Esquemáticamente se pueden distinguir, según algunos Padres de la Iglesia, tres elementos para comprender la naturaleza del hombre:
- el cuerpo (soma) abarca generalmente el aspecto físico y material de la naturaleza del hombre, pero también aquello por lo que éste se pone en contacto con el otro y el universo, es decir, su capacidad expresiva;
- el alma (psyjé), principio de vida, denota tanto la capacidad de experimentar emociones, sentimientos o pasiones como la capacidad de razonar, de analizar;
- el espíritu (pneuma), que no puede realmente distinguirse del alma, de la que es parte extrema, capaz de «percepción espiritual».
Así, para San Ireneo, «el hombre perfecto [acabado] está compuesto de carne, alma y espíritu», y esos tres elementos están indisolublemente unidos en el ser humano. Lo que destruye la muerte provisionalmente es su unidad biológica y material, y la resurrección del hombre es la restauración de su ser entero como comunión y relación de amor sin límite y sin fin. Esta resurrección no es solamente la supervivencia del espíritu. Es también la resurrección del cuerpo. «Es lo que ocurre con la resurrección de los muertos. El cuerpo se siembra corruptible, resucita incorruptible; se siembra sin honor, resucita glorioso; se siembra débil, resucita poderoso» (1 Cor 15, 42-43); recibirá «una forma semejante a la del alma» y dejará de ser un «cuerpo animal» para pasar a ser un «cuerpo espiritual».
Pero se plantean entonces dos cuestiones: ¿cómo puede uno intentar comprender el concepto de resurrección del cuerpo, y qué hay que entender por «cuerpo resucitado» o «cuerpo glorioso»?
Para dar respuesta a estos interrogantes, es necesario distinguir las palabras «cuerpo» y «carne».
El cuerpo glorioso
Hasta el presente, sólo Cristo ha resucitado. Las otras resurrecciones de las que nos hablan los evangelios, las de Lázaro, la hija de Jairo y el hijo de la viuda de Naín no son definitivas, absolutas. Como hemos dicho más arriba, los Apóstoles dan testimonio (y es, por lo demás, el objetivo del Evangelio) de que vieron y tocaron el cuerpo glorioso de aquél a quien ellos reconocen como el Señor.
¿Cómo aparece ese cuerpo glorioso? Una de sus principales características es la de trascender las contingencias limitativas del espacio y el tiempo: por ejemplo, Cristo «entra» en una habitación con todas las puertas cerradas (Jn 20, 19), no tiene necesidad de alimento y, si come con sus discípulos después de su resurrección, no es por necesidad, sino por entrar en comunión con ellos y dar pruebas de su corporeidad. Su cuerpo resucitado, por tanto, ha dejado de estar sometido a las leyes físicas habituales, porque es un «cuerpo espiritual» (1 Cor 15, 44-46), «un cuerpo de gloria» que puede hacerse presente en todo momento, y a pesar de todos los obstáculos.
Uno podría sentirse tentado a pensar que ese cuerpo glorioso transfigurado no es el mismo cuerpo biológico perecedero; que se ha despojado del cuerpo material como de un vestido inútil. El episodio de Tomás, el incrédulo (Jn 20, 24-28), nos enseña lo contrario. No habiendo estado presente en la primera aparición de Cristo resucitado, la noche de Pascua, él, para poder creer, exige tocar las llagas resultantes de la crucifixión, o sea las señales del cuerpo corruptible. Una semana más tarde las toca realmente, mete su dedo «en el lugar de los clavos», su mano en la herida del costado y hace la siguiente confesión: «Señor mío y Dios mío».
En boca de Tomás, esta confesión es la constatación de que el cuerpo material con las huellas de los sufrimientos y la muerte ha quedado realmente transformado en cuerpo espiritual. La confesión de fe de Tomás significa que las leyes de la naturaleza, como las conocemos nosotros, han sido superadas. El cuerpo es resucitado, espiritualizado. Y, para el pensamiento cristiano, el día de la vuelta de Cristo en gloria al final de los tiempos, todo el universo material está llamado a convertirse en cuerpo glorioso.
Nosotros no podemos saber cómo sucederá la resurrección, ni cómo el cuerpo podrá resucitar. La fe solamente nos da la certeza, la seguridad de que eso acontecerá y que nuestro ser, tal como lo hemos vivido, será resucitado. Lo afirma el prefacio del ritual católico de los funerales a propósito del difunto: «Puesto que fue bautizado en la muerte de tu Hijo, concédele participar en su Resurrección, el día en que Cristo, resucitando a los muertos, haga nuestros pobres cuerpos semejantes a su cuerpo glorioso».
Importa, también, volver a precisar que la resurrección no se ha de entender como la reanimación de un cadáver, sino como el perfeccionamiento de la vida en su plenitud, perfeccionamiento irrealizable plenamente en esta vida, pero cuyas primicias, no obstante, podemos vivir siempre que nos esforzamos en hacer triunfar la vida sobre las cargas alienantes y mortíferas de todas clases.
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