jueves, 1 de abril de 2010

La Gran y Persistente Herejía de Mahoma


A cualquier observador de los acontecimientos ocurridos durante los primeros años del Siglo VII – digamos desde el 600 al 630 – le hubiera parecido que, habiendo ocurrido solamente un gran ataque principal  a la Iglesia Católica – el  arrianismo y sus derivados – y habiéndose repelido dicho ataque con una Fe victoriosa, la Iglesia se hallaba asegurada por tiempo indefinido.Era obvio que la Iglesia tendría que pelear por su vida contra elementos externos no-cristianos, esto es: contra el paganismo. Los adoradores de la naturaleza de la alta civilización persa en el Este nos atacarían por las armas y tratarían de sojuzgarnos. El paganismo salvaje de las tribus bárbaras escandinavas, germánicas, eslavas y mongoles, en el Norte y Centro de Europa también atacarían al cristianismo tratando de destruirlo. Las poblaciones de Bizancio continuarían haciendo desfilar concepciones herejes como una pantalla de sus reclamos. Pero, al menos, el principal esfuerzo de herejía había fracasado – así parecía. Su objetivo, el deshacer una civilización católica unida, no había sido alcanzado. De allí en más no había por qué temer que surgiera alguna herejía mayor; menos aún la consecuente interrupción de la Cristiandad.
Para el 630 toda la Galia era católica desde hacía largo tiempo. El último de los generales arrianos y las guarniciones en Italia y España se habían vuelto ortodoxos. Los generales y las guarniciones de África del Norte habían sido conquistadas por los ejércitos ortodoxos del Emperador.
Y fue justo en ese momento, un momento de aparente universal y permanente catolicismo, que cayó un golpe inesperado de inaudita magnitud y potencia. De pronto surgió el Islam. Vino del desierto y avasalló a la mitad de nuestra civilización.
El Islam – la enseñanza de Mahoma – conquistó inmediatamente por las armas. Los conversos árabes de Mahoma invadieron Siria y vencieron allí en dos grandes batallas; la primera sobre el Yarmuk, al Este de Palestina en las tierras altas arriba del Jordán, y la segunda en la Mesopotamia. Continuaron invadiendo Egipto y empujaron más y más hacia el corazón de nuestra civilización cristiana con toda su grandeza de Roma. Se establecieron por todo el Norte de África; incursionaron en el Asia Anterior – aunque no se establecieron allí todavía. Ocasionalmente llegarían a amenazar a la propia Constantinopla. Al final, después de una larga generación posterior a las primeras victorias en Siria, cruzaron el Estrecho de Gibraltar y comenzaron a inundar Europa Occidental a través de España. Llegaron incluso tan lejos como el mismo corazón de Francia del Norte, entre Poitiers y Tours, menos de cien años después de sus primeras victorias en Siria del año 732.
Finalmente fueron rechazados hacia los Pirineos, pero continuaron manteniendo toda España, excepto la región montañosa del noroeste. Dominaron toda el África romana, incluyendo Egipto y toda Siria. Dominaron la totalidad del Mediterráneo oriental y occidental: ocuparon sus islas, saquearon y dejaron asentamientos fortificados hasta en las costas de Galia y de Italia. Se expandieron poderosamente más allá del Asia Anterior, dominando la región persa. Se convirtieron en una creciente amenaza para Constantinopla. En menos de cien años una parte sustancial del mundo romano había caído bajo el poder de esta nueva y extraña fuerza surgida del desierto.
Nunca antes había habido una revolución comparable. Ningún ataque anterior había sido tan súbito, tan violento ni tan permanentemente exitoso. En apenas un par de años después del primer asalto en 634, se perdió todo el Levante Cristiano: Siria, la cuna de la Fe, y Egipto con Alejandría, la poderosa sede cristiana. Dentro de una generación, la mitad de la riqueza y casi la mitad del territorio del Imperio Romano Cristiano estaba en manos de los gobernantes y funcionarios mahometanos, y la masa de la población estaba siendo afectada cada vez más por este nuevo fenómeno.
El gobierno mahometano y su influencia tomaron el lugar del gobierno cristiano y su influencia; y la mayor parte del Mediterráneo, al Este y al Sur, comenzó a ser mahometana.
A continuación, seguiremos los avatares de este extraordinario fenómeno que aún hoy se llama Islam, es decir: “La Aceptación”, de la moral y las simples doctrinas que Mahoma había predicado.
Más adelante describiré el origen histórico del fenómeno, dando las fechas de su progreso y las etapas de sus éxitos originales. Describiré su consolidación, su creciente poder y la amenaza que representó para nuestra civilización. Estuvo muy cerca de destruirnos. Sostuvo activamente una batalla contra la Cristiandad por mil años y la historia de ninguna manera ha terminado; el poder del Islam puede resurgir en cualquier momento.
Pero antes de seguir esa historia debemos entender dos cosas fundamentales: primero, la naturaleza del mahometanismo; segundo, la causa esencial de su súbito y casi milagroso éxito sobre miles de kilómetros de territorio y millones de seres humanos.
El mahometanismo fue una herejía: ése es el punto esencial a comprender antes de seguir adelante. Comenzó como una herejía y no como una nueva religión. No fue un contraste pagano a la Iglesia; no fue un enemigo foráneo. Fue una perversión de la doctrina cristiana. Su vitalidad y su perdurabilidad pronto le dieron la apariencia de una nueva religión, pero aquellos que fueron contemporáneos de su surgimiento lo vieron tal cual fue: no una negación sino una adaptación y un abuso del fenómeno cristiano. Difirió de la mayoría de las herejías (y no de todas) en que no surgió dentro del contexto de la Iglesia Cristiana. Para empezar, el jefe heresiarca, Mahoma mismo, no fue – como la mayoría de los otros heresiarcas – un hombre de cuna y doctrina católicas. Provenía de los paganos. Pero lo que enseñó fue en lo esencial una doctrina católica sobre-simplificada. Lo que inspiró sus convicciones fue el gran mundo católico – sobre cuyas fronteras vivió, cuya influencia lo rodeaba y cuyos territorios conoció por sus viajes. Provino y se mezcló con los idólatras retrógrados de los desiertos árabes a quienes los romanos nunca creyeron que valdría la pena conquistar.
Adoptó muy pocas de las antiguas ideas paganas que pudieron haberle sido autóctonas dada su procedencia. Por el contrario, predicó e insistió sobre todo un grupo de ideas que eran características de la Iglesia Católica y la distinguían del paganismo al que había conquistado dentro de la civilización grecorromana. De este modo, el fundamento mismo de su enseñanza fue la doctrina católica básica de la unidad y la omnipotencia de Dios. En lo esencial, también tomó de la doctrina católica los atributos de Dios: la naturaleza personal, la infinita bondad, la atemporalidad, la providencia divina, su poder creativo como origen de todas las cosas y el sostenimiento de todas las cosas exclusivamente por su poder. El mundo de espíritus buenos y de ángeles y de espíritus malignos en rebelión contra Dios formó parte de la enseñanza, con un espíritu maligno principal semejante al que la Cristiandad había reconocido. Mahoma predicó con insistencia la doctrina católica básica relacionada con la dimensión humana en cuanto a la inmortalidad del alma y la responsabilidad por las acciones durante esta vida, conjuntamente con la doctrina de las consecuencias del premio y del castigo después de la muerte.
Elaborando un detalle de los puntos que el catolicismo ortodoxo tiene en común con el mahometanismo – y limitándose tan sólo a dichos puntos, sin ir más lejos – uno podría imaginar que no tendría que haber habido motivos de conflicto. En este sentido, Mahoma parecería ser casi algo así como una especie de misionero predicando y difundiendo, a través de la energía de su carácter, las principales y fundamentales doctrinas de la Iglesia Católica entre quienes hasta ese momento no eran más que unos atrasados paganos del desierto. Mahoma le rindió la mayor reverencia a Jesús, e incluso, si vamos al caso, también a María. El día del juicio final (otra de las ideas católicas que enseñó) sería Nuestro Señor – y no él, Mahoma – quien juzgaría a la humanidad. La madre de Cristo, Nuestra Señora, “la Señora Miriam”, fue siempre para Mahoma la principal entre las mujeres. Sus seguidores hasta recibieron de los primeros padres de la Iglesia alguna vaga noción de su Inmaculada Concepción {[7]}.
Pero la cuestión central, con la cual esta nueva herejía atacó mortalmente a la tradición católica, fue la negación completa de la Encarnación.
Mahoma no dio meramente los primeros pasos hacia esa negación, de la forma en que lo habían hecho los arrianos y sus seguidores. Adelantó una clara afirmación, plena y completa, contra toda la doctrina relativa a un Dios encarnado. Enseñó que Nuestro Señor fue el mayor de todos los profetas, pero aún así tan sólo un profeta: un hombre igual a los demás hombres. Eliminó a la Trinidad por completo.
Con esa negación de la Encarnación desechó la totalidad de la estructura sacramental. Se negó por completo a reconocer la Eucaristía con su Presencia Real; suprimió el sacrificio de la Misa y, por lo tanto, la institución de un sacerdocio especial. En otras palabras, como tantos otros heresiarcas menores, basó su herejía sobre la simplificación.
Según Mahoma, la doctrina católica era verdadera (al menos eso parecía decir), pero se había vuelto saturada de falsos agregados; complicada con innecesarias adiciones humanas, incluyendo la idea de que su fundador era divino y el crecimiento de una casta parásita de sacerdotes encerrados en un tardío sistema fantasioso de sacramentos que sólo ellos podían administrar. Todos esos agregados corruptos, según Mahoma, debían ser erradicados.
Hay así una buena cantidad de cosas en común entre el entusiasmo con el cual las enseñanzas de Mahoma atacaron al clero, la Misa y los sacramentos, y el entusiasmo con el cual el calvinismo – la fuerza motriz central de la Reforma – hizo lo mismo.  Como todos sabemos, Mahoma con su nueva enseñanza relajó las leyes del matrimonio – pero en la práctica esto no afectó a la masa de sus seguidores que permaneció siendo monógama. Hizo el divorcio lo más fácil posible, ya que la idea sacramental del matrimonio desapareció. Insistió en la igualdad de los hombres y, necesariamente, incluyó también ese otro factor que lo hace similar al calvinismo: el sentido de la predestinación, el sentido de la fatalidad; el sentido de eso que los seguidores de John Knox siempre llamaron “los inmutables decretos de Dios”.
En la masa de sus seguidores la enseñanza de Mahoma nunca desarrolló una teología detallada. Tampoco se desarrolló en la propia mente de su creador. Mahoma se contentó con aceptar del esquema católico todo aquello que le gustó y con rechazar todo aquello que le pareció – a él y a tantos otros de su época – demasiado complicado o demasiado misterioso como para ser cierto. La nota distintiva de todo el asunto fue la simplicidad y, desde el momento en que todas las herejías toman su fuerza de alguna doctrina verdadera, el mahometanismo adquirió su fuerza de las doctrinas católicas verdaderas que retuvo: la igualdad de todos los hombres ante Dios; “todos los verdaderos creyentes son hermanos”. Predicó con celo e impulsó al máximo las reivindicaciones de justicia, tanto en lo social como en lo económico.
Ahora bien, ¿por qué esta nueva, simple y enérgica herejía tuvo ese apabullante y súbito éxito?
Una de las respuestas es que ganó batallas. Las ganó inmediatamente, como veremos cuando lleguemos a la Historia del fenómeno. Pero el ganar batallas no podría haber hecho al Islam permanente, ni siquiera fuerte,  si no hubiera existido un estado de cosas que hacía esperar un mensaje semejante facilitando su aceptación.
