestial Jerusalén el de la triunfante ascensión del Salvador!
¡Pero día triste y muy triste para la tierra, porque se aleja de ella su rey y reparador! ¿No sería de temer que allá, en la patria de los bienaventurados, se convirtiese bien pronto la tierra en objeto de ira y de venganza?
Cierto que Jesús deja establecida su Iglesia entre los hombres, y en ella buena y santos apóstoles; ¡pero éstos no son el Divino Maestro!
En la Iglesia habrá también muchos y muy santos imitadores de Jesús, su divino modelo; pero al fin son hombres como los demás, con sus defectos e imperfecciones , y nunca libres , mientras viven en la tierra, de caer en los profundos abismos de la culpa.
Si la reparación obrada por Jesucristo y la gloria devuelta a su Padre con tantos trabajos y sufrimientos las dejase en manos de los hombres, ¿no habría de temer por su mal resultado? ¿No sería a todas luces arriesgado encomendar la obra de la redención del mundo y de la glorificación de Dios a hombres tan incapaces e inconstantes siempre?
No, no; ¡no se abandona así un reino conquistado a costa de tan inauditos sacrificios como son la encarnación, pasión y muerte de un Dios!
¡No se epone a tales riesgos la ley divina del amor!

II

Entonces, ¿que hará el Salvador?
Permanecerá sobre la tierra. Continuará para con su eterno Padre el oficio de adorador y glorificador. Se hará Sacramento para la mayor gloria de Dios.
¿No veis a Jesús sobre el altar... en el sagrario? Está allí... Y ¿que hace?
Adora a su Padre, le da gracias, intercede por los hombres, se ofrece a Él como víctima, como hostia propiciatoria para reparar la Gloria de Dios, que sufre menoscabo continuamente. Allí está sobre su místico calvario repitiendo aquellas sublimes palabras: "Padre, perdónalos...; te ofrezco por ellos mi sangre..., mis llagas...!"
Se multiplica por todas partes; dondequiera sea preciso ofrecer alguna expiación. En cualquier sitio que se establezca una familia cristiana, allá va Jesús a formar con ella una sociedad de adoración, para glorificar a su Padre, adorándole Él mismo y haciendo que le adoren todos en espíritu y en verdad.
Y el Padre satisfecho y glorificado cuanto merece, exclama:
"Mi nombre es grande entre las naciones; desde el oriente al ocaso se me ofrece una hostia de olor agradable".

III

¡Oh maravilla de la Eucaristía! Jesús por su estado sacramental rinde homenaje a su Padre de manera tan nueva y sublime que nunca jamás recibió otro igual de criatura alguna, ni aun pudo hasta cierto punto recibirlo tan grande del mismo redentor aquí en la tierra.
¿En que consiste este homenaje extraordinario?
En que el rey de la gloria, revestido en el cielo de la infinita majestad y poder de Dios, inmola exteriormente en el santísimo Sacramento, no solamente su gloria divina, como en la encarnación, sino también su gloria humana y las cualidades gloriosas de su cuerpo resucitado.
No pudiendo honrar a su Padre, en el cielo, con el sacrificio de su gloria desciende a la tierra y se encarna de nuevo sobre el altar; el Padre puede contemplarle todavía tan pobre como en Belén; aunque continúe siendo el rey del cielo y la tierra  y tan humilde y obediente como en Nazaret, puede verle sujeto no sólo a la ignominia de la cruz, sino a la más infamante de las comuniones sacrílegas y sometido a la voluntad de sus amigos y profanadores...
Así procura la gloria de su Padre este mansísimo Cordero, inmolado sin exhalar una queja; esta inocente víctima que no sabe murmurar; este glorioso Salvador que jamás pide venganza.
Más ¿para que todo esto?
Para glorificar al Padre, por la continuación mística de las más sublimes virtudes; por el sacrificio perpetuo de su libertad, de su omnipotencia y de su gloria inmoladas por puro amor, en el Santísimo Sacramento, hasta la última hora del mundo.
Presentando Jesucristo aquí en la tierra, con sus humillaciones, un contrapeso eficaz al orgullo del hombre y rindiendo por esta razón, una gloria infinita a su Padre, le consuela vivamente. ¡Que razón de la presencia eucarística más digna del amor de Jesús a su eterno Padre!

Obras Eucarísticas
San Pedro Julián Eymard

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