sábado, 24 de septiembre de 2011

EL ANTICRISTO Y EL OBSTÁCULO


EL PRINCIPIO DE AUTORIDAD, EL OBSTÁCULO A LA APARICIÓN DEL ANTICRISTO

La preocupante situación del mundo actual, que avanza rápidamente hacia un gobierno mundial, que no tiene ninguna cuenta de Cristo y de su Redención, ni de su Ley, nos preocupa, nos hace pensar en el Anticristo anunciado. He aquí un importante y misterioso texto de San Pablo relativo al Anticristo, explicado por el sacerdote jesuita José M. Bover, en su famoso libro “La Teología de San Pablo” (BAC, 4ª ed., pp. 819-825).

I. UN TEXTO MISTERIOSO DE SAN PABLO

El Apóstol San Pablo, en su segunda Epístola a los tesalonicenses, hablando del segundo advenimiento de Cristo al final de los siglos, escribe:
“Nadie os engañe en manera alguna; porque si primero no viniere la apostasía y se manifestare el hombre del pecado , el hijo de la perdición, el que se rebelará y alzará contra todo lo que se llama Dios y contra todo objeto de culto religioso, hasta el punto de sentarse en el santuario de Dios y presentarse a sí mismo cual si fuera Dios…¿No recordáis que, mientras estaba  Yo con vosotros, os decía esto? Y ahora qué cosa impida el que se manifieste a su tiempo, ya lo sabéis. Porque el misterio de la iniquidad ya está en acción: sólo falta que desaparezca de enmedio el que lo impide. Y entonces se manifestará el impío, el cual el Señor Jesús matará con el aliento de su boca y con la epifanía de su advenimiento”. (2 Tes. 2: 3-8)
Al ensayar la interpretación de este texto no vamos a perdernos en cálculos fantásticos sobre la mayor o menor proximidad del fin del mundo; cálculos mil veces combinados y mil veces desmentidos por la cruda realidad de los hechos. Otra enseñanza más seria y más vital, que no por ser implícita es menos clara, está contenida en la palabra del gran Apóstol. Más antes, para sacar esta enseñanza, es menester precisar y deslindar el pensamiento de San Pablo: lo que dice y lo que calla.
Lo que dice es claro y diáfano. Según él existen en el mundo moral dos fuerzas o tendencias antagónicas. Por una parte actúa la fuerza del mal, la que él llama el misterio de la iniquidad, cuyo resultado o remate será la apostasía más o menos universal. Una vez que ésta llegue, preparará el terreno a la aparición del Anticristo. Por otra parte, existe algo o alguien que impide y pone trabas o diques a esa fuerza del mal: obstáculo real a la vez y personal, cuya desaparición determinará el desbordamiento de la iniquidad, la apostasía general y la manifestación del Anticristo.
Lo que se calla el Apóstol, porque lo da por supuesto y conocido por los lectores de la carta, parece a primera vista un enigm: qué es, o quién es, ese misterioso obstáculo que entretanto cohíbe o reprime el desbordamiento de las fuerzas del mal. ¿Nos será posible adivinar el pensamiento del Apóstol y descubrir cuál es el obstáculo? Creemos que sí. Y vale la pena averiguarlo, pues en ese obstáculo está encerrada la gran enseñanza que nos dan las palabras de San Pablo. La interpretación de los Santos Padres y de los exégetas medievales, continuada y precisada por los intérpretes modernos, nos dará la clave del misterioso enigma.

