Las mutaciones acaecidas en la estructura y en el lugar del altar como consecuencia de la reforma litúrgica arguyen las variaciones acaecidas en la mentalidad eclesial, sean conscientes o inconscientes. Como hemos señalado muchas veces, las ideas se mueven según una mecánica interna propia e inevitable.
Una primera idea que anduvo descarriada es la del altar como base compacta, elevada y excelsa sobre la cual inmolar el sacrificio. El altar simbolizaba el "monte de Yahvé ve” (...) sobre el que Abraham de disponía a sacrificar a su hijo en obediencia al Señor, y representaba también la altura del Calvario del Dios-hombre. Al altar estaba conectada la idea de la estabilidad, eternidad y excelsitud de Dios. (...) El altar estaba “in excelsis”, era el sitio del sacrificio y llevaba los signos de la inmutabilidad de Dios. Y siendo el lugar de la Eucaristía, le correspondía la posición más digna, más eminente y más visible de todo el templo.
Sé bien que la estructura y el sitio del altar variaron a lo largo de los siglos, y que la actual disposición procede sustancialmente de Trento; pero no creo que solamente por probarse la preexistencia en la Iglesia de una opinión o una costumbre sucesivamente caducadas haya motivo para retornar a aquella modalidad ya pasada. Para resucitar una forma antiguamente existente es necesario que ésta, al ser resucitada, realice más completamente que las actuales el sentido de la fe y las creencias de la Iglesia. De hecho muchas formas de vida en la Iglesia histórica representan un grado inferior de ese conocimiento de la fe y de ese “sensus Christi” que se desarrolla progresivamente en la Iglesia. Volver a ellas implicaría un paso retrógrado. (...) Ahora bien, la perfecta comprensión del dogma eucarístico y la necesidad de venerar, adorar y custodiar con sumo cuidado el Sacramento está ciertamente menos presente en la reforma conciliar.
En primer lugar se ha perdido la idea de la elevación del altar: habiendo prevalecido el significado asambleario de la Misa sobre su carácter sacrificial, la grácil, sencilla y móvil mesa ha eliminado el compacto, monumental, e inmóvil altar. Éste es abatido (si las autoridades civiles no lo defienden por razones artísticas), separado de la mesa, y reducido a frontal; o bien conservado, pero anulado funcionalmente detrás del nuevo.
En segundo lugar, en vez de en un sitio elevado y dominante, el “altar” es colocado en el fondo del templo y dominado (como en un teatro es dominada la escena) por las gradas del patio destinado al pueblo.
En tercer lugar, el Sacramento (otrora conservado en un tabernáculo sobre el altar) ha perdido el sitio central, el más digno, y es colocado al lado de la mesa o en una capilla secundaria no inmediatamente reconocible; o bien se lo deja en el tabernáculo central antiguo, que viene ahora a encontrarse a espaldas del celebrante.
El “altar” cara al pueblo es la variación más importante ocurrida después del Concilio. La reforma misma lo declaraba "no indispensable", y ordenaba la conservación del altar primitivo cuando razones históricas, artísticas o religiosas lo aconsejasen; finalmente prohibía la constitución de dos altares, uno delante del otro, en un mismo presbiterio. Sin embargo en casi todas partes donde no lo impidió la autoridad civil, se demolieron los antiguos altares o cuando menos se duplicaron en el mismo presbiterio, plantando la mesa para poder celebrar cara al pueblo.
El altar cara al pueblo estaba admitido por la liturgia incluso antes de la reforma, pero al parecer subordinado a la orientación del edificio, ya que las rúbricas dicen: "Si el altar está hacia el oriente cara al pueblo". Pero la posición del celebrante debe respetar la preeminencia absoluta del Sacramento, tanto si la asamblea se reúne en torno al sacerdote como fue antiguamente (y es recordado todavía por el término “omnium circunstantium” del canon), como si el pueblo de Dios se agolpa detrás o delante.
El “altar” cara al pueblo presenta graves inconvenientes. Si está plantado delante del altar antiguo (como a menudo sucede) que contiene el tabernáculo, es un agravio que el celebrante le dé la espalda al Sacramento para volver la cara al pueblo. Se verifica entonces la "abominación" execrada en Ez. 8, 16, cuando los sacerdotes sacrificaban dando la espalda al Sancta Sanctorum. El agravio aparece más manifiesto si se tiene en cuenta que en la Ley Antigua se trataba de un Sancta Sanctorum prefigurado, y aquí del Santísimo real. Y más aún si se recuerda que para no volver la espalda al Santísimo los púlpitos se construían en el lateral de la nave (...).
Pero prescindiendo de la irreverencia al Sacramento, una celebración “cara al pueblo” padece otros inconvenientes. Los espacios en los cuales nos movemos son también espacios de emociones y de valores, porque el espacio universal base de todos los entes corpóreos no sólo está diferenciado por sus términos físicos, sino por significados metafísicos que fundamentan su simbolismo (que a su vez constituye la cara inteligible de lo sagrado).
Lo de delante, por ejemplo, es esperanza, y lo de detrás, sospecha; la derecha favor, la izquierda desventura; lo alto es lo divino, lo bajo es el mal; lo recto es la verdad, lo oblicuo es la incertidumbre, etc. Así, en la liturgia, posiciones y disposiciones, tanto de los objetos como de las personas, tienen significados profundos que pueden convenir o no a la realidad de lo sagrado. Que el sacerdote vuelva la cara hacia el pueblo y el pueblo hacia el sacerdote crea una situación totalmente distinta respecto a cuando ambos tenían la misma orientación.
La celebración cara al pueblo rompe la unanimidad de la asamblea. En el rito preconciliar de la Misa sacerdote y fieles están todos juntos vueltos hacia Dios, que está delante y por encima de todos. Están en disposición jerárquica y tienen una visión teotrópica. En la nueva Misa "à l'envers" (como decía Claudel), la asamblea y el sacerdote se vuelven hacia el hombre y hacia el rostro del hombre. Se corrompe así la unanimidad de la Iglesia, porque el Dios hacia el que se vuelve el pueblo está, por así decirlo, al revés de aquél hacia el que se vuelve el sacerdote. La derecha del sacerdote es la izquierda del pueblo. El celebrante está en presencia de un Dios al cual el pueblo vuelve la espalda, y al revés, el pueblo está en presencia de un Dios al cual vuelve la espalda el celebrante. Ciertamente se puede prescindir de esta figuración y centrar los pensamientos en la Hostia del sacrificio; pero la piedad natural humana procede por figuraciones e imagina personas. Se corrompe la unanimidad de la Iglesia, que no consiste en la consideración recíproca de sus miembros, sino en mirar a Dios todos juntos.
Se reduce la Iglesia a comunidad de concentración, cuando en realidad es comunidad de proyección hacia un único punto trascendente.
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