sábado, 11 de diciembre de 2010

MADRE Y REINA DE LOS MEXICANOS








Vinculado fuertemente el espíritu público y la conciencia popular en gestación a la Virgen de Guadalupe, la Nueva España tuvo en ese vigoroso y cada vez más enraizado sentimiento común, una sólida base, ancha, maciza, permanente, para levantar sobre ella una estructura nacional. Esa conciencia firme de que se integra un todo compacto, y de que no sólo se constituye un cuerpo sino también una alma misma, es el germen efectivo y cierto de toda nacionalidad.


Nacionalidad no es otra cosa que unidad de un pueblo en los intereses espirituales y materiales que por ser comunes estructuran la tradición. Gentes que conviven moral y biológicamente en el mismo territorio, con una aspiración uniforme, con un ideal constante, con un intenso amor que las satura,con un sentimiento de fusión derivado de su maternidad común, eso es ya, fundamentalmente, una nacionalidad definida. Y eso fue fraguando en la Nueva España, gracias a ese vínculo superior de maternidad para indios y peninsulares, que fue Santa María de Guadalupe desde el instante mismo de sus apariciones.


Porque en derredor de una madre se caldean los afectos, se suprimen diferencias, las culpas se perdonan y habla fuertemente la voz de la sangre. Y la sangre de un pueblo es su tradición, viva, roja, caliente como ella. Sobre todo cuando se sufre, se busca por instinto el consuelo de la madre. Y Guadalupe se estampó en la tilma de Juan Diego, tuvieron un lugar donde depositar sus lágrimas, sus amarguras, sus angustias, y donde volcar también su alegría y su gratitud, su urdimbre misteriosa y extraña por encima del pensamiento y la voluntad de los hombres, los que se encargaron de ir fortaleciendo hasta hacerlos indestructibles, los vínculos afectivos del pueblo con su Virgen.


Las palabras de la Virgen a Juan Diego eran una afirmación definitiva y solemne, y constituían un pacto, extraordinario e inviolable, punto de apoyo invulnerable y sagrado, del porvenir de México:




"Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para en él mostrar y dar todo mi amor y compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre, a ti, a todos vosotros juntos, moradores de ésta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen".






Palabras dulcísimas, profundamente tiernas, en las cuales palpita un caudal inagotable de maternal amor, con que la Virgen de Guadalupe selló para siempre su protección sobrenatural al pueblo mexicano.


Por eso cuando la peste en 1545 hacía estragos tremendos y caían sus víctimas a millares, los frailes de Santiago Tlatelolco llevaron a los pies de la Madre el ruego de los niños, la plegaria irresistible de la pureza, la poderosa oración del inocente. Aquella peregrinación de niñas y niños de siete años, fue, probablemente, la primera vez que para impetrar la misericordia de la Virgen por una calamidad pública se efectuó  en nuestra Patria. Y precisamente ese carácter de petición colectiva para aliviar males comunes, es lo que imprimió a actos como ese un aspecto genuinamente propio, característicamente nacional. Todos esos sucesos que van amasando la tradición, tienen primordial importancia, mayor importancia frecuentemente que los acontecimientos externos y aparatosos de la historia, tal como ocurre en el seno de las familias, que más íntimamente se estrechan y se unen entre sí mas por el dolor que por la grandeza y la abundancia.


En aquella época los habitantes de la ciudad de México eran seguidamente víctimas de grandes penalidades que, como todos los sufrimientos, sirvieron para depurar la fe y para enfervorizar las almas uniendo los corazones  a la Virgen nacional. En medio de la angustia y del estrujamiento moral que las calamidades públicas causaban, íbanse apretando los lazos de esta gran familia mexicana, entre sus cuatro elementos raciales constitutivos, españoles, criollos, indios y mestizo, e íbanse fortaleciendo y cimentando el sentimiento religioso distintivo de nuestro pueblo en derredor de un hecho central que resumía la idea de Dios y la idea de la Patria: la actuación permanente de la Virgen de Guadalupe.


Todo cuanto se relaciona con la Virgen de Guadalupe tiene una significación singularísima e impresionante en orden a su intensa fisonomía nacional, que al parecer revela un profundo designio de la voluntad de Dios. Cuando en un arrebato incontenible de su alma, enmedio de la angustia y la zozobra producidas por las pestes y calamidades, vuelve el pueblo los ojos a la Virgen en demanda de ayuda y de consuelo, y determina por jurarla Patrona de la ciudad, ocurre que el Arzobispo de México es también virrey de la Nueva España; y al recibir ese juramento lo hace como arzobispo, pero es también el virrey, el representante del poder civil, el representante del propio Estado quien lo recibe; hay una extraña relación de hechos en cuya virtud el juramento se deposita en la Iglesia y en el Estado unidos providencialmente en una misma persona; es más a esa circunstancia histórica ajena en absoluto  la voluntad del hombre, se debe que el juramento y la proclamación del Patronato no se hayan efectuado en Catedral sino en Palacio, en el asiento de los poderes del Estado, de la autoridad civil, como imprimiéndole al suceso para siempre, de una manera irrecusable, un sello indeleble de acto religioso y cívico, obra de un pueblo íntegramente católico en su constitución íntima y en su estructura externa.


El elemento pueblo es un factor constante de lo guadalupano. Un profundo sentido nacional, dentro de la suprema universalidad de la Iglesia, es inherente a la Virgen de Guadalupe. En condiciones ordinarias y habituales, el desenvolvimiento lógico de los hechos hubiera implicado la solicitud del Patronato y su concesión por la Santa Sede, una vez estudiados los fundamentos del caso. Infinidad de extrañas adversidades lo impidieron. Los acontecimientos tomaron siempre rumbos inesperados; la vibración angustiada del pueblo acudiendo a la Virgen Madre precipita los sucesos, y Nuestra Señora de Guadalupe es jurada Patrona Nacional, incontenible, arrolladora, desconcertantemente. La Iglesia no concede, sino confirma; no permite nada más, sino aprueba, consagrando con su divina autoridad indiscutible, el culto a la Virgen del Tepeyac, como centro y alma, corazón y vida de una nación medular, indestructiblemente católica.





No hay comentarios:

Publicar un comentario