De hecho, hoy existe una gran ignorancia religiosa y espiritual que flagela los medios católicos, sean estos la misma jerarquía eclesiástica (sacerdotes, obispos, etc.) o sean estos los mismos fieles.
El ideal de santidad se ha perdido cuando no tergiversado, o invertido. Digo, cuando no tergiversado o invertido por razones graves y profundas. Hoy, contrariamente a lo que siempre se ha dicho y creído, se piensa y dice todo lo contrario en materia de vida espiritual.
La santidad hoy ya no implica necesariamente un doble elemento: uno de separación y otro de unión.
Separación del mundo (las cosas creadas y efímeras de esta tierra) con la renuncia de nuestros apetitos y afectos desordenados. La naturaleza de las cosas espirituales y sobrenaturales, lo exigen así. No se aproxima uno a Dios, si no es alejándose (separándose) de todo lo creado, esto es desprendiéndose con generosidad y espíritu de renuncia mediante un sano desasimiento de todo lo que no es Dios.
Hoy se mezcla con vano optimismo mundo e Iglesia, mundo y vida sobrenatural, mundo y cristianismo, se los lleva a una identificación, prometiéndonos el Paraíso en la tierra. El hombre o la humanidad parece no distinguirse de la Iglesia. A tal punto de hacer de la humanidad, la Iglesia, esto es: el Pueblo de Dios. La Iglesia concebida como pueblo de Dios es la Iglesia identificada con la Humanidad, con el Mundo. La Iglesia como Pueblo de Dios estaría formada por todos los hombres, gracias a la unión de Dios con cada hombre por el mismo hecho de la Encarnación. Esto lo dice Karl Rahner, pseudo-teólogo, que tuvo mucha influencia en el Concilio Vaticano II, entre otros pseudo-teólogos progresistas, que invadieron con sus errores el Concilio, haciendo prevalecer la concepción modernista.
De tal modo que la Iglesia de Dios, no es más la Iglesia Católica sino que ella (la Iglesia de Dios), subsiste en la Iglesia Católica, como dice alevosamente el Nuevo Código de Derecho Canónico en el Canon 204.
Pero no es el caso tratar aquí el tema, simplemente hacer una pequeña alusión para que sirva al lector como ilustración de la gravedad de lo que hoy se dice y afirma dentro de la Iglesia, por todas partes, desgraciadamente.
San Pablo nos advierte y exhorta: «No queráis conformaros con este siglo.» Rom 12,2. Lo cual se opone diametralmente a la divisa progresista y modernista del aggiornamento o configuración de la Iglesia con el Mundo moderno.
Nuestro Señor, deja establecido el abismo insondable entre El y el mundo, entre la Iglesia (Cuerpo Místico de Cristo) prolongación de su Encarnación, y el mundo; pues como dicen las escrituras «el mundo no le conoció» (Jn 1,10,) además Nuestro Señor mismo exclamó «no ruego por el mundo sino por estos que me diste, porque son tuyos». (Jn 17,9.)
La respuesta del mundo no ha sido menos tajante frente a los Apóstoles y discípulos de Nuestro Señor: «El mundo los ha aborrecido porque no son del mundo, así como Yo tampoco soy del mundo». (Jn 17, 14). La incompatibilidad y oposición entre Iglesia y mundo queda bien establecida, bien que en otro pasaje se dice:
«Amó tanto Dios al mundo que dió su Hijo Unigénito» (Jn 3,16), pues como es evidente aquí el término mundo está tomado en otro sentido refiriéndose a los hombres pecadores, que son todos los hombres y que El vino a Redimir, todo lo cual está expresado por las palabras que siguen «a fin de que todos los que creen en El no perezcan.»
La misión de la Iglesia será siempre la de convertir al mundo, asumiéndolo el mundo para elevarlo y sobrenaturalizarlo en la Iglesia y no para que la Iglesia se convierta al mundo secularizándose como pasa hoy, gracias al modernismo reinante dentro de la misma Iglesia. Hoy se confunde sin distinción ni matiz alguno, entre asumir y asimilar, de ahí el grave error de querer asimilarse al mundo que anima el progresismo actual dentro de la Iglesia. Nuestro Señor asumió la carne humana, pero no se convirtió (o asimiló) en carne humana. La Iglesia debe hacer lo mismo, asumir el mundo, para que el mundo se convierta en Iglesia y no
que la Iglesia se asimile al mundo y se convierta en mundo.
Tenemos que ir, mejor dicho, volver (o retornar) a la esencia del cristianismo, a sus principios y a sus leyes más elementales para no ser absorbidos, por el error modernista en su propósito de secularización e identificación de la Iglesia con el mundo moderno.
Toda la espiritualidad de la Iglesia se edifica sobre el evento más fundamental del cristianismo: la Muerte y la Resurrección de Jesucristo, siguiendo a San Pablo.