Tanto en el mundo del Asia Anterior como en el mundo grecorromano del Mediterráneo, pero especialmente en este último, la sociedad había caído – en forma bastante similar a nuestra sociedad actual – en un caos dónde el grueso de las personas se hallaban decepcionadas y furiosas buscando una solución a toda una serie de tensiones sociales. Por todas partes imperaba el endeudamiento, el poder del dinero y de la consiguiente usura. Había esclavitud por todas partes. La sociedad se basaba sobre ella al igual que la nuestra se basa sobre la esclavitud asalariada actual. Había cansancio y disconformidad con el debate teológico que, aún a pesar de toda su intensidad, había perdido el contacto con las masas. Sobre los hombres libres, ya torturados por el endeudamiento, presionaba una pesada carga de impuestos imperiales, a lo cual se sumaba la irritación por la existencia de un gobierno central que interfería con la vida de las personas y, además, también estaba la tiranía de los jurisconsultos y sus honorarios.
Frente a todo ello, el Islam representó un amplio alivio y una solución a las tensiones. El esclavo que admitía que Mahoma era el profeta de Dios y que la nueva enseñanza tenía, por ende, autoridad divina, cesaba de ser esclavo. El esclavo que adoptaba el Islam era libre de allí en más. El deudor que “aceptaba”, se libraba de sus deudas. La usura quedaba prohibida. El pequeño campesino no sólo se libraba de sus deudas sino también de la aplastantes carga de impuestos. Y por sobre todo, se podía acceder a la justicia sin tener que comprarla a los jurisconsultos. . . En teoría al menos. En la práctica las cosas no eran ni cercanamente tan absolutas. Más de un converso siguió siendo deudor, muchos continuaron siendo esclavos. Pero allí en donde el Islam conquistó, apareció un nuevo espíritu de libertad y de alivio.
Lo que formó la fuerza impulsora de la sorprendente victoria social mahometana fue la combinación de todos estos factores: la atractiva simplicidad de la doctrina, la eliminación de la disciplina clerical e imperial, la enorme y práctica ventaja de la libertad para el esclavo y la eliminación de la ansiedad para el deudor, la ventaja suprema de una justicia gratuita operando bajo algunas pocas y simples leyes nuevas fáciles de comprender. En todas partes las cortes fueron accesibles para cualquiera, sin pago alguno y producían veredictos que todos podían entender. El movimiento mahometano fue esencialmente una “Reforma” y podemos descubrir numerosas afinidades entre el Islam y los reformadores protestantes en cuanto a las imágenes, la Misa, el celibato, etc.
Lo maravilloso parece ser no tanto que la nueva emancipación se expandiese entre los hombres en forma muy similar a como imaginamos que el comunismo se puede extender a través de nuestro actual mundo industrial. Lo maravilloso es que aún así persistió – y persistió por generaciones – una prolongada y terca resistencia al mahometanismo.
Creo que tenemos delineada así la naturaleza del Islam y de su primera llamarada victoriosa original.
Por lo que acabamos de ver, la principal causa de la extraordinariamente rápida expansión del Islam  fue una sociedad complicada y fatigada, cargada con la institución de la esclavitud; una sociedad en la cual millones de campesinos en Egipto, Siria y el Este, aplastados por la usura y pesados impuestos, recibieron un alivio por parte del nuevo credo o más bien de la nueva herejía. Su nota distintiva fue la simplicidad y, por lo tanto, se adecuaba a la mente popular en una sociedad en la cual hasta ese momento una clase restringida se había dedicado a sus peleas teológicas y políticas.
Ése es el principal factor que explica la súbita expansión del Islam después de su primer victoria armada sobre los ejércitos y no tanto sobre los pueblos del Imperio Oriental de habla griega. Pero esto solo no explicaría otros dos triunfos igualmente sorprendentes. El primero de ellos fue la capacidad demostrada por la nueva herejía para absorber los pueblos asiáticos del Cercano Oriente, la Mesopotamia y las tierras montañosas entre ésta y la India. El segundo fue la riqueza y el esplendor del Califato (esto es: de la monarquía mahometana central) durante las generaciones inmediatamente posteriores a la primera oleada victoriosa.
El primero de estos puntos – la expansión por Mesopotamia, Persia y la zona montañosa hasta la India – no se debió, como en el caso de los súbitos éxitos en Siria y Egipto,  a la apelación a la simplicidad, a la liberación de la esclavitud y a la cancelación de deudas. Obedeció a cierto caracter histórico, subyacente en el Cercano Oriente, que siempre ha influenciado a su sociedad y continúa influenciándola hasta el día de hoy. Ese caracter es una suerte de natural uniformidad. Desde tiempos anteriores a todo registro histórico conocido, a ese caracter le es inherente una general similitud sociocultural y una especie de instinto de obediencia a una única autoridad religiosa que al mismo tiempo es también la autoridad civil. Cuando hablamos del secular conflicto entre el Asia y Occidente, por la palabra “Asia” nos referimos a toda esa población dispersa por la tierra montañosa que se extiende más allá de la Mesopotamia hacia la India; a su permanente influencia sobre las llanuras mesopotámicas mismas y a su potencial influencia incluso sobre las tierras altas y la costa marítima de Siria y Palestina.
La lucha entre el Asia y Europa oscila a lo largo de un amplio período de tiempo como una marea que sube y que baja. Durante casi mil años, desde la conquista de Alejandro hasta el advenimiento de los reformadores mahometanos (333 AC – 634 DC) la marea fluyó hacia el Este; vale decir: influencias occidentales – griegas y luego grecorromanas – inundaron la tierra en disputa. Por un corto período de alrededor de dos siglos y medio a tres siglos, hasta la Mesopotamia fue superficialmente griega – en su clase gobernante al menos. Luego de ello, el Asia comenzó a refluir hacia el Occidente. El antiguo Imperio Romano pagano y el Imperio Cristiano que lo sucedió y que estaba gobernado desde Constantinopla nunca fueron capaces de mantener permanentemente las tierras más allá del Éufrates. El nuevo empuje del Asia en dirección al Oeste fue dirigido por los persas, y los persas y los partos (que eran un sector de los persas) no sólo mantuvieron su dominio sobre la Mesopotamia sino que fueron capaces de realizar incursiones dentro del territorio romano mismo hasta el mismo final de dicho período. En los últimos escasos años antes de la aparición del mahometanismo ya habían aparecido en el Mediterráneo y habían saqueado a Jerusalén.
Ahora bien, cuando el Islam vino desde el desierto con sus primeras furiosas cargas de caballería, reforzó poderosamente esta tendencia del Asia a reafirmarse. La uniformidad de ánimo, que es la marca distintiva de la sociedad asiática, respondió inmediatamente a esta nueva idea de una muy simple y personal forma de gobierno, santificada por la religión, gobernando con un poder teóricamente absoluto desde un único centro. Bagdad, con el Califato una vez establecido en ella, volvió a ser justamente lo que Babilonia había sido: la capital central de una vasta sociedad que le marcaba el tono a todas las tierras desde las fronteras con la India hasta Egipto y más allá.
Pero aún más espectacular que la inundación de toda el Asia Anterior con el mahometanismo en una generación, fue la riqueza, el esplendor y la cultura del nuevo Imperio Islámico. En aquellos siglos (la mayor parte del VII, todo el VIII y el IX) el Islam fue la más alta civilización material de nuestro mundo occidental. La ciudad de Constantinopla también era muy rica y gozaba de una muy alta civilización que se irradiaba sobre las provincias dependientes – Grecia y el borde marítimo del Egeo y las tierras altas del Asia Menor – pero estaba focalizada en la ciudad imperial. En la mayor parte de las regiones campesinas la cultura se hallaba en declinación. Y esto era notoriamente así en el Oeste. Galia, Bretaña, en algún grado Italia y el valle del Danubio recayeron en la barbarie. Estas regiones nunca llegaron a ser completamente bárbaras, ni siquiera en el caso de Bretaña que era la más remota; pero quedaron saqueadas, empobrecidas y carentes de un gobierno apropiado. Desde el Siglo V hasta principios del XI (digamos, entre 450 y 1030) se extiende el período que llamamos “La Edad Oscura” de Europa – a pesar del experimento de Carlomagno.
Vaya lo dicho por el mundo cristiano de aquella época en contra del cual el Islam estaba comenzando a presionar en forma tan pesada. Había perdido a manos del Islam la totalidad de España y ciertas islas y costas del Mediterráneo central también. La Cristiandad estaba siendo sitiada por el Islam. El Islam nos enfrentaba no sólo con un esplendor dominante, con riquezas y con poder sino – y esto es más importante todavía – con un conocimiento superior en materia de ciencias prácticas y aplicadas.
El Islam preservó a los filósofos griegos, a los matemáticos griegos y a sus obras, a la ciencia física de los anteriores escritores griegos y romanos. El Islam estaba también por lejos más alfabetizado que la Cristiandad. En la masa de Occidente la mayoría de las personas se habían vuelto analfabetas. Incluso en Constantinopla, el leer y escribir no era algo tan común como en el mundo gobernado por el Califa.
Podríamos resumir diciendo que el contraste entre el mundo mahometano de aquellos primeros siglos y el mundo cristiano al cual amenazaba con sojuzgar era como el contraste que existe entre un Estado moderno industrializado y un Estado vecino atrasado y subdesarrollado; un contraste como, pongamos por caso, la Alemania actual y su vecino ruso.{[8]} De hecho, el contraste no fue tan grande como eso, pero el paralelo ayuda a comprenderlo. Durante los siglos por venir, el Islam continuaría siendo una amenaza, aún a pesar de que España fue reconquistada. En el Este se convirtió en más que una amenaza y se expandió continuamente durante setecientos años hasta que consiguió dominar los Balcanes, la planicie de Hungría y casi llega a ocupar a Europa Oriental misma. El Islam fue la única herejía a la que poco le faltó para destruir a la Cristiandad a través de su temprana superioridad material e intelectual.
Ahora bien ¿por qué sucedió esto? Parece inexplicable si recordamos los liderazgos personales inciertos y mezquinos, los continuos cambios en las dinastías locales, la base cambiante del esfuerzo mahometano. Ese esfuerzo comenzó con el ataque de unos muy escasos miles de jinetes del desierto, tan impulsados por su afán de saqueo como por su entusiasmo por las nuevas doctrinas. Esas doctrinas le habían sido predicadas a un cuerpo muy disperso de nómades que no podían presumir más que de muy pocos centros permanentemente habitados. Se originaron en un hombre ciertamente excepcional por la intensidad de su genio, probablemente más que medio convencido, probablemente también un poco loco, pero que nunca había demostrado tener habilidad constructora. Y sin embargo el Islam conquistó.
Mahoma fue un camellero que tuvo la buena suerte de concertar un matrimonio favorable con una mujer rica mayor que él. Desde la seguridad de esa posición, desarrolló sus visiones y sus entusiasmos, e hizo su propaganda. Pero todo ello de un modo ignorante y a muy pequeña escala. No existió una organización y, en el momento en que las primeras bandas tuvieron éxito en la batalla, los caudillos comenzaron a pelearse entre si; y no sólo a pelearse sino a asesinarse entre si. Después del asalto original, la Historia de toda la primera generación y algo más – la Historia del gobierno mahometano (en la medida en que lo fue) mientras estuvo centrado en Damasco – es una historia de intrigas y asesinatos sucesivos. Sin embargo, cuando apareció la segunda dinastía – la de los abasidas, que  gobernó al Islam durante largo tiempo con su capital más hacia el Este, en Bagdad, sobre el Éufrates, y que restauró la antigua dominación de la Mesopotamia sobre Siria, gobernando también a Egipto y a todo el mundo mahometano – surgió ese esplendor, esa ciencia, ese poder material y esa riqueza de la que he hablado y que deslumbró a todos sus contemporáneos. Con lo que debemos reiterar la pregunta: ¿por qué se produjo esto?
