sábado, 24 de abril de 2010

Un sacerdote suspendido


El próximo 26 de abril se cumplen 132 años del nacimiento de Rafael Guízar y Valencia, quinto obispo de Veracruz, beatificado por el Papa Juan Pablo II en 1995 y canonizado por Benedicto XVI en 2006. Fue el primer obispo latinoamericano elevado a los altares.

De su gestión como obispo en medio de la persecución se conservan múltiples anécdotas. Se le recuerda por la atención de exquisita caridad que manifestó a su llegada de Cuba para tomar posesión de su diócesis justo después de una catástrofe, las misiones parroquiales, la cercanía a sus sacerdotes y la tenacidad con la que mantuvo abierto su seminario.
Quisiera, sin embargo, referir ahora alguna vivencia suya como presbítero. Son múltiples las anécdotas que se recuerdan de él sobre el ingenio con el que pudo salir airoso de situaciones de franco peligro ante la soldadesca, por su afabilidad y por el dominio que tenía del acordeón.
Sin embargo, prefiero mencionar una situación difícil que le tocó enfrentar: lo que en su biografía (J.A. Peñalosa, Rafael Guízar, a sus órdenes, Xalapa 1992), el padre Peñalosa llamó “las tentaciones de Job”. Corresponde al tiempo en el que padre Rafael era formador en el Seminario de Zamora, y quedó en medio de un malentendido que probó al máximo su fidelidad ministerial. Cito la obra de Peñalosa, que hace hablar al mismo padre Guízar:
“Fue entonces cuando Dios permitió la tercera tentación de ese año. Apenas llegué a casa de mis hermanas Dolores y Natividad, que vivían juntas en Zamora, me recibieron con la noticia de que me habían enviado del seminario mi cama, los libros y cuanto tenía en mi pieza. Comprendí que me habían despedido como padre espiritual y profesor del seminario. ¿Por qué? No podía ser el rector el padre Leonardo Castellanos, que estaba satisfecho de mi trabajo. Cuatro años de vivir entregado a la formación de los futuros sacerdotes, culminaban con una expulsión, unos enseres viejos arrojados al patio de la casa y un gran silencio. Decidí no preguntar a nadie, ni quejarme, ni defenderme. Seguiría yo trabajando con el mismo entusiasmo...”
Pero el asunto no paró ahí. Poco después, en diciembre de 1907, el padre Guízar presidía el culto al Sagrado Corazón. Habiendo dejado el ritual para la bendición papal en casa de sus hermanas, se dirigió allá. “ –Rafael, me salió al paso Natividad, te han traído una carta con el encargo de que te la entreguemos inmediatamente, que es un asunto de urgencia. –La leeré al regresar de Catedral, la gente se quedó esperando la bendición papal que voy a impartirle. –¿Qué te cuesta un minuto para leer la carta?”. Escuchamos entonces en la narración de Peñalosa la voz de la hermana del padre. “Accedió mi hermano a leerla, viendo nosotras enseguida que se ponía pálido y después rojo, sin saber qué había pasado, entró a la sala y se sentó en una silla. –Manden decir a la Catedral que dé la bendición el señor cura o cualquier otro sacerdote, que yo no puedo ir. Pensé que le había dado un vértigo”.
Más adelante conocemos la razón. “–Ya no anden llamando al médico, nos ordenó Prudencio. Rafael quiere que ustedes sepan que el señor Cázeres lo ha suspendido. No podrá en adelante celebrar, confesar, dedicar ni ejercer ningún ministerio”. Y comentan las reacciones: “La noticia de la suspensión de mi hermano, que era tan querido por todos, corrió como reguero de pólvora. No se hablaba de otra cosa en la ciudad. La mayor parte de los sacerdotes reconocía su virtud y celo infatigable y lejos de pensar en que hubiera cometido una falta que mereciera tan grave pena, daban por seguro que era inocente. ¿Por qué hacen eso con un sacerdote tan bueno? No hay en Zamora quien trabaje como él, ayuda a los pobres y a los presos, abre colegios, da misión en todo el obispado, trae en peso a los fieles, llena la catedral con su predicación. A la sorpresa y escándalo se añadía el pesar, sin que faltaran naturalmente las conjeturas”.
Más que el dolor por la humillación, el que provenía de no poder ejercer el ministerio. Le llueven ofertas de proceder, de quejarse, incluso de cambiar de diócesis. Él acepta con toda humildad. Suposiciones y palabrería fácil abundan. En realidad, se trató de un anónimo injurioso en contra del obispo que le atribuyeron a él.
El anónimo fue encontrado cerca de sus cosas. “Ni era yo para andar con anónimos y chismes. Tenía la suficiente virilidad para tratar los asuntos de frente, con claridad y caridad, sin que gracias a Dios hubiera dejado nunca de ser respetuoso siempre con mi prelado. Un anónimo, es un anónimo que jamás hay que atender. Y además, ¿qué pruebas seguras, por lo menos qué sospechas existían para atribuirme el anónimo? ¿No parecía desproporcionada la pena terrible de la suspensión para una culpa incomprobada? El Señor me ayudó como a Job, para no pecar con mis labios”.
Poco después se conocería la verdad. El anónimo provenía de otra mano, y no había sido realizado con afán de lastimar, sino por despecho contra el obispo. El autor no imaginó lo que ocasionaría. Con todo, fue ocasión de probar en virtud al santo sacerdote. Alguno le advertiría que todo aquello había finalmente ocurrido por envidia. Peñalosa concluye el capítulo con la voz del santo: “Sólo Dios sabe... por qué en este mismo año de 1907, me quitó cuanto yo tenía... No su más que un pobre sacerdote suspenso. En la superficie revienta el oleaje, pero te aseguro que en el fondo de mi alma reina la paz. Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males? Como Job, me queda la esperanza”.





1 comentario:

  1. veo que editan biografías con puntos de vista muy interesantes, pueden publicar la biografía del Padre Marcial Maciel?

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