Para el mundo y la Iglesia hay un hecho histórico de absoluta importancia: JESUCRISTO MUERTO Y RESUCITADO. La vida cristiana se presenta así como una participación a la muerte y a la resurrección del Salvador.
La vida espiritual del católico es así una prolongación en cada uno de nosotros del doble aspecto del misterio de Cristo, de su muerte y de su resurrección.
Todo el cristianismo, como dice el Padre Philipon, en su libro «La Doctrina Espiritual de Dom Marmion», se reduce a este mismo misterio de muerte y de vida de Nuestro Señor Jesucristo.
La Santidad de la vida cristiana está sintetizada en este doble aspecto del misterio de Cristo: su muerte y su resurrección.
El ritual del Bautismo, lo expresa también así, señalado la antítesis entre la muerte y la vida. El Bautismo nos hace morir sacramentalmente con Cristo, lo cual está simbolizado en el rito oriental católico, por la triple inmersión en el agua, representando los tres dias que permaneció Nuestro Señor Jesucristo en el sepulcro para resucitar después con El, en una vida nueva en la gracia.
La muerte y la vida constituyen las dos fases correlativas y complementarias de toda la vida cristiana.
Muerte con Jesús al pecado, a las imperfecciones y a nosotros mismos, para después resucitar con Cristo a una vida nueva, en la gracia con Dios.
La santidad (perfección cristiana) está dada por la muerte al pecado y a todo lo que conduce a él. Los grados de la muerte al pecado marcan la medida misma del progreso en la vida de la perfección que se caracteriza por el grado de unión con Dios Uno y Trino.
El pecado es el gran obstáculo a la unión divina, es una ofensa al Amor divino. La muerte al pecado consiste en morir a sus causas que son: el demonio, el mundo y la carne, los cuales representan nuestra triple concupiscencia: la de la carne (placer y sensualidad), la de los ojos (riqueza, avaricia y poder) y la del orgullo de la vida (soberbia, orgullo y amor propio). La triple concupiscencia corresponde al triple desorden, causado por el pecado original.
El hombre estaba en perfecta unión y armonía con Dios, consigo mismo y con las cosas, gracias a la Justicia Original, o estado de inocencia primigenia en que fué creado Adán.
El hombre estaba en unión y armonía con Dios a través de su inteligencia y voluntad (facultades superiores del alma humana) que estaban sometido a Dios por la gracia santificante. Esto era la rectitud de la mente a Dios y de esta rectitud superior derivan las otras dos rectitudes inferiores.
El hombre estaba en unión y armonía consigo mismo, las pasiones y apetitos inferiores del alma estaban sometidas a la razón, el hombre no estaba dividido como hoy entre su espíritu y la carne.
Por último, la armonía y unión de su cuerpo y alma. El cuerpo sometido al alma era inmortal y a través del cual el hombre gozaba de las cosas exteriores que conforman el mundo animal, vegetal, mineral, sobre lo cual dominaba pacíficamente, pues nada le era desconocido ni adverso.
El pecado original produjo una triple ruptura ocasionando así un triple desorden, las tres concupiscencias: de la carne, de los ojos y la del espíritu.
De aquí que la regeneracion del hombre pecador pasa por el espíritu de pobreza, de castidad y de obediencia.
La pobreza para contrarrestar el desorden frente a las cosas materiales exteriores al hombre. La castidad para restablecer el desorden interior del hombre con sus apetitos y pasiones carnales contra la razón. La obediencia para restablecer el sometimiento de la voluntad a Dios.
Las órdenes monásticas hicieron, así, el triple voto de pobreza, castidad y obediencia, para asegurar el camino de la perfección cristiana.
Los fieles no son monjes, y si no hacen votos de castidad, pobreza y obediencia, deben al menos tener su espíritu, so pena de no ser verdaderos católicos y quedarse con una apariencia de religiosidad cristiana, es decir, fariseísmo puro.
Quien no tiene espíritu de pobreza, de castidad y de obediencia, está adherido al mundo, ama las cosas de este mundo desordenadamente, vive para el mundo y es de este mundo. Los verdaderos católicos no son del mundo, el católico no vive para el mundo, sino para Dios y su Iglesia en Cristo Jesús.
Bajo la influencia de la literatura, del cine, de la radio, de la televisión, etc, y de toda una atmósfera de civilización pagana, nuestras mentes modernas han perdido el sentido del pecado, el pecado no causa ya el horror ante su fealdad, corrupción y malicia.
Y la razón más profunda de ello viene del hecho de que nosotros ya no tenemos el sentido verdadero de Dios, de lo que es Dios. Si nos olvidamos de Dios perdemos el sentido de la gravedad del pecado que nos separa de EL.
Toda la espiritualidad cristiana reposa sobre la Cruz, no lo olvidemos; por la Cruz se reestablece la unión y armonía con Dios y se abren de nuevo las puertas del Cielo.
El Santo Sacrificio de la MISA, que es la renovación incruenta del Sacrificio de la Cruz, está así en el centro y en el corazón mismo de la espiritualidad cristiana.