La respuesta está en la misma naturaleza de la conquista mahometana. Esa conquista no destruyó, como con tanta frecuencia se repite, de inmediato todo lo que encontró en su camino; no exterminó a todos los que no querían aceptar el Islam. Hizo justamente lo contrario. De entre todos los poderes que gobernaron aquellas regiones a lo largo de la Historia se destacó por lo que equivocadamente se ha dado en llamar su “tolerancia”. El ánimo mahometano no fue tolerante. Por el contrario, fue fanático y sangriento. No sintió respeto, ni siquiera curiosidad, por aquellos de quienes se diferenciaba. Estuvo absurdamente pagado de si mismo, considerando con desprecio a la alta cultura cristiana que lo rodeaba. La sigue considerando así hasta el día de hoy.
Pero los conquistadores, y aquellos a quienes convertían y reclutaban de entre las poblaciones nativas, seguían siendo demasiado pocos para gobernar por la fuerza. Y (más importante aún) no tenían ni idea de organización. Siempre habían sido negligentes y oportunistas. Por consiguiente, una mayoría muy amplia de los conquistados siguió con sus viejos hábitos de vida y de religión.
Lentamente la influencia del Islam se extendió entre ellos también, pero durante los primeros siglos la gran mayoría de Siria y hasta de la Mesopotamia y Egipto, siguió siendo cristiana manteniendo la Misa cristiana, los Evangelios cristianos y toda la tradición cristiana. Fueron ellos los que preservaron la civilización grecorromana de la cual descendían y fue esa civilización, sobreviviendo bajo la superficie del gobierno mahometano, la que ofreció su saber y su poder material a los amplios territorios que debemos denominar, aún en un momento tan temprano, como “el mundo mahometano” a pesar de que el grueso del mismo todavía no era mahometano en su credo.
Pero hay todavía otra causa más y que es la de mayor importancia. La causa fiscal: la apabullante riqueza del temprano califato mahometano. En todas partes la conquista mahometana alivió la suerte del mercader y el campesino, el negociador y el propietario. Una masa de usura fue barrida a un costado, al igual que el intrincado sistema impositivo que se había atascado, arruinando al contribuyente sin brindar los correspondientes beneficios al gobierno. Lo que hicieron los conquistadores árabes y sus sucesores en la Mesopotamia fue reemplazar todo ello por un sistema tributario simple y directo.
Todo lo que no era mahometano en el inmenso Imperio Mahometano – esto es: la mayoría de su población – estaba sujeto a un tributo especial; y fue este tributo el que proporcionó directamente la riqueza al poder central, al beneficio del Califa, sin las pérdidas ocasionadas por una intrincada burocracia. Ese ingreso permaneció siendo enorme durante todas las primeras generaciones. El resultado fue el que siempre sigue después de una alta concentración de riqueza en un centro de gobierno; la totalidad de la sociedad gobernada desde dicho centro reflejó la opulencia de sus dirigentes.
Aquí tenemos, pues, la explicación de ese extraño, único, fenómeno de la Historia: una revuelta contra la civilización que no destruyó la civilización; una herejía voraz que no destruyó a la religión cristiana contra la cual estaba dirigida.
El mundo del Islam se convirtió y por largo tiempo continuó siendo, el heredero de la antigua cultura grecorromana y el preservador de la misma. De allí es que, como caso único entre todas las grandes herejías, el mahometanismo no sólo sobrevivió sino que sigue siendo, después de casi catorce siglos, espiritualmente tan fuerte como siempre. Con el tiempo echó raíces y estableció una civilización propia en contra de la nuestra y rivalizando permanentemente con la nuestra.
Después de haber entendido por qué el Islam, la más formidable de las herejías, adquirió su fuerza y su sorprendente éxito, tenemos que tratar de entender por qué fue la única herejía que sobrevivió con plena potencia e incluso continúa expandiéndose (en cierto modo) hasta el día de hoy.
Este es un punto de decisiva importancia para comprender no sólo nuestra cuestión sino la Historia del mundo en general. No obstante, es un tema que, desafortunadamente, casi ni se ha discutido en el mundo moderno.
Millones de personas modernas de la civilización blanca – esto es: de la civilización de Europa y de América – lo han olvidado todo acerca del Islam. Nunca entraron en contacto con él. Dan por sentado que está decayendo y que, de todos modos, es tan sólo una religión foránea que no les tiene que importar. De hecho, es el enemigo más formidable y persistente que nuestra civilización ha tenido y puede volverse una enorme amenaza en el futuro así como lo fue en el pasado.
Al tema de su amenaza futura regresaré al final de estas páginas sobre el mahometanismo.
Todas las grandes herejías – excepto esta del mahometanismo – parecen pasar por las mismas fases.
Primero surgen con gran violencia y se ponen de moda; lo hacen insistiendo en forma exagerada sobre alguna de las grandes doctrinas católicas; y porque las grandes doctrinas católicas combinadas forman la única filosofía completa y satisfactoria conocida por la humanidad, cada doctrina está íntimamente relacionada con un atractivo especial.
Así, el arrianismo insistió en la unidad de Dios, combinada con la majestad y el poder creador de Nuestro Señor. Al mismo tiempo apeló a las mentes imperfectas porque trató de racionalizar un misterio. El calvinismo a su vez tuvo un gran éxito porque insistió en otra doctrina principal, la de la omnipotencia y omnisciencia de Dios. Sacó a todo el resto fuera de proporción y se equivocó violentamente con la predestinación; pero tuvo sus momentos de triunfo cuando pareció que conquistaría a toda nuestra civilización – algo que hubiera conseguido si los franceses no lo hubieran combatido en su gran guerra religiosa conquistando sus adherentes sobre ese suelo de la Galia que siempre ha sido el campo de batalla y el banco de pruebas de las ideas europeas.
Después de esta primera fase, cuando las herejías están con su vigor inicial y se extienden como un incendio de persona a persona, sobreviene una segunda fase de declinación que dura, aparentemente (de acuerdo a alguna oscura regla) , cerca de unas cinco o seis generaciones: digamos un par de siglos o poco más. Los adherentes a la herejía se vuelven menos numerosos y menos convencidos hasta que finalmente sólo una reducida cantidad puede ser llamada plena y fielmente seguidora del movimiento original.
A esto le sigue la tercera fase, cuando la herejía desaparece por completo como dogma: ya nadie cree en la doctrina, o bien queda siendo creyente solamente una fracción tan minúscula que ya no cuenta. Pero los factores sociales y morales de la herejía permanecen y pueden seguir teniendo efectos poderosos por generaciones adicionales. Lo vemos en el caso del calvinismo en la actualidad.  El calvinismo  engendró al movimiento puritano y de él surgió como consecuencia necesaria el aislamiento del alma, el retroceso de la acción social corporativa, la competencia irrestricta, la codicia y por último el establecimiento pleno de lo que llamamos “capitalismo industrial” a raíz del cual nuestra civilización se halla en peligro por el descontento de una amplia mayoría indigente frente a sus escasos amos plutocráticos. Ya no queda nadie, excepto quizás un puñado de personas en Escocia, que realmente cree en las doctrinas que Calvino enseñó; pero el espíritu del calvinismo sigue siendo muy fuerte en los países que originalmente infectara y sus frutos sociales permanecen.
Ahora bien, en el caso del Islam nada de esto sucedió, excepto la primera fase. No hubo segunda fase o gradual declinación en la cantidad y en la convicción de sus seguidores. Por el contrario, el Islam creció en fuerza adquiriendo más y más territorios, convirtiendo a más y más seguidores, hasta que se estableció como una civilización bastante separada y llegó a ser algo tan parecido a una nueva religión que la mayoría de las personas olvidó que en su origen había sido una herejía.
El Islam creció no sólo en la cantidad y en la convicción de sus seguidores, sino en territorio y en poder político y militar real hasta cerca del Siglo XVIII. Menos de 100 años antes de la guerra por la independencia norteamericana un ejército mahometano estaba amenazando con invadir y destruir  la civilización cristiana y lo hubiera conseguido si el rey católico de Polonia no hubiera destruido a ese ejército en las afueras de Viena.
Desde entonces el poder militar del mahometanismo ha declinado, pero no ha declinado en forma apreciable ni la cantidad ni la convicción de sus seguidores y, en cuanto a los territorios que anexó, a pesar de que perdió lugares en los que había gobernado sobre mayorías de súbditos cristianos, ganó nuevos adherentes – en cierta medida en Asia y mayormente en África. De hecho, en el África continúa expandiéndose entre las poblaciones negroides y dicha expansión representa un importante problema futuro para los gobiernos europeos que se han dividido el África entre ellos.
Y existe una cuestión adicional en conexión con este poder del Islam. El Islam es, aparentemente, inconvertible.
Los esfuerzos misioneros llevados a cabo por grandes Ordenes católicas que durante casi 400 años se han ocupado de tratar de convertir a los mahometanos al cristianismo han fallado por completo en todas partes. En algunas partes hemos expulsado al amo mahometano y liberado a sus súbditos cristianos del control mahometano, pero difícilmente hemos logrado efecto alguno en materia de convertir a mahometanos individuales, excepto quizás una pequeña cantidad en el Sur de España hace 500 años atrás; y aún ello fue más bien un ejemplo de cambio político que de cambio religioso.
Ahora bien, ¿cómo se explica todo esto? ¿Por qué, de entre todas las herejías, sólo el Islam ha de exhibir esta continua vitalidad?
Quienes simpatizan con el mahometanismo, y más aún aquellos que son realmente mahometanos, lo explican proclamando que es la mejor y más humana de las religiones, la mejor adaptada a la humanidad y la más atractiva.
Por extraño que parezca, existe cierta cantidad de personas altamente educadas, caballeros europeos, que de hecho se han unido al Islam; esto es: que se han convertido personalmente al mahometanismo. Yo mismo he conocido y he hablado con algo así como media docena de ellos en varias partes del mundo y existe una cantidad muchísimo mayor de personas similares, europeos bien instruidos, quienes habiendo perdido la fe en el catolicismo o en alguna forma de protestantismo en la que fueron educados, sienten simpatía por el esquema social mahometano a pesar de que no se unen a él ni profesan una fe en su religión. Constantemente nos encontramos con personas de esta clase entre quienes han viajado por el Este.
Estas personas dan siempre la misma respuesta: el Islam es indestructible porque está fundado sobre la simplicidad y la justicia. Ha mantenido aquellas doctrinas cristianas que son evidentemente verdaderas y que apelan al sentido común de millones de seres y se ha desembarazado de la clerecía, los misterios, los sacramentos y todo el resto. Proclama y practica la igualdad humana. Ama la justicia y prohíbe la usura. Produce una sociedad en la cual las personas son más felices y perciben su propia dignidad más que en cualquier otra. Ésa es su fuerza y esto es por qué sigue convirtiendo personas, perdura, y quizás volverá a tener poder en un futuro cercano.
Ahora bien, no creo que esa explicación sea la verdadera. Toda herejía habla en esos términos. Toda herejía dirá que ha purificado la corrupción de las doctrinas cristianas y que, en general, no ha hecho más que bien a la humanidad satisfaciendo el alma humana y así sucesivamente. Y sin embargo, todas excepto el mahometanismo se han desvanecido. ¿Por qué?
A fin de hallar la respuesta al problema tenemos que subrayar en qué difiere la trayectoria del Islam de todas las demás grandes herejías y cuando hayamos destacado eso creo que tendremos la clave de la verdad.