II. INTERPRETACIÓN DE LOS SANTOS PADRES DE LA IGLESIA

Para los Santos Padres, ese obstáculo, real y personal al mismo tiempo, no es otro que el Imperio y el emperador romanos. Así lo sienten, entre los griegos, San Hipólito, San Cirilo de Jerusalén, San Juan Crisóstomo, y San Juan Damasceno. Entre los latinos, Tertuliano, San Jerónimo y el llamado Ambroosiastro. Adoptan la misma interpretación, entre los medievales, Ecumenio, Teofilacto, Eutemio Zigabeno, Primasio, Sedulio Escoto, Himón de Halberstadt, Rabano Mauro, Herveo, Pedro Lombardo, Santo Tomás y Nicolás de Lira. Entre los modernos no son y tan uniformes los pareceres. reconocen con Drach que la opinión tradicional es “la más antigua, la más extendida, la más autorizada”; más algunos no se deciden a aceptarla, por consideración de que hace ya muchos siglos que desapareció el Imperio romano y no ha aparecido el Anticristo. A este reparo no responderemos con Cornelio a Lapide, quien decía que el antiguo Imperio romano había sido sustituido o continuado por el imperio germánico, que se llamó “Sacro Imperio Romano”. Más fundada y acertada es la explicación de Bisping, según la cual el Apóstol habló del Imperio romano, no precisamente  en cuanto a su forma de gobierno determinada o particular, sino a que representaba y encarnaba por entonces el poder público, legítimo y universalmente reconocido, que con la sabiduría de sus leyes y con la potencia de sus legiones garantizaba y protegía el orden político y social, indicando con ello que no vendría el Anticristo mientras subsistiese, bajo la forma de cualquier gobierno justo y recto, el orden firme y regular de la sociedad, y que, en consecuencia, el socialismo y el comunismo empeñados en trastornar toda la sociedad, si alguna vez logran su predominio universal, pondrán en gravísimo peligro la existencia misma de las naciones y allanarán el camino para la suprema catástrofe (cf. J. A. Van Steenkiste, S. Pauli Epistolae, t. 2, pp. 275–276). La misma interpretación adoptan  los PP. Knabenbauer y Adrián Simón. A éste propósito nota Fillión que:
“Es cierto, para citar un caso particular, que la legislación romana , que ha venido a ser más o menos la mayor de los Estados cristianos, ha contribuido mucho al mantenimiento del orden moral de la sociedad. Si los emperadores paganos y otros están lejos de haber sido siempre perfectos, eran, con todo, por sus funciones mismas, los representantes de la autoridad, y los peores han obrado en este sentido con el mal”. (La Sainte Bible, t. 8, pp. 456-457).
Corrobora semejante interpretación, a nuestro juicio de un modo decisivo, lo que el mismo Apóstol enseña sobre el principio de autoridad. Escribe a los romanos, hombres que, según él, conocen lo que es la ley (Rom. 7:1). “Toda alma esté sometida a las autoridades superiores. Pues no hay autoridad que no venga de Dios; y las que existen, por Dios han sido establecidas. Así que el se insubordina contra la autoridad, se rebela contra el orden establecido por Dios, y los que se rebelan, recibirán su condenación. Porque los magistrados no inspiran temor a los que obran el bien, sino a los que obran el mal. ¿Quieres no tener miedo a la autoridad? Obra el bien, y obtendrás de ella alabanza; porque ministro es de Dios para ti en orden al bien. Mas si obrares el mal, teme, que no en vano lleva la espada; porque de Dios es ministro, vengador justiciero para el que obra mal, sino también por la conciencia”. (Rom. 13:1-5). Esto escribía San Pablo a los cristianos romanos mientras imperaba en Roma Nerón, uno de los más abominables monstruos coronados que han manchado la historia. Pero Nerón, con todas sus crueldades, con todas sus locuras, con todos sus brutales desenfrenos, representaba para San Pablo el principio de la legítima autoridad; con lo que, de hecho, mantenía el orden jurídico y social, el cual es esencialmente incapaz de mantener el revolucionario o el comunista más honesto y moderado.
San Pablo miraba el principio de autoridad en el mismo Nerón, porque, habiendo emanado de Dios y estando establecido por Dios, tutelaba los fueros sagrados de la ley y del derecho y sancionaba sus infracciones con la pena. Este principio de autoridad, la ley armada con la espada, era también para el Apóstol el gran obstáculo que se oponía al desbordamiento del misterio de la iniquidad, con lo cual retrasaba la apostasía y el advenimiento del Anticristo. Este sencillo cotejo de textos de San Pablo, corroborado con la autoridad de interpretación de los Santos Padres de la Iglesia, nos descubre una gran verdad, una lección importantísima: el valor y la eficacia del principio de autoridad, de una autoridad justa y fuerte, para mantener incólume el orden jurídico y social, para oponer con una valla infranqueable a los progresos del mal. Pero esta lección, encerrada dentro del círculo estrecho de los textos y autoridades, resulta pálida y esquemática.
Para entrever todo su maravilloso alcance, hay que rebasar los angostos límites de la hermenéutica y salir al anchuroso campo de la historia. Una visión rápida de la historia humana, contemplada a la luz de las enseñanzas de San Pablo, será una luminosa confirmación de la gran lección que el Apóstol nos ha dado sobre el valor del principio de autoridad.

