sábado, 9 de julio de 2011

LA MUERTE DEL PECADOR VOLUNTARIO

Vive siempre como quien ha de morir, pues es certísimo que, antes o después, todos moriremos.
En la puerta de entrada al cementerio de El Puerto de Santa María se lee: «Hodie mihi, cras tibi» que significa: «Hoy me ha tocado a mí, mañana te tocará a ti»

Esto es evidente. Aunque no sabemos cómo, ni cuándo, ni dónde; pero quien se equivoca en este trance no podrá rectificar en toda la eternidad. Por eso tiene tanta importancia el morir en gracia de Dios. Y como la vida, así será la muerte: vida mala, muerte mala; vida buena, muerte buena. Aunque a veces se dan conversiones a última hora, éstas son pocas; y no siempre ofrecen garantías. Lo normal es que cada cual muera conforme ha vivido .

La historia del mundo está llena de estos casos lamentables, que vienen a confirmar el oráculo de la Sagrada Escritura: "Mors peccatorum pessima" (Ps. 33, 22), y la terrible profecía de Nuestro Señor a los obstinados fariseos: "Moriréis en vuestro pecado" (Io. 8, 21).

Tal suele ser la muerte de los pecadores voluntariamente obstinados, de los grandes incrédulos (Voltaire, Rousseau, Renán, etc.), de los grandes apóstatas de la religión (Juliano el Apóstata, Arrio, Montano, Nestorio, etc.) de los falsos reformadores (Lutero, Calvino, Zwinglio, Enrique VIII), de los afiliados a las sectas  masónicas, de los que han alardeado siempre de "indiferencia religiosa" y "la libertad de criterio", etc., etc.

De ninguno de estos desgraciados en particular podría afirmarse con certeza que se ha condenado infaliblemente. Es un secreto de Dios. Nadie puede asegurar lo que pudo haber pasado entre Dios y un alma a punto de comparecer ante Él. Pero, humanamente hablando, ¿que esperanza se puede alimentar en torno a semejantes hombres, que mueren con manifiestas señales de eterna reprobación? ¡Ay de los que no se limitaron a ser malos, sino que hicieron lo posible por arrastrar a los demás a su maldad!
Por vía de ejemplo - y sin pretender afirmar de manera categórica su eterna condenación-,vamos a recoger aquí el final desastroso de un personaje histórico, enemigo declarado de la Iglesia Católica: Voltaire.

MUERTE DE VOLTAIRE
¿Quién no conoce a Voltaire (Francisco María Aruet), el patriarca de la incredulidad? Murió la noche del 30 al 31 de mayo de 1778, a los ochenta y cuatro años de edad. Su médico -M. Trochin, protestante-, testigo ocular de cuanto sucedió  en los últimos momentos del desgraciado, escribía a Bonnet el 27 de junio de 1778 (27 días después de la muerte del famoso incrédulo): Poco tiempo antes de su muerte, M. Voltaire, preso de furiosas agitaciones, gritaba foribundamente: Estoy abandonado de Dios y de los hombres. Hubiera querido yo, añade el médico, que todos los que han sido seducidos por sus libros hubieran sido testigos de aquella muerte. No era posible presenciar semejante espectáculo. Yo no puedo puedo acordarme de él sin horror. Cuando se convenció  de que todo lo que se hacía para aumentar sus fuerzas producía un efecto un efecto contrario, la muerte estuvo siempre ante sus ojos. Desde ese momento la rabia se apoderó de su alma. Imaginad los furores de Orestes: furiis agitatus obiit. Así murió Voltaire.

La marquesa de Villete, en cuya casa murió Voltaire, contó después más de una vez a su familia y a sus confidentes los detalles de aquel fin horrible . "Nada más verdadero-dice ella- que cuanto M. Tronchin afirma sobre los últimos instantes de Voltaire. Lanzaba gritos desaforados, se revolvía, crispábansele las manos, se laceraba con las uñas. Pocos minutos antes de expirar le habló al abate Gaultier. Varias veces quiso hicieran venir un ministro de Jesucristo. Los amigos de Voltaire, que estaban en casa, se opusieron bajo el temor de que la presencia de un sacerdote que recibiera el postrer suspiro de su patriarca derrumbara la obra de su filosofía y disminuyeran sus adeptos... Al acercarse el fatal momento, una redoblada desesperación se apoderó del moribundo; gritaba, diciendo que sentía una mano invisible arrastrarle ante el tribunal de Dios; invocaba con aullidos espantosos a  aquél Cristo que él había combatido durante toda su vida; maldecía una vez tras otra; finalmente, para calmar la ardiente sed que le devoraba, llevóse a la boca su vaso de noche; lanzó un último grito, y expiró entre la inmundicia y la sangre que le salían de la boca y de las narices"

Cierto el impío puede cerrar sus oídos para no oír las amenazas de la palabra divina, puede cerrar los ojos para no ver las escenas horripilantes de desesperación de aquellos que, en los últimos momentos de su vida, perciben ya el abismo que los va a tragar. Mas les es difícil imponer silencio a la voz de su propia conciencia, que en nombre de la justicia les grita: Todo eso es verdad.

TEOLOGÍA DE LA SALVACIÓN
ANTONIO ROYO MARÍN

No hay comentarios:

Publicar un comentario