El Islam se ha diferenciado de todas las demás herejías en dos cuestiones principales que deben ser cuidadosamente tenidas en cuenta:
1)- No surgió dentro de la Iglesia, esto es, dentro de las fronteras de nuestra civilización. Su heresiarca no fue un hombre originalmente católico que condujo hacia otro lado a sus seguidores católicos mediante su novedosa doctrina como lo hicieron Arrio y Calvino. Fue un marginal nacido pagano, que vivió entre paganos y nunca se bautizó. Adoptó doctrinas cristianas y las seleccionó de un modo auténticamente herético. Dejó caer aquellas que no le convenían e insistió en las otras que sí le interesaban – lo que constituye la característica del heresiarca – pero no lo hizo desde adentro; su acción fue externa.
Aquellos primeros feroces ejércitos de nómadas árabes que obtuvieron asombrosas victorias en Siria y Egipto sobre el mundo católico de principios del Siglo VII estaban constituidos por hombres que habían sido paganos en su totalidad antes de volverse mahometanos. No hubo entre ellos ningún catolicismo previo al cual pudiesen retornar.
2)- Este cuerpo islámico, que atacó a la Cristiandad desde más allá de sus fronteras y no desde adentro de ellas, continuó engrosándose constantemente con elementos combativos del tipo más fuerte, reclutados de la oscuridad exterior pagana.
Este reclutamiento se produjo por oleadas, incesantemente, a través de siglos y hasta el fin de la Edad Media. Fue principalmente un reclutamiento de mongoles del Asia (aunque una parte del mismo fue de bereberes del Norte de África) y constituyó un incesante, recurrente, impacto de nuevos adherentes – conquistadores y guerreros al igual que lo habían sido los árabes originales – que le dieron al Islam su formidable resistencia y continuidad en el poder.
No mucho tiempo después de la primera conquista de Siria y Egipto pareció que la entusiasta nueva herejía fallaría a pesar de su deslumbrante y súbito triunfo. La continuidad de su dirigencia se interrumpió. Lo mismo le sucedió a la unidad política de todo el esquema. La capital original del movimiento era Damasco y al principio el mahometanismo era un fenómeno sirio (y, por extensión, egipcio); pero después de un corto tiempo el quiebre se hizo evidente. Comenzó a gobernar una nueva dinastía desde la Mesopotamia y ya no más de Siria. Los distritos occidentales, esto es: el Norte de África y España (después de la conquista de España) formaron un gobierno político aparte bajo una soberanía diferente. Pero los califas de Bagdad comenzaron a apoyarse en una guardia personal de guerreros mercenarios mongoles provenientes de las estepas del Asia.
Los mongoles nómades (quienes, después del Siglo V vinieron en reiteradas oleadas al asalto de nuestra civilización) tuvieron como característica la de ser guerreros indomables y, al mismo tiempo, casi puramente destructivos. Masacraron a millones; quemaron y destruyeron; convirtieron distritos fértiles en desiertos. Parecían incapaces de un esfuerzo creativo.
En el Occidente Cristiano, hubo dos ocasiones en las que apenas si escapamos de una destrucción final a manos de ellos. La primera vez fue cuando derrotamos al gran ejército asiático de Atila cerca de Chalons en Francia, a mediados del Siglo V (y no antes de que cometiera enormes devastaciones y dejara ruinas detrás suyo por todas partes). La segunda vez fue en el Siglo XIII, 800 años más tarde, cuando el avance del poder mongol asiático fue detenido, no por nuestros ejércitos sino por la muerte del hombre que lo había concentrado en su mano. Pero el avance no se detuvo antes de haber alcanzado el Norte de Italia y en vías de aproximarse a Venecia.
Fue el reclutamiento de guardias de corps mongoles de esta clase en sucesivos contingentes lo que mantuvo al Islam en marcha y evitó que sufriera el destino que todas las otras herejías habían sufrido. Mantuvo al Islam golpeando como un ariete desde fuera de las fronteras de Europa, produciendo brechas en nuestras defensas y penetrando más y más en lo que habían sido territorios cristianos.
Los invasores mongoles aceptaron el Islam de buena gana; los hombres que sirvieron como soldados mercenarios y constituyeron el poder real de los Califas estaban bastante dispuestos a adecuarse a los simples requerimientos del mahometanismo. No poseían una religión propia lo suficientemente fuerte como para contrarrestar los efectos de aquellas doctrinas del Islam las cuales, aún mutiladas como lo estaban, eran doctrinas cristianas en lo esencial que afirmaban la unidad y la majestad de Dios, la inmortalidad del alma y todo lo demás. Los mercenarios mongoles se sintieron atraídos por estas doctrinas principales y las adoptaron con facilidad. Se volvieron buenos musulmanes y, como soldados que sostenían a los Califas, se hicieron así propagadores y sustentadores del Islam.
Cuando en el corazón de la Edad Media pareció otra vez que el Islam había fracasado, entró en escena un nuevo contingente de soldados mongoles, “turcos” de nombre, y salvó nuevamente el destino del mahometanismo, aún cuando el proceso comenzó con la más abominable destrucción de esa civilización que el mahometanismo había preservado hasta entonces. Por eso es que, a lo largo del conflicto de las Cruzadas, los cristianos consideraron al enemigo como “el turco” – un nombre genérico aplicado a muchas de estas tribus nómades. Los predicadores cristianos de las Cruzadas, al igual que los jefes militares de los soldados y los cruzados en sus canciones, mencionan “al turco” como el enemigo con mucha mayor frecuencia que al mahometanismo en general.
A pesar de la ventaja de estar alimentada por un reclutamiento constante, la presión del mahometanismo sobre la Cristiandad podría haber fallado después de todo si hubiera tenido éxito un esfuerzo supremo realizado para aliviar esa presión sobre el Occidente Cristiano. Ese esfuerzo supremo fue hecho en medio de todo el proceso (entre el 1095 y el 1200) y la Historia lo conoce como “Las Cruzadas”. La Cristiandad católica consiguió reconquistar España; casi consigue empujar al mahometanismo fuera de Siria y salvar a la civilización cristiana del Asia aislando al mahometano asiático del africano. Si lo hubiera conseguido del todo, quizás el mahometanismo hubiese muerto.
Pero las Cruzadas fracasaron. Su fracaso es la mayor tragedia en la Historia de nuestra lucha contra el Islam, esto es: en la lucha contra el Asia y el Este.
Por lo que, en lo que sigue, describiré qué fueron las Cruzadas y por qué y cómo fracasaron.
El éxito del mahometanismo no se debió a que ofreció algo más satisfactorio en materia de filosofía o de moral sino, como ya he señalado, a la oportunidad que brindó para la libertad del esclavo y el deudor, a su extrema simpleza que agradó a las masas poco inteligentes, perplejas por los misterios que eran inseparables de la profunda vida intelectual del catolicismo y de su radical doctrina de la Encarnación. Pero se estaba expandiendo y pareció que se dirigía a obtener una victoria universal, como sucede al comienzo con todas las herejías, porque era la tendencia de moda; la tendencia que conquistaba.
Ahora bien, cuando las grandes herejías adquieren el impulso de ser la tendencia de moda, en la mente cristiana y católica surge una reacción que gradualmente empuja la corriente hacia atrás, se libera de la toxina y restablece la civilización cristiana. Estas reacciones, insisto, comienzan de un modo confuso. Es la persona común la que de pronto se siente incómoda y se dice a si mismo: “es posible que ésta sea la tendencia del momento, pero no me gusta”. Es la masa de los cristianos la que siente en sus huesos que algo está mal, aún cuando exista la dificultad de explicarlo. La reacción, por lo general, es lenta y compleja, y por un largo tiempo infructuosa. Pero en el largo plazo siempre ha terminado triunfando en el caso de las herejías internas; de un modo semejante a como la salud innata del cuerpo humano se libera de alguna infección interna.
Una herejía, cuando posee la plenitud de su poder original, infecta hasta al pensamiento católico. Así, el arrianismo produjo una masa de semi-arrianismos que recorrieron la Cristiandad. La aversión maniquea por el cuerpo y la falsa doctrina de que la materia es mala afectaron hasta a los más grandes católicos de su época. Hay una pizca de ello en los escritos del gran San Gregorio.  Del mismo modo, el mahometanismo tuvo su influencia sobre los Emperadores cristianos de Bizancio y sobre Carlomagno, el Emperador de Occidente. Por ejemplo, se produjo un fuerte movimiento contra el empleo de las imágenes que son tan esenciales al culto católico. El intento de prescindir de las imágenes en las iglesias casi tuvo éxito aún en las partes de Occidente en dónde el mahometanismo nunca había llegado.
Pero, mientras el mahometanismo se expandía absorbiendo una población cada vez mayor en su seno y ocupando cada vez más territorio, comenzó a gestarse una reacción entre los súbditos cristianos del Este y del Norte de África. El Islam gradualmente absorbió al África del Norte y cruzó hacia España. Menos de un siglo después de aquellas primeras victorias en Siria hasta llegó con su empuje más allá de los Pirineos, directamente hacia Francia. Por suerte fue derrotado a medio camino entre Tours y Poitiers, en el centro-norte del país. Hay quien opina que, si los líderes cristianos no hubieran ganado esa batalla, la totalidad de la Cristiandad hubiera quedado empantanada en el mahometanismo. De todos modos, desde ese momento en adelante, no siguió avanzando por el Oeste. Se lo hizo retroceder hasta los Pirineos y, muy lentamente por cierto, a lo largo de un período de 300 años, fue empujado cada vez más al Sur, hacia el centro de España siendo que el Norte de ese país quedó liberado de la influencia mahometana. En el Este, sin embargo y como veremos, continuó siendo una amenaza abrumadora.
El éxito de los guerreros cristianos en hacer retroceder al mahometano de Francia y hasta la mitad de España produjo una especie de despertar en Europa. Era más que tiempo. En Occidente habíamos sido sitiados de tres maneras: asiáticos paganos nos habían entrado en el mismo corazón de las Germanias; piratas paganos de la clase más cruel y atroz se habían diseminado por los Mares del Norte y casi habían conseguido aniquilar la civilización cristiana en Inglaterra hiriéndola también en el Norte de Francia; y encima de todo eso estaba la presión del mahometanismo proveniente del Sur y del Sudeste – una presión mucho más civilizada que la de los asiáticos y la de los piratas escandinavos, pero amenaza al fin, bajo la cual nuestra civilización llegó a quedar cerca de desaparecer.
Es por demás interesante tomar un mapa de Europa y marcar sobre él los límites alcanzados por los enemigos de la Cristiandad en el peor momento de estas luchas por la existencia. Las avanzadas del peor ataque asiático llegaron tan lejos como Tournus sobre el Sena, que queda en el centro mismo de lo que es Francia en la actualidad. El mahometano llegó, como hemos visto, también hasta la mitad misma de Francia, en algún lugar entre Tournus y Poitiers. Los terribles piratas escandinavos asolaron Irlanda, toda Inglaterra, y subieron por todos los ríos del Norte de Francia y Alemania. Llegaron tan lejos como Colonia, pusieron sitio a Paris y casi llegan a tomar Hamburgo. En la actualidad las personas olvidan lo dudosa que era en absoluto la supervivencia de la civilización católica hacia la culminación de la Edad Oscura, entre mediados del Siglo VIII y fines del IX. La mitad de las islas del Mediterráneo y todo el Este había caído ante el mahometano que estaba peleando por hacerse del Asia Menor mientras el Norte y centro de Europa se hallaban perpetuamente bajo el asalto de los asiáticos y de los paganos del Norte.
Y en ese momento se produjo la reacción y el despertar de Europa.
