Evitar la pusilanimidad sin fomentar la presunción, sostener y alentar la actividad sin inspirar vanidad, hacer sentir al espíritu sus fuerzas sin cegarle con el orgullo, he aquí una tarea difícil en la dirección de los hombres, y más todavía en la dirección de sí mismo. Esto es lo que el Evangelio enseña, esto es lo que la razón aplaude y admira. Entre dichos escollos debemos caminar siempre, no con la esperanza de no dar jamás en ninguno de ellos, pero sí con la mira, con el deseo, y la esperanza también, de no estrellarnos hasta el punto de perecer.
La virtud es difícil, más no imposible: el hombre no la alcanza aquí en la tierra sin mezcla de muchas debilidades que la deslustran; pero no carece de los medios suficientes para poseerla y perfeccionarla. La razón es un monarca condenado a luchar de continuo con las pasiones sublevadas; pero Dios le ha provisto de lo necesario para pelear y vencer. Lucha terrible, lucha penosa, lucha llena de azares y peligros, más por lo mismo tanto más digna de ser ansiada por las almas generosas.
En vano se intenta en nuestro siglo proclamar la omnipotencia de las pasiones y lo irresistible de su fuerza para triunfar de la razón; el alma humana, sublime destello de la divinidad, no ha sido abandonada por su Hacedor. No hay fuerzas que basten a apagar la antorcha de la moral ni en el individuo, ni en la sociedad: en el individuo sobrevive a todos los crímenes, en la sociedad resplandece aun después de los mayores trastornos; en el individuo culpable reclama sus derechos con la voz del remordimiento, en la sociedad, por medio de elocuentes protestas y de ejemplos heroicos.
El Criterio
Jaime Balmes (1810-1848)
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