III. REALIZACIÓN HISTÓRICA

La autoridad de la humanidad es una serie no interrumpida de luchas: luchas de razas contra razas, de pueblos contra pueblos, de imperios contra imperios, de instituciones contra instituciones, de partidos contra partidos, de escuelas contra escuelas; luchas militares, luchas políticas, luchas económicas, luchas religiosas, luchas doctrinales, luchas literarias. Miradas en la sobrehaz, esas luchas son de hombres contra hombres. Más bajo esas apariencias humanas, los ojos de la fe descubren otra lucha, invisible a los ojos de la carne, lucha incomparablemente más trágica y grandiosa: la lucha de los espíritus, la lucha del mal contra el bien. Dos grandes huestes, encarnizadas, irreconciliables, luchan desde el origen de los tiempos y lucharán hasta el fin de los siglos. La hueste del mal está acaudillada por Lucifer; la hueste del bien está gobernada por Dios. Lucifer y Dios son los dos jefes de la gran batalla que se está librando en la historia humana. Dios, en su sabiduría y omnipotencia, hubiera podido suprimir la lucha, reduciendo a la impotencia a Lucifer. Mas no ha querido. Ha preferido conceder beligerancia a su adversario, para tener la gloria de verle ignominiosamente derrotado. La estrategia con que Dios dirige los lances y el desenvolvimiento de la lucha es su divina Providencia.
Prescindamos de las edades anteriores al cristianismo. Después de la venida de Jesucristo, la hueste de Dios es la Iglesia: ejército humanamente débil e inerme, cuya conservación, cuyos progresos, cuyas conquistas, son un perenne milagro de la Providencia divina. Pero entendámoslo bien. Esos milagros no son precisamente hechos palpables y fulgurantes, capaces de aterrar y paralizar al adversario; son algo secreto y delicado, que deja toda su libertad de acción a la hueste contraria. Las excepciones de ésta táctica divina  son muy contadas y no influyen decisivamente en el curso de la gran batalla.
Contra esta hueste de Dios, la Iglesia, la hueste de Lucifer dirige todos sus ataques, dirigida y azuzada constantemente por su invisible caudillo. El mundo con sus pompas, la carne con sus concupiscencias, la soberbia y el dinero, las perversas doctrinas y las costumbres depravadas, las herejía y los cismas, ofrecen al mal caudillo armas poderosísimas de ataque. Se alistan también de su bandera frecuentemente otros aliados, de suyo no malos, pero de enorme potencia seductora; las ciencias y las artes, el teatro y la novela, la prensa y la cinematografía, la radio (televisión e internet). Con esas armas y esos aliados, Lucifer pretende consolidar y extender su dominación en el mundo, el imperio del mal, el reino de las tinieblas, frente al reino de Dios, que es la Iglesia de Jesucristo.
Pero Lucifer no puede intervenir directa y personalmente en la batalla del mal contra el bien. Está atado, desde que Jesucristo lo venció en la Cruz. Más no le faltan agentes, hombres de carne y hueso, que, inspirados de espíritu diabólico, hacen cumplidamente sus veces y llevan adelante sus planes. ¿Quiénes son los agentes de Lucifer? Todo el mundo señala con el dedo las logias masónicas y el comunismo soviético. tampoco es ningún secreto para nadie que por debajo de masones y comunistas anda la mano judía. Oímos hace algunos años a una persona inteligente, que conocía a fondo el estado actual del mundo, esta atinada reflexión: los planes comunistas, tan maravillosamente combinados y organizados, cuya eficacia ha sido tan enorme y universal, no son ni pueden ser rusos: el genio ruso no da para tanto; sólo en la astucia judaica hallan su cabal explicación. Otra reflexión: masones y comunistas son en su organización externa dos instituciones incompatibles y antitéticas, y, sin embargo, en su funesta actuación andan perfectamente de acuerdo. ¿Porqué? Por el elemento común de entreambos: el judaísmo, que en cada uno de ellos tiene influencia decisiva. A estas reflexiones hay que agregar otra: las primeras persecuciones de la Iglesia partieron del judaísmo, y, según opinión bastante generalizada, del seno del judaísmo ha de surgir el Anticristo.