El proceso comenzó con los caballeros que comenzaron a filtrarse de la Galia hacia España y con los caballeros españoles nativos que forzaron la retirada de los mahometanos. Los piratas escandinavos y los saqueadores del Asia habían sido derrotados dos generaciones antes. Las peregrinaciones a Jerusalén, largas, costosas y peligrosas, pero continuas a través de la Edad Oscura, estaban ahora especialmente amenazadas por una nueva oleada de soldados mongoles mahometanos estableciéndose por el Este, especialmente en Palestina, y surgió el clamor de que se rescataran de las manos usurpadoras del Islam los Lugares Sagrados, la Cruz Verdadera (que estaba preservada en Jerusalén), las comunidades cristianas sobrevivientes en Siria y Palestina y, por sobre todo, el Santo Sepulcro – el lugar de la Resurrección y la meta principal de las peregrinaciones. Hombres desbordantes de entusiasmo predicaron el deber de marchar al Este para rescatar a la Tierra Santa. El papa reinante, Urbano, se puso en persona al frente del movimiento en un famoso sermón pronunciado en Francia a grandes multitudes que gritaron: “Dios lo quiere”. Cuerpos irregulares comenzaron a desplazarse hacia el Oriente con el fin de expulsar al Islam de la Tierra Santa y, llegado el momento, las levas regulares de los grandes príncipes cristianos prepararon un esfuerzo organizado en gran escala. Quienes hicieron votos de persistir en el esfuerzo se pusieron la insignia de la cruz sobre sus ropas y merced a ello la lucha terminó siendo conocida como las Cruzadas.
La Primera Cruzada se lanzó en tres grandes contingentes de milicias cristianas más o menos organizadas que marcharon de Europa Occidental hacia la Tierra Santa. Y digo “más o menos organizadas” porque el ejército feudal nunca estuvo altamente organizado. Se hallaba dividido en unidades de muy diferentes tamaños, cada una de ellas siguiendo a un señor feudal, aunque obviamente poseía la organización suficiente como para llevar a cabo la empresa militar ya que una mera horda de personas jamás podría hacerlo. A fin de no agotar las provisiones de los países a través de los cuales tenían que marchar, los líderes cristianos se desplazaron en tres cuerpos: uno desde el Norte de Francia, bajando por el valle del Danubio; otro desde el Sur de Francia, pasando a través de Italia; y un tercero de franceses que habían adquirido hacía poco el dominio del Sur de Italia y que cruzaron el Adriático directamente en dirección a Constantinopla a través de los Balcanes. Todos confluyeron en Constantinopla y, para el momento en que llegaron allí, a pesar de las pérdidas sufridas a lo largo de la marcha, todavía pueden haber sido algo así como un cuarto de millón de personas, quizás más. Las cantidades nunca se supieron ni se contabilizaron con precisión.
El Emperador en Constantinopla todavía era libre y se hallaba al frente de su gran capital cristiana, pero se encontraba peligrosamente amenazado por los combativos turcos mahometanos ubicados en el Asia Menor, justo cruzando las aguas, y cuyo objetivo era precisamente el de tomar Constantinopla y así continuar presionando hasta lograr la caída de la Cristiandad. La gran masa de los Cruzados consiguió de inmediato aliviar esta presión sobre Constantinopla. Venció a los turcos en la batalla de Dorilea y siguió empujando con grandes dificultades y bajas humanas hasta que llegó a la esquina en dónde Siria se junta con el Asia Menor en el Golfo de Alejandreta. Allí, uno de los líderes Cruzados se procuró un reino haciendo de la ciudad de Edessa su capital a fin de servir de bastión contra la presión mahometana proveniente del Este. El remanente de las ya menguantes fuerzas cristianas puso sitio y, con grandes dificultades, tomó Antioquía, una ciudad que los mahometanos habían conquistado unos años antes. Allí otro líder cruzado se hizo señor feudal y se produjo una larga demora y un feo conflicto entre los Cruzados y el Emperador en Constantinopla quien, naturalmente, pretendía que se le devolvieran las que habían sido partes de sus dominios antes de la expansión del mahometanismo mientras que los Cruzados decidieron quedarse con lo que habían conquistado para hacerse de los beneficios y los ingresos que cada uno podía obtener.
Finalmente, salieron de Antioquía al comienzo de la temporada de campaña del tercer año después de la partida original, en el último año del Siglo XI, en 1099. En su marcha tomaron todas las ciudades a lo largo de la costa y cuando llegaron a la altura de Jerusalén se lanzaron tierra adentro, tomaron la ciudad por asalto el 15 de Julio de ese año, dieron muerte a toda la guarnición mahometana y se establecieron firmemente dentro de los muros de la Ciudad Sagrada. Después de ello, organizaron su conquista según el modelo de un reino feudal designando a uno de ellos como el rey titular del nuevo Reinado de Jerusalén. Para tal cargo eligieron a un gran noble del país donde se juntan las razas teutónicas y gálicas al Noreste de Francia, a un poderoso Señor de la Marcha:  Godofredo de Bouillon. Debajo de él, como subordinados nominales, se alinearon los grandes señores feudales que se adueñaron de los distritos ubicados de Edessa hacia el Sur y que se establecieron construyéndose grandes castillos de piedra que aún subsisten y constituyen una de las ruinas más notables del mundo.
Para el momento en que los Cruzados alcanzaron sus objetivos y dominaron los Lugares Sagrados su número se había reducido a una muy pequeña cantidad de hombres. Es probable que los combatientes reales – a diferencia de sirvientes, seguidores y el resto – presentes en el sitio a Jerusalén no sobrepasaran por mucho la cantidad de 15.000 efectivos. Y todo dependió de esa fuerza. Siria no había sido completamente recuperada ni los mahometanos definitivamente rechazados; la costa marítima se sostenía gracias a una población aún mayoritariamente cristiana, pero el llano, la costa y Palestina hasta el Jordán constituyen tan sólo una delgada franja detrás de la cual y paralelamente con ella existe una cadena montañosa la cual, en la mitad del país, forma las grandes montañas del Líbano y del Anti-Líbano. Y más allá de ellas el país se convierte otra vez en un desierto sobre cuyo borde hay una cadena de poblados que constituyen algo así como los puertos del desierto; esto es: los puntos adonde arriban las caravanas.
Estos “puertos del desierto” siempre tuvieron una gran importancia en virtud del comercio y sus nombres nos vienen de mucho antes de los comienzos de la Historia registrada. Una cadena de poblados así dispuesta se extendía a lo largo del borde del desierto comenzando en Aleppo en el Norte y llegando hasta Petra, al Sur del Mar Muerto. Estaban unidos por la gran ruta de caravanas que llega hasta Arabia del Norte y eran todos predominantemente mahometanos por la época del esfuerzo cruzado. La ciudad central y la más rica de la cadena, la gran marca urbana de Siria, es Damasco. Si los primeros Cruzados hubieran tenido suficientes hombres como para tomar Damasco, su esfuerzo hubiera sido permanentemente exitoso. Pero sus fuerzas no alcanzaron para ello; apenas si pudieron mantener la costa marítima de Palestina hasta el Jordán – y aún así lo consiguieron con la ayuda de inmensas fortificaciones.
Existía una buena cantidad de comercio con Europa, pero no un suficiente reclutamiento de fuerzas, y la consecuencia fue que el vasto mar mahometano que rodeaba a las posiciones de los Cruzados comenzó a infiltrarse y a debilitar las posiciones cristianas. El primer signo de lo que sobrevendría se produjo menos de medio siglo después de la primera conquista de Jerusalén con la caída de Edessa (la capital de la región Noreste de la federación cruzada, el Estado más expuesto a un ataque).
Fue el primer revés serio y produjo una gran excitación en el Oeste cristiano. Los reyes de Francia e Inglaterra partieron con grandes ejércitos para restaurar la posición cristiana, y esta vez fueron en pos de la clave estratégica de todo el país: Damasco. Pero fracasaron en tomarla y, cuando los hombres navegaron de regreso, la posición de los Cruzados en Siria era tan peligrosa como lo había sido antes. Tenían la garantía de otra concesión de precaria seguridad mientras el mundo mahometano permaneciese dividido en dos cuerpos rivales, pero era evidente que, si surgía un líder capaz de unificar el poder mahometano en sus manos, las pequeñas guarniciones cristianas estaban perdidas.
Y eso fue exactamente lo que pasó. Salah-ed-Din, a quien conocemos como Saladino – un militar de genio, hijo del gobernador de Damasco – se hizo gradualmente de todo el poder mahometano en el Cercano Oriente. Se convirtió en el soberano de Egipto y de todas las poblaciones a la vera del desierto, y cuando marchó al ataque con sus fuerzas unificadas, el cuerpo remanente de los cristianos de Siria ya no tuvo ninguna posibilidad de éxito. Con todo, se reunieron en buen orden retirando a todo hombre disponible de las guarniciones estacionadas en los castillos y formaron una fuerza móvil que intentó aliviar el sitio al castillo de Tiberíades, sobre el Mar de Galilea. El ejército cristiano se hallaba acercándose a Tiberíades habiendo llegado a la ladera montañosa de Hattin – aproximadamente a un día de marcha del objetivo – cuando fue atacado y destruido por Saladino.
Al desastre que ocurrió en el verano de 1187 le siguió el colapso de casi toda la colonia militar en Siria y la Tierra Santa. Saladino conquistó población tras población, excepto uno o dos puntos sobre la costa del mar que seguirían en manos cristianas por más de una generación. Pero el Reino de Jerusalén, el reinado feudal cristiano que había recuperado y mantenido los Lugares Sagrados, se perdió. Todos los grandes líderes, el Rey de Inglaterra, Ricardo Plantageneta, el Rey de Francia y el Emperador, comandando conjuntamente un gran ejército de primer nivel – mayormente germano en su reclutamiento – partieron para recuperar lo perdido. Pero fracasaron. Consiguieron tomar uno o dos puntos más sobre la costa, pero nunca recuperaron a Jerusalén y nunca restablecieron el anterior reino cristiano.
De este modo terminó una serie de tres inmensos duelos entre la Cristiandad y el Islam. El Islam había vencido.
Si la fuerza remanente de los Cruzados después de la primera expedición hubiese sido un poco más numerosa, si hubiesen tomado Damasco y la cadena de poblados a la vera del desierto, toda la Historia del mundo hubiera sido diferente. El mundo del Islam hubiera quedado cortado en dos, con el Este incapacitado para unirse con el Oeste. Probablemente nosotros, los europeos, hubiéramos reconquistado el Norte de África y a Egipto – sin duda hubiéramos salvado a Constantinopla – y el mahometanismo hubiera sobrevivido como una religión oriental rechazada más allá de las antiguas fronteras del Imperio Romano. Tal como sucedieron las cosas, el mahometanismo no sólo sobrevivió sino que se hizo más fuerte. Por cierto que lentamente fue expulsado de España y de las islas orientales del Mediterráneo, pero mantuvo su control sobre todo el Norte de África, Siria, Palestina, Asia Menor y de allí siguió avanzando para conquistar los Balcanes y Grecia, invadió Hungría y en dos oportunidades amenazó con arrollar Alemania y llegar otra vez a Francia, esta vez desde el Este, para terminar con nuestra civilización. Una de las razones por las cuales ocurrió el quiebre de la Cristiandad y la Reforma fue el hecho de que la presión mahometana contra el Emperador alemán le dio a los príncipes y a las ciudades alemanas la oportunidad de rebelarse y comenzar a establecer iglesias protestantes en sus dominios.
De una forma u otra, hubo muchas otras expediciones subsiguientes contra el Turco que también se denominaron como Cruzadas y la idea subsistió hasta el mismo fin de la Edad Media. Pero no se produjo la recuperación de Siria ni el repliegue de los musulmanes.