El significado profundo de la Cruz y de su prolongación en la Santa Misa está hoy prácticamente olvidado.
Prueba de ello, es la concepción protestante, de la Nueva Misa, la cual conlleva a la pérdida de la fe paulatina pero eficazmente.
Por la fe entramos en posesión de Cristo. Por la fe se opera el contacto con Cristo: «Sólo aquellos lo recibieron, quienes creyeron en su nombre» Jn. I 12). Con la disminución de la Fe, se disminuye nuestra posesión de Cristo. Toda la Revelación está contenida en el testimonio que Dios Padre nos dá, diciéndonos que Jesús es su Hijo.
La enseñanza de los Apóstoles y de la Iglesia se resume en la Revelación de Jesucristo. Quien cree en la divinidad de Cristo acepta en consecuencia de un solo golpe todo eso que Dios ha revelado de sí mismo y personalmente en su Verbo Encarnado.
La función primordial de la Fe, base de nuestra vida espiritual es adherir a Cristo, que es la Revelación (el Verbo) del Padre. Nosotros recibimos a Nuestro Señor Jesucristo por la Fe primeramente y nos identificamos a El por el amor y la fidelidad. Si se disminuye la Fe, disminuye nuestro contacto con Cristo y nos hacemos infieles. Jesucristo es el Verbo Encarnado, el Verbo expresa todo lo que Dios es y todo lo que El conoce.
Se comprende así, como la Fe en Jesucristo es el fundamento de la vida espiritual y hoy la Fe se pierde destruyéndose hasta en su más profundo misterio: el Mysterium Fidei (el Misterio de Fe) que se condensa en la Santa Misa, y que ha sido tergiversado con la Nueva Misa. La Nueva Misa es la adulteración y corrupción más sacrílega del culto católico.
Digámoslo brévemente, la Nueva Misa postula los principios de la Cena protestante. Ellos son la concepción protestante de la Cena en lugar del Sacrificio, y del Sacrificio Propiciatorio, en especial. La concepción protestante de la presencia real, puramente espiritual en contra de la concepción católica, de la Presencia Real Corporal de Nuestro Señor (presencia en persona, presencia substancial de toda su persona sacramentalmente realizada por la transubstanciación). La concepción protestante del presidente de la asamblea en contra de la concepción católica de la sacramentalidad del sacerdocio (ministerio sacramental del sacerdocio), el cual es Otro Cristo» «alter Christus» sacramentalmente, quien ofrece de modo sacramental el Sacrificio realizado sacramentalmente.
La concepción protestante de la falta de valor íntrinseco del sacrificio (acción sacrificial) que se realiza por la acción sacrificial misma (ex opere operato) por la fuerza de la misma operación que realiza el celebrante, por la doble consagración (del pan y del vino).
Toda ella (la Nueva Misa) lleva a la pérdida de la Fe, de la realidad del sacrificio y al olvido de la Cruz. Se pierde la espiritualidad cristiana que se basa en el Misterio de la Cruz de Nuestro Señor. Se pierde la quintaesencia de la vida cristiana: muerte al pecado para resucitar con Cristo y estar así en comunión con la Santísima Trinidad. El olvido de la antítesis cristiana muerte-vida nos lleva a un Cristianismo sin Cristo, a una Cristiandad sin Cruz, a un Cristianismo Gnóstico, Ecuménico y Sincretista.
Se eclipsa el ideal de vida cristiano, que está expresado por el sacrificio y la abnegación. Ideal que considera que el hombre vive en la tierra para merecer el Cielo, por medio del sacrificio y la abnegación, que están sublimemente expresados en Cristo crucificado.
Con el eclipse de la fe (y de la Iglesia, De labore solis) surge de nuevo el ideal de vida pagano, para el cual el hombre vive en la tierra para gozar. Por eso para el mundo moderno todo es comodidad y placer, rechaza violentamente toda noción de dolor, de sufrimiento, de sacrificio y abnegación, rechaza en definitiva la Cruz.
El mejor antídoto contra el mundo moderno es la Santa Misa pues destruye el falso ideal de comodidad y placer del mundo moderno, pues nos sumerge en el misterio de la Pasión y Muerte de Cristo Redentor.
El Santo Sacrificio de la Misa sintetiza el espíritu cristiano, la Cruz nos recuerda nuestra condición de cristianos. La Santa Misa que es la renovación incruenta sobre el altar del Sacrificio de la Cruz sobre el Calvario, es el centro y el corazón de la vida cristiana, es la fuente de la piedad cristiana.
Nuestra asimilación debe ser a Cristo, configurándonos a El, a su Cruz, a su Sacrificio, para resucitar con El.
Una asimilación al mundo moderno como quiere el Vaticano II es una inversión del espíritu de Cristo y de su Iglesia, es una inversión de la santificación y espiritualidad de la Iglesia, es en definitiva, una apostasía, como la que hoy impera.
P. BASILIO MERAMO
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