Todas esas consideraciones nos muestran que el misterio de la iniquidad, que según San Pablo se está ya fraguando, no es otro que la acción oculta del judaísmo masónico y soviético, que gobierna y empuja todas las fuerzas del mal contra la Iglesia de Jesucristo. Con esa perversa acción prepara y promueve la perversión y apostasía universal, cuya realización dará la señal para la aparición del Anticristo.
Pero queda por estudiar un factor, el principal ahora desde nuestro punto de vista: el Estado civil. ¿Que papel representa el Estado en esta lucha de Lucifer contra Dios?
Nos enseña la historia que el poder civil unas veces se ha inclinado hacia el bando de Lucifer, otras hacia el bando de Dios. Esa posición ambigua o variable del poder civil no puede satisfacer plenamente a Lucifer: no ve, ni puede ver, en él un aliado incondicional. El Estado civil, como institución divina de derecho natural, fundada en la justicia, que lleva en sus manos la ley y la espada, garantía del orden, es un adversario nato de la hueste de Lucifer, cuya actuación empuja necesariamente al desorden y al crimen. y el desorden y el crimen, diametralmente opuestos a lo que hay de más esencial en el Estado, no pueden menos que provocar su reacción y sus sanciones. Cuando el Estado, sobre todo si se inspira en los principios cristianos, se pone de parte de la hueste de Dios, entonces la hueste de Lucifer halla en él un adversario formidable y un obstáculo infranqueable para su perversa actuación. Testigos (son) tantos Estados modernos, que, aun simpatizando con los comunistas, no pueden menos que ponerle innumerables trabas a su acción demoledora. De ahí la aversión del comunismo al Estado jurídicamente constituido. Este hecho capital merece más atenta consideración.
El comunismo es, como atinadamente se llama, una fuerza disolvente. Y lo que disuelve, descompone y atomiza es el Estado. En efecto, el Estado civil está trabado y como ligado por dos vínculos principales: el poder o autoridad y el derecho o la ley; los cuales, unidos a otros factores geográficos, etnológicos, históricos, lingüísticos, culturales, religiosos forman las diferentes nacionalidades. Desligar a la masa humana de estos vínculos es el blanco inmediato del comunismo. Para obtenerlo prepara las masas. De ello se encargan los demagogos. Para arrancar de la mentalidad popular toda idea de poder civil, los demagogos persuaden a las masas que no existe otro poder que el del puebloque el poder es consustancial al puebloque el poder es una prerrogativa inalienable e inabdicable del pueblo soberano. Podrá designar sus representantes, mandatarios o comisarios; pero no transferirles su propia soberanía. De ahí que todo comunista, acepte o no el nombre es realmente ácrata o anarquista. Para extirpar toda idea de derecho, los demagogos procuran persuadir a las masas de que no existen otros valores humanos fuera de los económicos o materiales. Los demás: religiosos, científicos, morales, históricos, no son sino ficciones detestables, que hay que desterrar a sangre y fuego. Y como las diferentes nacionalidades se basan en esos valores ficticios y son, además, un obstáculo para la realización de los planes comunistas, de ahí la supresión de las barreras nacionales, de ahí el absoluto internacionalismo. Cuando estos vínculos sociales del poder, del derecho y de la nacionalidad hayan sido borrados de la mentalidad popular, quedará consumada la apostasía universal y preparado el terreno para la aparición del Anticristo.