Entretanto, la primera Cruzada había traído tantas experiencias nuevas a Europa Occidental que la cultura se desarrolló muy rápidamente y produjo la magnífica arquitectura, la elevada filosofía y la estructura social de la Edad Media. Ése fue el beneficio real de las Cruzadas. Fracasaron en el campo de batalla pero forjaron a la Europa moderna. Sin embargo, lo hicieron a costa de la vieja idea de la unidad cristiana. Con una civilización material en aumento, comenzaron a formarse las modernas naciones. La Cristiandad todavía se mantuvo unida, pero los lazos se aflojaron. Al final vino la tormenta de la Reforma; la Cristiandad se partió, las diferentes naciones y sus príncipes alegaron ser independientes de todo control común como el que había asegurado la posición moral del papado, y nos deslizamos por ese tobogán que al final terminó en la matanza indiscriminada de la guerra moderna que puede llegar a ser la ruina de toda nuestra civilización. Napoleón Bonaparte lo formuló muy bien: “Toda guerra en Europa es, en realidad, una guerra civil.”Eso es algo profundamente cierto. Por su naturaleza, la Europa Cristiana es y debería ser indivisa; pero ha olvidado su naturaleza al olvidarse de su religión.
La penúltima cuestión en nuestra apreciación del gran ataque mahometano a la Iglesia Católica y a la civilización que ésta había creado, se refiere al repentino esfuerzo final y a la subsiguiente rápida declinación del poder político mahometano justo después de haber llegado a su culminación. En relación con lo tratado y que expondré después, la última es la muy importante y casi desestimada cuestión de la posibilidad del resurgimiento del poder mahometano en el mundo moderno.
Si recapitulamos los destinos del Islam después de su éxito en rechazar a los Cruzados, restaurar su dominio sobre el Este y confirmar su creciente control sobre la mitad de lo que alguna vez había sido una Cristiandad grecorromana unida, veremos que el Islam comenzó a transitar por dos destinos completamente diferentes y hasta contradictorios: mientras perdía gradualmente su control sobre Europa Occidental lo fue aumentando sobre Europa Sudoriental.
Ya antes de que se lanzaran las Cruzadas había sido rechazado hasta mitad de camino entre los Pirineos y el Estrecho de Gibraltar y en los siguientes cuatro a cinco siglos quedó condenado a perder cada centímetro del territorio que había gobernado en la Península Ibérica, en lo que hoy es España y Portugal.
Europa Occidental continental (y hasta las islas que le pertenecen) fueron liberadas de la influencia mahometana durante los últimos siglos de la Edad Media, es decir: entre el Siglo XII y XV.
Y esto ocurrió porque los mahometanos de Occidente, esto es: de aquello que entonces se llamaba “Barbaria” y que ahora es el África francesa e italiana,quedaron políticamente separados de la gran mayoría del mundo mahometano que se hallaba en el Este.
Entre Egipto y los Estados barbarios (en lo que hoy llamamos Túnez, Argelia y Marruecos) , el desierto presentaba una barrera difícil de cruzar. El Oeste era menos árido entonces de lo que es hoy, con los italianos tratando de revivir su prosperidad. Pero las amplias franjas de arena y grava, con muy poca agua, siempre hicieron de esta barrera entre Egipto y Occidente una disuasión y un obstáculo. Con todo, aún más importante que esta barrera fue la disociación gradual entre los mahometanos occidentales del Norte de África y la masa mahometana del Este. Por cierto que la religión permaneció siendo la misma, al igual que los hábitos sociales y todo lo demás. El mahometanismo del Norte de África siguió perteneciendo al mismo mundo unificado que el mahometanismo de Siria, Asia y Egipto del mismo modo en que, durante mucho tiempo, la civilización cristiana en el Oeste de Europa siguió manteniéndose unida con el mundo de Europa Central y hasta de Europa Oriental. Pero la distancia y el hecho de que los mahometanos orientales nunca acudieron en su ayuda, hizo que los mahometanos occidentales del Norte de África y de España se percibiesen como algo aparte, políticamente separado de sus hermanos orientales.
A ello debemos agregarle el factor de la distancia y sus efectos sobre el poderío marítimo de aquellos días y en aquellas aguas. El Mediterráneo tiene mucho más de 2.000 millas de largo; el único período del año en que cualquier combate efectivo podía tener lugar sobre sus aguas bajo condiciones medievales era a fines de primavera, el verano y principios de otoño, y precisamente durante esos cinco meses del año, los únicos en que las personas podían usar el Mediterráneo para las grandes expediciones, las operaciones militares ofensivas se hallaban trabadas por grandes calmas. Es cierto que éstas eran contrarrestadas por galeras de muchos remos a fin de hacer depender las flotas del viento lo menos posible, pero aún así las distancias de esa clase hicieron difícil la unidad de acción.
En consecuencia, los mahometanos del Norte de África, al no estar apoyados marítimamente por la riqueza y por el número de sus hermanos de los puertos de Asia Menor, de Siria y de la desembocadura del Nilo, perdieron gradualmente el control de las comunicaciones marítimas. Perdieron por lo tanto las islas occidentales, Sicilia, Córcega y Cerdeña, las Baleares y hasta Malta justo en el mismo momento en que capturaban triunfantes las islas orientales en el Mar Egeo. El único poder marítimo que les quedó a los mahometanos en Occidente fue la activa piratería de los marinos argelinos operando desde las lagunas de Túnez y la medianamente protegida bahía de Argelia. (La palabra “Argelia” viene de la palabra árabe que significa “islas”. No hubo allí un puerto propiamente dicho antes de la conquista francesa de hace cien años atrás sino lugares de anclaje parcialmente protegidos por una serie de rocas e islotes). Estos piratas continuaron siendo una amenaza incluso hasta el Siglo XVII. Es interesante mencionar que el llamado a oración mahometano fue escuchado en las costas de Irlanda del Sur en vida de Oliver Cromwell ya que los piratas argelinos corretearon por todos lados, no sólo en el Mediterráneo occidental sino a lo largo de las costas del Atlántico, desde el Estrecho de Gibraltar hasta el Canal de la Mancha. Ya no tenían la capacidad de conquistar, pero podían saquear y tomar prisioneros para exigir su rescate.
Mientras del lado occidental de Europa los mahometanos estaban siendo rechazados hacia el África, exactamente lo opuesto estaba sucediendo del lado oriental. Después del fracaso de las Cruzadas, los mahometanos se fortificaron en el Asia Menor y comenzaron aquél largo martilleo sobre Constantinopla que al final tuvo éxito.
Constantinopla fue, por lejos, la capital más rica y más grande del Mundo Antiguo; era el antiguo centro de la civilización griega y romana y aún después de haber perdido todo poder directo sobre Italia y aún más sobre Francia, continuó siendo admirada como el grandioso monumento del pasado romano. El Emperador de Constantinopla era el descendiente directo de los Césares. Desde el punto de vista militar, esta poderosa ciudad, sostenida por grandes masas de impuestos y por un ejército fuertemente estructurado y disciplinado, constituía el bastión de la Cristiandad. Mientras Constantinopla se mantuvo como ciudad cristiana, mientras la misa se continuó celebrando en Santa Sofía, las puertas de Europa permanecieron cerradas para el Islam. Constantinopla cayó en vida de la misma generación que asistió a la expulsión del último gobierno mahometano del Sur de España. Los hombres que en su madurez marcharon y tomaron Granada con los ejércitos victoriosos de Isabel la Católica podían recordar cómo, en su temprana niñez, habían escuchado la terrible noticia de que Constantinopla misma había caído en manos de los enemigos de la Iglesia.
La caída de Constantinopla al final de la Edad Media (1453) fue tan sólo el comienzo de otros avances mahometanos. El Islam barrió los Balcanes; tomó posesión de todas las islas orientales del Mediterráneo, Creta, Rodas y las demás; ocupó Grecia por completo; comenzó a presionar subiendo por el valle del Danubio hacia el Norte, hacia las grandes llanuras; destruyó al antiguo Reino de Hungría en la fatal batalla de Mohacs y por último, durante el primer tercio del Siglo XVI, justo en el momento en que se desató la tormenta de la Reforma, el Islam amenazó a Europa de un modo directo llevando su presión al corazón del Imperio, en Viena.
 Por lo general no se aprecia la medida en que el éxito de la revolución religiosa de Lutero contra el catolicismo en Alemania obedeció a la forma en que la presión mahometana del Este se hallaba paralizando la autoridad central de los Emperadores germánicos. Estos Emperadores tuvieron que llegar a un compromiso con los líderes de la revolución religiosa tratando de construir a fuerza de remiendos una paz precaria entre las posturas irreconciliables de la autoridad católica y la teoría religiosa protestante, y todo ello a fin de poder enfrentar al enemigo que se encontraba ante sus puertas después de ocupar Hungría y se hallaba en posición de invadir toda la Alemania del Sur llegando posiblemente al Rin. Si el Islam hubiese logrado eso durante el caos del violento disenso civil que se produjo entre los germanos a raíz del lanzamiento de la Reforma, nuestra civilización hubiera sido destruida con la misma seguridad con que lo hubiera sido si ocho siglos ante la primera oleada de los mahometanos a través de España no hubiera sido controlada y rechazada en el medio de Francia.
Esta violenta presión mahometana sobre la Cristiandad que provenía del Este apostó al éxito tanto por tierra como por mar. La última gran oleada de soldados mongoles, la última gran organización turca operando ahora desde la conquistada capital de Constantinopla, se propuso cruzar el Adriático a fin de atacar a Italia por mar y, en última instancia, para recuperar todo lo que había perdido en el Mediterráneo occidental.
Hubo un momento crítico en el cual pareció que el esquema tendría éxito. Una gran armada mahometana combatió en la boca del Golfo de Corinto contra la flota cristiana en Lepanto. {[**]} Los cristianos vencieron en esa batalla naval y el Mediterráneo Occidental se salvó. Pero fue por muy poco y el nombre de Lepanto debería quedar en las mentes de todas las personas que poseen algún sentido para la Historia como uno de la media docena de grandes nombres que hay en la Historia del mundo cristiano. Ha sido un tema digno del mas fino poema épico de nuestro tiempo, “La Ballada de Lepanto”, escrita por el fallecido Gilbert Chesterton. [{[***]}
Hoy estamos acostumbrados a pensar en el mahometanismo como algo atrasado y anquilosado, al menos en todos sus aspectos materiales. No nos podemos imaginar una gran flota mahometana constituida por modernos acorazados y submarinos, o un gran ejército mahometano completamente equipado con artillería moderna, poder aéreo y todo lo demás. Pero no hace mucho, menos de cien años antes de la Declaración de Independencia,el gobierno mahometano con centro en Constantinopla tenía mejor artillería y mejor equipamiento militar de toda clase del que disponíamos nosotros en Occidente. El último esfuerzo que hicieron por destruir a la Cristiandad fue contemporáneo del fin del reinado de Carlos II de Inglaterra, de su hermano Jacobo y del usurpador Guillermo III. Ese esfuerzo fracasó durante los últimos años del Siglo XVII, hace apenas poco más de doscientos años. Viena, como vimos, casi fue tomada y solamente se salvó gracias al ejército cristiano comandado por el Rey de Polonia en una fecha que merecería figurar entre las más notables de la Historia: el 11 de Septiembre de 1683. Pero el peligro subsistió, el Islam siguió siendo inmensamente poderoso a pocos días de marcha de Austria y no fue sino hasta 1697 con la gran victoria del Príncipe Eugenio en Zenta y la captura de Belgrado que la marea realmente se revirtió – y para ése entonces ya estábamos al final del Siglo XVII.