Esta crisis final ha tenido en el curso de la historia muchos ensayos, que la han preparado y en cierta manera presagiado. La más grave, sin duda, es el actual comunismo soviético, por su vastísima repercusión en todo el mundo, por su organización y propaganda científicamente metodizada, por la crueldad inaudita de sus procedimientos y, sobre todo, por la campaña de su sindiosismo militante y avasallador. Desde hace muchos años se cierne, como negro nubarrón, sobre todo el mundo el peligro del comunismo, que amenaza arrasar toda la civilización cristiana. La magnitud misma del peligro ha provocado una pujante reacción anticomunista, que ha entorpecido y retardado sus avances. Se ha verificado, una vez más, la ley general: que el desenvolvimiento histórico, tanto del bien como del mal, no es uniformemente progresivo: a cada avance suele seguir su respectivo retroceso; a cada crisis, su reacción.
No sería difícil señalar las causas que motivaron los retrocesos o entorpecimientos del avance comunista. Una de las principales, si no la principal de todas, por lo menos la que ahora más nos interese, fue que las masas no estaban aun suficientemente preparadas y maduras para abrazar el comunismo. Quedaban todavía suficientes elementos para la reacción; mas notemos para nuestro propósito, que semejante reacción prosperó, y, por así decir, cristalizó en los Estados llamados autoritarios. Es decir, el principio de autoridad, asociado al sentimiento nacionalista, despertado y como exacerbado al choque de la anarquía comunista internacional, fue el que opuso una barrera a la invasión del comunismo soviético. El instinto de conservación guió a estos Estados nacionalistas y autoritarios. Corroborando el principio de autoridad, apuntó contra lo que hay de más sustancial en el comunismo, asestó a su punto más vital. Y para proteger este mismo principio de autoridad contra los ataques del internacionalismo comunista, se avivó en tales Estados el sentimiento nacional. Y para oponerse el internacionalismo negativo, que suprime las naciones, esos Estados autoritarios contrapusieron otro internacionalismo positivo, que reconoce la diferencia y la independencia de cada nacionalidad. Ante el Komintern ruso surgió el Antikmintern ítalo-germano-japonés. Desgraciadamente, no todos estos Estados se inspiraron debidamente en los principios cristianos, ni contuvieron dentro de sus justos límites el sentimiento nacionalista. Más, si bien se mira, estas mismas deficiencias o exageraciones confirman la lección de San Pablo: que el principio de autoridad, aun no bien entendido y aplicado, es un dique insuperable para el desbordamiento del mal; tal vez por sí mismo para frenar la ofensiva más formidable de la hueste de Lucifer que registra la historia: la del comunismo ateo.
¿Se desplomaron esos Estados autoritarios, se hundieron los diques que contenían el desbordamiento comunista? ¿Seguirá ahora el desbordamiento y la inundación universal del comunismo soviético? Sería humanamente inevitable si Rusia hubiera sido la única o la principal fuerza que arrolló a los Estados autoritarios. Pero entre los mismos aliados de Rusia subsiste el principio de autoridad. Por otra parte, el choque de intereses encontrados permite conjeturar que estos aliados no están dispuestos a consentir desmedida o ilimitadamente el imperialismo soviético. Lo que realmente pasará, sólo Dios lo sabe. Y sabe también la fe cristiana que Dios no ha perdido el control de los acontecimientos humanos. De todos modos queda en pie la verdad enseñada por San Pablo: que el principio de autoridad, despojado de elementos nocivos e inspirado en el espíritu genuinamente cristiano, es el medio providencial que, dentro de los planes divinos, puede cohibir o retrasar la gran apostasía universal, anunciada por el Apóstol de las Gentes.

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