Debería comprenderse adecuadamente que la generación de Dean Swift, la de los hombres que vieron la corte de Luis XIV a edad avanzada, los hombres que vieron cómo los hannoverianos fueron traídos por la rica clase dominante inglesa e impuestos como reyes títeres de Inglaterra, los hombres que asistieron a la aparente extinción de la libertad irlandesa después del fracaso de la campaña de James II en el Boyne y la posterior rendición de Limerick; todo ese período de una vida humana que se extendió entre el fin del Siglo XVII y el comienzo del XVIII estuvo dominado por la vívida memoria de una amenaza mahometana que casi había triunfado y que aparentemente podía repetirse en el futuro. Los europeos de aquella época pensaban en el mahometanismo de la misma manera en que nosotros pensamos en el bolcheviquismo o como las personas de raza blanca en el Asia piensan del poder japonés en la actualidad.
Lo que sucedió fue algo bastante inesperado: el poder mahometano comenzó a quebrarse por el lado material. Los mahometanos perdieron el poder de competir exitosamente con los cristianos en la fabricación de aquellos instrumentos que aseguran el dominio: los armamentos, los métodos de comunicación y todo el resto. No es sólo que no avanzaron; retrocedieron. Su artillería se hizo mucho peor que la nuestra. Mientras nuestra utilización de los mares se incrementó en gran medida, la de ellos disminuyó hasta que ya no tuvieron barcos de primer nivel con los cuales podían librar batallas navales.
El Siglo XVIII es el de la historia de cómo los mahometanos perdieron gradualmente la carrera frente a los europeos en la cuestión de las cosas materiales.
Cuando esa extensa revolución en los asuntos humanos que introdujo el invento de la maquinaria moderna comenzó en Inglaterra y se extendió lentamente a través de Europa, el mundo mahometano demostró ser incapaz de sacar ventaja de la misma. Durante las guerras napoleónicas, el Islam, aún apoyado por Inglaterra, fracasó por entero al enfrentarse con los ejércitos franceses de Egipto; su último esfuerzo terminó en una completa derrota (la batalla terrestre del Nilo).
El proceso continuó por todo el Siglo XIX. Como resultado, todo el África del Norte mahometano gradualmente pasó a quedar bajo control europeo; con Marruecos como último reducto independiente en caer. Egipto cayó bajo el control de Inglaterra. Mucho antes de eso, Grecia fue liberada, así como los Estados de los Balcanes. Hace media vida humana atrás en todas partes se daba por supuesto que los últimos restos del poder mahometano en Europa desaparecerían. Inglaterra lo auxilió y salvó a Constantinopla de ser tomada por los Rusos en 1877-78, pero el ocaso definitivo de los turcos pareció ser tan sólo una cuestión de pocos años. Todo el mundo estuvo esperando el fin del Islam, a este lado del Bósforo al menos; mientras que en Siria, Asia Menor y la Mesopotamia perdía todo su vigor político y militar. Después de la Gran Guerra (1ª Guerra Mundial N. del T.) lo que quedaba del poder mahometano, aún en el Asia Anterior, se salvó solamente por las violentas peleas que se dieron entre los Aliados.
Incluso Siria y Palestina quedaron repartidas entre Francia e Inglaterra. La Mesopotamia cayó bajo el control de Inglaterra y no quedó nada de la amenaza del poder islámico, a pesar de que continuaba atrincherado en el Asia Menor y mantenía una especie de precario dominio sólo sobre la ciudad de Constantinopla. Los mahometanos perdieron el control del Mediterráneo, perdieron todos sus territorios europeos, perdieron el control total del África. El gran duelo entre el Islam y la Cristiandad pareció, por fin, haberse decidido en nuestros propios días.
¿A qué obedeció este colapso? Nunca me han dado una respuesta a esta pregunta. No hubo una desintegración moral desde adentro; no hubo un colapso intelectual; si alguien habla hoy con un estudiante egipcio o sirio sobre cualquier tema filosófico o científico que haya estudiado, hallará que es igual a cualquier europeo. Si el Islam hoy no tiene una ciencia física aplicada a ninguno de sus problemas, en cuanto a armas y comunicaciones, es porque aparentemente ha cesado de ser parte de nuestro mundo y decididamente se ha quedado atrás respecto del mismo. De cada docena de mahometanos que viven en el mundo actual, once son en realidad súbditos de una potencia occidental (Escrito en 1936 – N. del T.). Parecería ser, repito, que el gran duelo está definido.
Pero ¿podemos estar seguros de que ha terminado así? Lo dudo muchísimo. Siempre me ha parecido posible, y hasta probable, que habría una resurrección del Islam y que nuestros hijos y nietos verán la renovación de ese tremendo conflicto entre la cultura cristiana y lo que ha sido por más de mil años su mayor oponente.
Pasaré ahora a considerar por qué esta convicción debería haber surgido en las mentes de ciertos observadores y viajeros tales como yo mismo. La pregunta de “¿No podrá el Islam resurgir?“ es, por cierto, una pregunta vital.
En cierto sentido la pregunta ya está contestada porque el Islam nunca desapareció. Sigue dominando la constante lealtad y la incuestionada adhesión de todos los millones que viven entre el Atlántico y el Indo, y aún más allá en las comunidades diseminadas por el Asia Interior. Pero la pregunta la hago en el sentido de: “¿No regresará quizás el poder temporal del Islam y con él la amenaza de un mundo mahometano armado que se sacudirá de encima la dominación de los europeos – todavía nominalmente cristianos – para reaparecer otra vez como el principal enemigo de nuestra civilización?” El futuro viene siempre como una sorpresa pero la sabiduría política consiste en tratar de lograr al menos un juicio parcial de en qué consistirá esa sorpresa. Y, por mi parte, no puedo sino creer que una de las cosas inesperadas del futuro es el regreso del Islam. Desde el momento en que la religión se halla en la raíz de todos los movimientos políticos y de todos los cambios, y desde el momento en que tenemos aquí una religión muy grande, físicamente paralizada pero intensamente activa en lo moral, estamos en presencia de un equilibrio inestable que no puede permanecer siendo inestable en forma permanente. Examinemos, pues, la posición.
A lo largo de estas páginas he señalado que la cualidad particular del mahometanismo, considerado como una herejía, es su vitalidad. Como único caso entre todas las grandes herejías, el mahometanismo echó raíces permanentes, desarrolló una vida propia, y se convirtió al final en algo semejante a una nueva religión. Tan cierto es esto que en la actualidad muy pocas personas, aún entre las más altamente instruidas en Historia, recuerdan la verdad que el mahometanismo en sus orígenes no fue una nueva religión sino una herejía.
Como todas las herejías, el mahometanismo vivió por las verdades católicas que retuvo. Su insistencia en la inmortalidad personal, en la unidad e infinita majestad de Dios, en su justicia y misericordia; su insistencia en la igualdad de las almas humanas ante la vista de su Creador – éstas son sus fortalezas.
Pero ha sobrevivido por razones distintas a ellas. Todas las otras herejías también tuvieron sus verdades así como sus falsedades y sus extravagancias, y sin embargo murieron una detrás de la otra. La Iglesia Católica las ha visto pasar y, a pesar de que sus nefastas consecuencias todavía siguen entre nosotros, las herejías mismas están muertas.
La fortaleza del calvinismo fue la verdad sobre la cual insistió: la omnipotencia de Dios, la dependencia e insuficiencia del hombre; pero su error, que fue la negación del libre albedrío, también lo mató. Las personas no pudieron aceptar una negación tan monstruosa del sentido común y de las experiencias comunes. El arrianismo vivió por la verdad que contenía, a saber: el hecho que la razón no podía conciliar directamente los aspectos contrapuestos de un gran misterio – el de la Encarnación. Pero el arrianismo murió porque a esta verdad le agregaba la falsedad de sostener que la contradicción aparente se podía resolver negando la plena divinidad de Nuestro Señor.
Y así se podría seguir con las demás herejías. Pero el mahometanismo, a pesar de contener también errores en paralelo con aquellas grandes verdades, floreció de modo continuo y como cuerpo de doctrina sigue floreciendo aún, a pesar de que han pasado mil trescientos años desde sus primeras grandes victorias en Siria. Las causas de esta vitalidad son muy difíciles de investigar y quizás no puedan ser aprehendidas. Por mi parte las adscribiría en parte a que el mahometanismo, al ser un fenómeno externo, al ser una herejía que no surgió desde dentro del cuerpo de la comunidad cristiana sino más allá de sus fronteras, siempre dispuso de una reserva de seres humanos, advenedizos, infiltrándose en él para renovar sus energías. Pero esa no puede ser una explicación exhaustiva. Quizás el mahometanismo hubiese muerto de no ser por las sucesivas oleadas de reclutamiento del desierto y del Asia; quizás hubiese muerto si el califato de Bagdad hubiese quedado enteramente librado a su propia suerte; y si los moros en Occidente no hubieran podido acceder a un continuo reclutamiento desde el Sur.
Pero, sea cual fuere la causa, el mahometanismo ha sobrevivido; y ha sobrevivido vigorosamente. Los esfuerzos misioneros no han surtido ningún efecto apreciable sobre él. Sigue convirtiendo salvajes paganos en gran escala. Hasta atrae de vez en cuando a algún europeo excéntrico que se une a su cuerpo. Pero el mahometano nunca se hace católico. Ningún fragmento del Islam abandona jamás su libro sagrado, su código moral, su sistema organizado de oraciones, su simple doctrina.
En vista de ello, cualquiera con algún conocimiento de Historia está condenado a preguntarse si no veremos en el futuro un renacimiento del poder político mahometano y la renovación de la antigua presión del Islam sobre la Cristiandad.
Hemos visto como el poder político material del Islam declinó muy rápidamente durante los Siglos XVIII y XIX. Acabamos de seguir la historia de esa declinación. Cuando Solimán el Magnífico estaba poniendo sitio a Viena, tenía mejor artillería, mejores energías y mejor de todo que sus oponentes; el Islam, en el campo de batalla, aún era materialmente superior a la Cristiandad – al menos era superior en poder de combate y en armamento. Eso sucedía a pocos años de iniciado el Siglo XVIII. Y luego vino la inexplicable declinación. La religión no decayó, pero su poder político y con él su poder material declinaron asombrosamente; y en el aspecto particular de las armas fue dónde más declinó. Cuando el padre del Dr. Johnson, el librero, estaba instalando su negocio en Lichfield, el Gran Turco todavía era temido como el potencial conquistador de Europa. Antes de que el Dr. Johnson muriera ya no había ni flota ni ejército turco que pudiera amenazar a Occidente. Menos del lapso de una vida humana después, los mahometanos del Norte de África habían pasado a ser súbditos de los franceses y aquellos que en ese momento eran hombres jóvenes vivieron para ver cómo casi todo el territorio mahometano – excepto por un fragmento decaído, gobernado desde Constantinopla – era firmemente dominado por los gobiernos de Francia e Inglaterra.
Así las cosas, el recrudecimiento del Islam, la posibilidad de que reaparezca el terror bajo el cual vivimos por siglos y la posibilidad de que nuestra civilización tenga que combatir otra vez por su vida contra el que fue su principal enemigo durante mil años, parecería algo fantástico. ¿Quién en el mundo mahometano actual puede manufacturar y mantener los complicados instrumentos de la guerra moderna? ¿Dónde está la maquinaria política por medio de la cual la religión del Islam puede jugar un papel equiparable en el mundo moderno?
La idea de que el Islam puede resurgir suena fantástica – pero pienso que esto es tan sólo porque los seres humanos están siempre poderosamente influenciados por el pasado inmediato: hasta se podría decir que están enceguecidos por él.
Las culturas surgen de las religiones; en última instancia, la fuerza vital que sostiene una cultura es su filosofía, su actitud frente al universo; la decadencia de una religión trae consigo la decadencia de la cultura que con esa religión se corresponde – como muy claramente podemos verlo en el quiebre actual de la Cristiandad. El funesto trabajo de la Reforma está dando sus frutos con la disolución de nuestras doctrinas ancestrales; la misma estructura de nuestra sociedad se está disolviendo.
El lugar del antiguo entusiasmo cristiano en Europa fue ocupado, durante un tiempo, por el entusiasmo de la nacionalidad, por la religión del patriotismo. Pero la auto-devoción no es suficiente y las fuerzas orientadas a la destrucción de nuestra cultura, en forma especial la propaganda judía y comunista de Moscú, tienen por delante un futuro más promisorio que nuestro anticuado patriotismo.
En el Islam no se ha producido una disolución semejante de la doctrina ancestral; o bien y en todo caso, no hay nada similar al quiebre universal de la religión que se produjo en Europa. La totalidad de la fuerza espiritual del Islam sigue presente en las masas de Siria y Anatolia, en las montañas del Este de Asia, en Arabia, Egipto y África del Norte.
El fruto final de esta tenacidad – el segundo período del poder islámico – puede ser demorado; pero dudo que pueda ser permanentemente diferido.
En la civilización mahometana misma no hay nada que sea hostil al desarrollo del conocimiento científico o a la aptitud mecánica. He visto buenos trabajos de artillería en manos de estudiantes mahometanos de dicha arma; he visto a mahometanos llevar a cabo algunos de los mejores trabajos de conducción y de mantenimiento en el área del transporte mecánico terrestre. No hay nada inherente al mahometanismo que lo incapacite para la ciencia moderna o para la guerra moderna. De hecho, ni vale la pena discutir la cuestión. Debería ser evidente para cualquiera que haya estudiado a la cultura mahometana en funcionamiento. Esa cultura sólo se ha quedado atrás en la cuestión de aplicaciones materiales; no hay ninguna razón en absoluto por la cual no podría aprender su nueva lección y convertirse en un igual a nosotros en todas aquellas cosas temporales que son las únicas que nos otorgan una superioridad sobre ella – mientras que en la fe – somos nosotros los que nos hemos quedado atrás.
Las personas que dudan de esto se dejan engañar por una serie de indicios provenientes del pasado inmediato. Por ejemplo, durante el Siglo XIX fue común decir que el mahometanismo había perdido su poder político por su doctrina del fatalismo. Pero sucede que esa doctrina estuvo en pleno vigor cuando el poder mahometano se hallaba en su punto más alto. Si vamos al caso, el mahometanismo no es más fatalista que el calvinismo; las dos herejías se condicen exactamente en su exagerada insistencia sobre la inmutabilidad de los decretos divinos.
Hubo otra interpretación, más inteligente, formulada durante el Siglo XIX. Según la misma, la declinación del Islam habría sido ocasionada por el fatal hábito de sus perpetuos divisionismos civiles; por la división y el cambio de la autoridad política entre los mahometanos. Pero esta debilidad estuvo presente entre ellos desde el mismo principio; es inherente a la propia naturaleza del temperamento árabe del cual partieron. Una y otra vez este individualismo, esta tendencia “fisípara”, los ha debilitado en forma grave. Y sin embargo, una y otra vez se han unido súbitamente bajo un líder y han obtenido los mayores logros.
Es bastante probable que en estas condiciones – con la unidad dada por un líder – el regreso del Islam pueda producirse. Ese líder aún no existe, pero el entusiasmo puede producir uno y hay suficientes señales en el cielo político de hoy día en cuanto a qué podemos esperar de la revuelta del Islam en alguna fecha futura – y quizás no tan lejana.
Después de la Gran Guerra el poder turco fue restaurado por un hombre así. Otro hombre en Arabia, de un modo igualmente súbito, se afianzó y destruyó todos los planes elaborados para incorporar esa parte del mundo mahometano a la esfera inglesa. Siria, que es el eslabón de conexión, la bisagra y el pivote de todo el mundo musulmán, está dividida, sobre el mapa y superficialmente, entre un mandato inglés y otro francés; pero ambos poderes intrigan el uno contra el otro y son igualmente detestados por sus súbditos mahometanos quienes se mantienen sojuzgados precariamente sólo por la fuerza. Ha habido derramamientos de sangre bajo el mandato francés y se repetirán {[11]}; mientras que bajo el mandato británico la imposición forzada de una colonia judía extranjera sobre Palestina ha puesto al rojo vivo la animosidad de la población árabe nativa. Paralelamente una propaganda bolchevique subterránea y ubicua está constantemente trabajando sobre Siria y el África del Norte en contra de la dominación de los europeos sobre la población mahometana original.
Por último, hay una cuestión adicional a la cual se debería prestar atención: la adhesión (como sea que fuere) del mundo mahometano en la India al gobierno inglés está fundada principalmente sobre el abismo que separa a la religión mahometana de la hindú. Cada paso hacia una mayor independencia política de cualquiera de los dos partidos fortalece el deseo mahometano por un renovado poder. El mahometano de la India tenderá cada vez más a decir: “Si tengo que quedar librado a mis propias fuerzas y no ser favorecido, como lo he sido en el pasado, por el amo europeo extranjero en la India – a la cual otrora he gobernado – pues entonces me apoyaré sobre el resurgimiento del Islam.” Por todas estas razones (y muchas más que se podrían agregar) las personas con capacidad de previsión podrían justamente concebir, o al menos considerar, el regreso del Islam.
Parecería ser como si a las Grandes Herejías se les hubiese concedido un efecto proporcional a su tardanza en aparecer dentro de la Historia de la Cristiandad.
Las primeras herejías sobre la Encarnación, cuando fenecieron, no dejaron ninguna reliquia duradera de su presencia. El arrianismo revivió por un momento en el caos general de la Reforma. Intelectuales dispares, incluyendo a Milton en Inglaterra y presumiblemente a Bruno en Italia, y todo un grupo de franceses, presentaron en los Siglos XVI y XVII doctrinas que intentaban reconciliar un materialismo modificado y una negación de la Trinidad con alguna parte de la religión cristiana. El esfuerzo de Milton resultó particularmente notorio. La Historia oficial inglesa, por supuesto, lo ha suprimido tanto como ha sido posible por el método usual de manipularlo hasta quitarle todo énfasis. Los historiadores ingleses no niegan el materialismo de Milton; hace poco, varios escritores ingleses han discurrido extensamente sobre su negativa a aceptar la plena divinidad de Nuestro Señor. Pero este esfuerzo de supresión se quebrará ya que nadie puede negar algo tan importante como el ataque de Milton, no sólo a la Encarnación sino también a la Creación y a la omnipotencia de un Dios todopoderoso.
Pero de ello hablaré más tarde cuando lleguemos al movimiento protestante. Sigue siendo generalmente cierto que las primeras herejías no sólo se extinguieron sino que no dejaron una memoria duradera de su acción sobre la sociedad europea.
Pero el mahometanismo – que vino mucho más tarde que el arrianismo, así como este último fue posterior a los Apóstoles – dejó una profunda secuela sobre la estructura política de Europa y sobre el lenguaje: hasta cierto punto incluso sobre la ciencia.
Políticamente, destruyó la independencia del Imperio Oriental y, a pesar de que varios fragmentos (algunos) han sobrevivido de un modo mutilado, la gloria y la unidad del dominio bizantino ha desaparecido para siempre bajo los ataques del Islam. El zarismo ruso, de un modo bastante curioso, heredó un legado truncado de Bizancio; pero aquello fue un muy pobre reflejo del antiguo esplendor griego. La verdad es que el Islam le causó una herida permanente al Este de nuestra civilización de tal modo que la barbarie regresó parcialmente. Sobre el Norte de África su efecto fue casi absoluto y lo sigue siendo aún hoy en día. Europa fue bastante incapaz de reafirmarse allí. La gran tradición griega ha desaparecido por completo del valle del Nilo y del delta – a menos que alguien considere que Alejandría, con su civilización mayormente europea, francesa e italiana, es una reliquia de esa tradición – pero más allá de Alejandría y hasta el Atlántico el antiguo orden ha fallado aparentemente para siempre. Los franceses, al hacerse cargo de la administración de la Berbería y plantando allí un considerable cuerpo de sus propios colonizadores, además de españoles e italianos, han dejado que la estructura principal de la sociedad del Norte de África siga siendo completamente mahometana; y no hay signos de que se convierta en ninguna otra cosa.
En qué medida el Islam ha afectado nuestra ciencia y nuestra filosofía es algo abierto al debate. Su efecto ha sido, por supuesto, tremendamente exagerado porque el exagerarlo constituyó una forma de ataque al catolicismo. La parte principal que del lado islámico transmitieron los escritores sobre matemáticas, ciencias físicas y geografía; lo que expusieron aquellos escritores que escribieron en árabe, que profesaron o bien la doctrina completa del Islam o bien alguna forma herética del mismo (a veces casi atea), fue tomado de la civilización griega y romana que el Islam había invadido. Es, con todo, cierto que el Islam, a través de estos escritores, transmitió una gran parte de los avances que la civilización grecorromana había hecho en aquellas materias del conocimiento.
Durante la Edad Oscura y hasta durante principios de la Edad Media, o bien y en todo caso en las primeras épocas de la Edad Media, el mundo mahometano detentó la mejor parte de la enseñanza académica y tuvimos que recurrir a él para nuestra propia instrucción.
El efecto del mahometanismo sobre el lenguaje cristiano – aunque esto sea, por supuesto, una cuestión secundaria – resulta notorio. Lo hallamos en toda una pléyade de palabras, incluyendo algunas muy familiares como “algebra”, “alcohol”, “almirante”, etc. Lo hallamos en términos de heráldica y lo hallamos en abundancia en nombres de lugares. De hecho, es sorprendente ver como toponímicos de origen romano y griego han sido reemplazados por términos semíticos totalmente diferentes. La mitad de los ríos de España, en especial los de la parte Sur del país, incluyen el término “wadi”, y es curioso notar cómo en el hemisferio occidental “Guadalupe” preserva la forma árabe derivada de “Estremadura”.
Los poblados de África del Norte y hasta los villorrios fueron rebautizados. Los nombres de los más famosos, como por ejemplo Cartago y Cesarea, desaparecieron. Otros surgieron en forma espontánea, tales como “Argelia” que es un nombre derivado de la frase árabe que significa “las islas” – siendo que el antiguo muelle de Argelia le debía parcialmente su seguridad a una serie de islotes rocosos paralelos a la costa.
Toda esta historia de reemplazar los nombres originales de poblados y ríos por formas semíticas constituye uno de los ejemplos más valiosos que tenemos de la desconexión que existe entre lenguaje y raza. La raza del África del Norte es hoy bastante igual a la que ha venido siendo desde el principio de la era histórica registrada. Es berberisca. Sin embargo, el idioma berberisco sobrevive tan sólo en algunos pocos distritos montañosos y tribus del desierto. El púnico, el griego, el latín, el idioma común en Trípoli (un nombre griego sobreviviente, dicho sea de paso), Túnez y toda la Berbería casi han desaparecido.  Un ejemplo así debería haberle puesto freno a los teóricos académicos que hablaban de los ingleses como “anglosajones” y argumentaban, basándose en toponímicos, que los ingleses habían venido desde el Norte de Alemania y Dinamarca en pequeños botes, exterminando a todo el mundo al Este de Cornualles y poblando la zona con sus propias comunidades. Aún así, mucho de estas fantasías sobrevive, por supuesto que con mayor fuerza en Oxford y en Cambridge.

La Editorial Virtual
Las grandes herejías.  Belloc

No hay comentarios:

Publicar un comentario